20 de abril de 2006

La hora de la blasfemia

Hace ya demasiados años que el grueso de los historiadores decidió asumir, sin complejos, la actual correlación de fuerzas políticas y económicas y aceptar, con armas y bagajes, una serie de principios que en las décadas anteriores eran propiedad exclusiva de las corrientes más reaccionarias.
En concreto, el aspecto más llamativo de esta progresiva aunque también masiva conversión es la nueva interpretación de la Revolución rusa de 1917, la Revolución china de 1949 y del comunismo en general. Y esto no sólo incluye a los líderes oficiales, sino también a los disidentes: afecta por igual a Stalin que a Trotsky, a Rakósi que a Nagy, a Janos Kadar que a Béla Kun, a Togliatti que a Andreu Nin. Y los políticos no son los únicos afectados: tambíén escritores e intelectuales, como Sartre, Brecht, Ernst Bloch, Lukacs, Althusser, Marcuse...
Todos ellos, en mayor o menor medida, han sido incluidos en el siniestro club rojo, al que se le imputan nada menos que los Peores Crímenes de la Historia de la Humanidad (con mayúsculas, por si acaso). Las obras de los miembros de ese club no vendrían a ser más que una solapada justificación de la Tiranía, del Asesinato, de la Maldad. En realidad, todos ellos se han convertido en la encarnación colectiva de Lucifer.
Cualquiera de los personajes citados es ya, sin ningún género de dudas, uno de los criminales más sanguinarios del siglo XX, la ejemplificación de la maldad intrínseca de la izquierda, en el símbolo de la locura marxista, en el padre de la leprosa criatura comunista, en el individuo seminal del cual surgieron los más siniestros discípulos, en el ángel exterminador de campesinos, en el asesino de la democracia y el liberalismo.
Incluso el nazismo queda reducido a la condición de desviación derechista de este club, y cualquier alusión a la maldad de Hitler ha de venir acompañada de una clara explicación de que en realidad fueron los bolcheviques quienes parieron al artífice del Holocausto, aunque fuera por oposición.
En este estado de cosas, la reivindicación de Lenin, Stalin, Trotsky o Mao, la relegitimación del movimiento comunista y la reactualización del pensamiento marxista tienen hoy un indiscutible valor.
Para empezar, el valor de la provocación. Como teorizó Boaventura de Sousa Santos, la modernidad capitalista ha declarado la guerra a la risa, a la distancia lúdica, considerada impropia, frívola, excéntrica, y blasfema. Pues bien, para empezar a construir una contrahegemonía es necesario blasfemar.
¿Alguien se atreve? De momento, podemos ver a intelectuales con acceso a los grandes medios de comunicación, como Slavoj Zizek o Michel Houellebecq, reivindicar a los prohibidos; podemos observar en las librerías españolas, desde hace al menos dos años, un aluvión de biografías de Stalin, y leer cómo Donald Rayfield lo califica como “lector insaciable” y Robert Service como “el líder ruso más culto desde Catalina la Grande”, al mismo tiempo que editoriales comerciales se deciden, tras décadas ignorando sus obras, a reeditar las memorias de Trotsky o alguno de los mejores ensayos de Lenin.
Fue el mismo Lenin el que dejó escrito en su día:

Algunos intelectuales, lacayos de la burguesía, creen ser ellos mismos el cerebro de la nación. En realidad, no tienen cerebro y son una pura mierda.
Habrá que empezar a desmentirlo. Ya es hora.

5 de abril de 2006

La leyenda del irlandés

De la abundante bibliografía sobre John Ford disponible en castellano, me gustaría destacar el libro de Scott Eyman Print the legend. La vida y época de John Ford. La filmografía de Ford, definida en esta biografía como “una épica acumulativa de la mitología nacional estadounidense contada por los soldados de a pie”, parece ser el único periplo vital de interés de un hombre aparentemente tan duro y desagradable como pueda serlo un autoritario director de filmes del Oeste. De no haber sido cineasta, no es difícil imaginarlo como un ganadero alcohólico y nostálgico de la Arcadia feliz de una imaginaria y ultracatólica Irlanda en la que nunca vivió y por la que se inventó la falsa historia de que su verdadero nombre era Sean Aloysius O`Fearna.
La intención de Scott Eyman es dejar esa imagen de lado y presentar a otro John Ford, desmontando una serie de tópicos que el propio director de La diligencia se encargó de difundir. Eyman potencia la imagen del artista puro, en el que las películas son sólo la manifestación exterior de una personalidad cerrada, temerosa de mostrar unos sentimientos que siempre guardaba para sus personajes y marcada por un catolicismo férreo, un alcoholismo esporádico pero violento e una lealtad hacia lo que vulgarmente se definiría como “su gente”. Esta fidelidad aparece marcada en menor medida por el afecto que por la dependencia, por el temor o por una suerte de deuda impagable a causa de una imaginaria, o real, primera oportunidad concedida (con John Wayne como paradigma).
La llegada de Ford a Hollywood, gracias a las influencias de su hermano Francis -autor de cine mudo, con más de cien filmes dirigidos entre 1912 y 1928-, fue en 1914, donde dirigió quince películas en su año más prolífico, 1919. A pesar del progresivo aumento del prestigio y de la calidad de los filmes de Ford, el biógrafo remarca que nunca dejó de ser un director fecundo, capaz de realizar entre 1939 y 1941 siete filmes, entre los que se encuentran La diligencia, Las uvas de la ira, Hombres intrépidos y ¡Qué verde era mi valle!, siempre usando una cantidad mínima de metraje y cumpliendo el tiempo pactado con las productoras. Eyman intenta evitar un relato meramente descriptivo de los rodajes y estrenos y asume también el papel de crítico cinematográfico; las valoraciones de los filmes de Ford no son en ningún caso complacientes y no tiene reparo en enmendar parcialmente Escrito bajo el sol y Dos cabalgan juntos y totalmente El fugitivo, Misión de audaces o Siete mujeres.
Print the legend no obvia la innegable carga ideológica de la filmografía fordiana, aunque siempre desde el discutible punto de partida de que Ford era un liberal capaz de apoyar a la izquierda durante la Guerra Civil española, de hacer un filme como Las uvas de la ira o de enfrentarse con Cecil B. DeMille durante el maccarthysmo. En cambio, no le concede excesiva importancia a su relación de total dependencia con John Wayne en la última parte de su filmografía (de la que Eyman culpa a la ruptura con Henry Fonda, que representaba el “sector liberal” de los habituales de Ford), a la utilización para varios filmes de historias de James Warner Bellah -escritor de novelas baratas, definido por su hijo como “un hombre con ideas políticas a la derecha de Atila: un fascista, un racista y un fanático de primera, a quien le disgustaba Hollywood porque creía que estaba lleno de judíos y de vulgares plebeyos"- o a su inequívoco alineamiento a favor de la guerra de Vietnam, consecuencia de su reiterado apego por el estamento militar y redondeado por la última expresión que pronunció en público (“Dios bendiga a Richard Nixon”).
A pesar de estas debilidades, Print the legend desvela no sólo la fachada del “hombre que hacía películas del Oeste”, sino que también llega a la clave de la mitología creada por su obra, de la que es paradigmático el asombroso análisis que hace el espíritu común de Fort Apache y El hombre que mató a Liberty Valance: el de la historia construida sobre la mentira, sobre “los sacrificios realizados, los amores perdidos, las familias rotas, las comunidades enteras disgregadas”.