Hace 91 años, el escritor André Gide anotó en su diario la siguiente reflexión:
Uno tras otro, todos esos ‘problemas’ que apasionaron a la humanidad, y sin la solución de los cuales parecía que no se podía vivir de verdad, dejan de interesar, no porque se haya encontrado la solución, sino porque la vida se retira de ellos. Mueren en cuanto dejan de ser urgentes, de manera que ni siquiera se percibe que han muerto, porque no sufren una agonía, sino solamente: se han muerto.
Algo así va sucediendo con las polémicas que, edición tras edición y con pocas excepciones, provoca el anuncio del palmarés del Zinemaldia. En esta ocasión, fue la Concha de Oro a la interesante Blue Moon, de Alina Grigore, la que provocó las protestas en el marco de una sección oficial en la que la única película que sobresalía por encima de las demás, La hija de Manuel Martín Cuenca, no optaba a los galardones por ser un producción íntegramente española y haber sido exhibida antes en el Festival de Toronto. Así las cosas, no me pareció en absoluto descabellada esta decisión del jurado, aunque sí la de ensanchar el concepto de "interpretación" de forma tan extrema como para considerar premiables a los protagonistas de Quién lo impide, de Jonás Trueba, aunque se cuidaran de hacerlo en la categoría de reparto.