Existe una imagen muy gráfica, relatada en las memorias de Jorge Masetti (hijo del periodista y revolucionario del mismo nombre) El fulgor y el delirio, sobre lo que sucedió en Argentina entre 1973 y 1983: en el primer año, las elecciones presidenciales estuvieron marcadas por la efervescencia revolucionaria; el triunfo de los ideales socialistas parecía estar a la vuelta de la esquina, los carteles del Che Guevara se multiplicaban por doquier y el entusiasmo y la alegría desbordaban las calles. Diez años después, otras elecciones, justo después de que la Junta Militar que había gobernado desde 1976 se viese obligada a entregar el poder, transcurrían bajo el muy opuesto signo del silencio, el miedo y el dolor. No parece muy descabellado entender que la muy represiva dictadura que determinó el salto de un estado de ánimo a otro tan opuesto se constituyó, junto a su análogo y vecino gobierno militar chileno, en uno de los acontecimientos históricamente decisivos para llegar al estado de cosas en el que hoy vivimos, marcados por la constante pérdida de derechos laborales y sociales, el imparable vaciamiento de contenido de las democracias y su sustitución por sistemas tecnocráticos, la deslegitimación de cualquier tipo de ideología transformadora como elemento trasnochado y de imposible realización.
Siendo su huella tan palpable en el contexto general del mundo, podemos intuir que en sus países de origen es una herida que sangra sin remedio. En el reciente Zinemaldia tuvimos algunas muestras de ello; nos adentramos ahora en la más depurada, la más concisa y la más perfecta de todas ellas, y, seguramente y en dura competencia el último trabajo de Cristi Puiu, una de las películas más destacadas de cualquier sección del festival: La larga noche de Francisco Sanctis, ópera prima conjunta de la pareja de realizadores formada por Andrea Testa y Francisco Márquez (cada uno de ellos tiene un documental anterior en solitario).