16 de diciembre de 2014

Un mundo que ganar



Resulta difícil encontrar una obra, de cualquier tipo, en la que encontremos, de forma sencilla, directa, contundente e inequívoca, sin falsedades ni edulcoramientos de ningún tipo, un triunfo total y absoluto del Bien sobre el Mal y que además nos deje la certeza de que esa dualidad tan maniquea sigue teniendo algún sentido y no es una simplificación carente de cualquier referente real. El documental de Claude Lanzmann Sobibor, 14 de octubre de 1943, 16 horas es, sin lugar a dudas, una de esas obras, y el poso de emoción que deja su visionado se inscribe en la memoria con una contundencia como pocas películas de sus características consiguen hacerlo.

Sobibor contiene todas las virtudes de las mejores obras de Lanzmann y ninguno de sus defectos. Unos defectos que estaban muy presentes en su última película estrenada, El último de los injustos (2013), en la que a su presencia constante ante la pantalla, siguiendo (suponemos) la estela de Michael Moore y lastrando los méritos documentales del film en beneficio de su afán de figurar en la pantalla, se añadía la incomodidad plástica que producían los insertos de imágenes contemporáneas, rodadas con la más cristalina limpieza digital y excesivas en su duración, frente a las imágenes de los años 70, cuando se produjo la entrevista con el "injusto" al que pretendía rehabilitar,  Benjamin Murmelstein. En Sobibor la coherencia estética es total y a pesar de tratarse, de nuevo, de una entrevista realizada en la década de los 70, las imágenes contemporáneas que completan el largometraje (realizado en 2001) tienen la misma textura, el mismo sabor y el mismo olor que las rodadas treinta años antes, y su duración es la justa para situarnos frente a los lugares (Varsovia, Minsk, trenes en plano subjetivo, bosques nocturnos) que Yehuda Lerner, protagonista de la narración, fue recorriendo, contra su voluntad, en su progresivo descenso a los infiernos del campo de exterminio de Sobibor.

En todo caso, lo que convierte a Sobibor en una película inolvidable es la figura, tan sencilla como gigantesca, de Yehuda Lerner. Él mismo lo cuenta todo con una llaneza no exenta de orgullo, y el tic con el que sus labios parecen mostrar el nerviosismo de estar frente a la cámara (o, tal vez, una consecuencia de sus años como esclavo del nazismo) le dan el toque de fragilidad justo que hace que, al verlo y escucharlo, sintamos una irresistible empatía.

Pero, ¿qué es lo que nos cuenta?


Una hazaña. Algo que, por poco conocido para el público general y por impresionante, deja con los ojos como platos a cualquiera que tenga algo de sensibilidad hacia la suerte de la condición humana. En esencia: en el campo de exterminio de Sobibor, a las 16 horas del 14 de octubre de 1943, un grupo de presos judíos fue capaz de llevar a término una rebelión de una contundencia sin paliativos: citando a los guardianes del campo a la misma hora para entregar diversos encargos de albañilería y carpintería, les cortaron la cabeza con unas hachas y se fugaron. Así de simple y así de grandioso.

Y así, de un plumazo, Sobibor, 14 de octubre de 1943, 16 horas se carga en sus 95 minutos de duración el mito de la pasividad de los presos de los campos de concentración. Y todo mediante el testimonio de un hombre sencillo que, una vez narrada su hazaña, reconoce, a una pregunta de Lanzmann, haberse puesto pálido al recordarlo. Y la cámara, discreta en general, sigue el movimiento de las manos de nuestro protagonista cuando imita el gesto de golpear con un hacha el cráneo de los verdugos que, en ese glorioso día, recibieron su merecido. El hecho no fue anecdótico: tuvo tal trascendencia que, por orden de Heinrich Himmler, comandante en jefe de las SS, el campo fue desmantelado y se quiso borrar todo el rastro de su existencia.

Y, para terminar, Lanzmann nos ofrece, leído por su propia voz, un detallado recuento de la cantidad de víctimas que la existencia de dicho campo produjo,  desglosadas prácticamente por días. En ese recuento y en su efecto acumulativo, que nos hace intuir la medida de las masacres a las que puso fin la rebelión, alcanza Sobibor la definitiva trascendencia: la misma que dejaron unos hombres que supieron que no tenían nada que perder, más que sus cadenas, y que en cambio, tenían un mundo que ganar. El 14 de octubre de 1943, de una vez y para siempre, lo ganaron. 

4 de diciembre de 2014

Hacia el abismo a trompicones


Una de las indeseables consecuencias de una cinefilia tardía es haber tenido, durante demasiados años, la creencia de que las películas deben ser vistas solamente una vez: si no dejan huella, es que no merecen la pena y si la dejan, ¿para qué modificarla? En el fondo, lo que se escondía detrás de tan errónea apreciación era la idea de que estábamos dando un paseo temporal por el mundo del cine y, una vez visto "lo importante", volveríamos a los asuntos serios de la literatura, la filosofía y la política.

Con los años, resultó que no había nada más serio que el cine y que el efecto de una obra maestra vista hace un lustro quedaba demasiado diluido como para no permitir que, en otro contexto y otra situación vital, volviese a enriqucernos, emocionarnos o decirnos algo que en ese tiempo habíamos olvidado. Tan importante fue el primer visionado de Fresas Salvajes como el tercero, el mismo día en que la realidad nos empujaba de bruces hacia el duro asfalto y la única forma de asimilarlo era acudir a esos personajes que tan claro lo tenían y tanto podían ayudar a transformar la melancolía del fracasado solitario en la consciencia del adulto desengañado, que sabe que en realidad está muerto, por mucho que aparente vida y éxito. Y mucho más importante que el primero fue el tercer visionado de Vértigo, un largo fin de semana en el que tanto nos identificamos con las peripecias de un hombre atrapado en una cruel noria de obsesiones y autoengaños.
Hay otras películas que, después de un primer visionado en que se quedan simplemente en la categoría de "buenas", se instalan en algún extraño limbo  en el cual, lenta y casi imperceptiblemente, van creciendo, bien sea porque alguna secuencia concreta se nos reaparece una y otra vez, porque al escuchar algún fragmento de su banda sonora lamentemos no estar viendo la escena completa a la que daba vida o porque las circunstancias y el contexto en que la hemos visto por primera vez hagan extender la sospecha de que nuestra capacidad de asimilación estaba un tanto atrofiada y deseemos ponerla a prueba de nuevo.

Y en este punto llegamos a Mommy. Un catártico segundo visionado, arrollador como el caudal desbordado de un río, la ha convertido en la obra maestra que parecía  solamente implícita en el primero, y a Xavier Dolan en el genio no ya latente, sino muy real y presente. Al salir de este segundo y catártico pase, la pintada en una pared en las proximidades del Parque Madrid Río hablaba claro:
 Mi mejor amiga es la tarjeta de crédito. Firmado: Soledad.
Una amarga sentencia, muy a tono con la amargura sin paliativos que desprende la trayectoria vital de los tres protagonistas de Mommy y que podemos ejemplificar en tres significativos momentos. En el primero de ellos y abriendo la película, Die, la madre a la que alude el título, se ve envuelta en un accidente de tráfico, la cámara se pierde en el caos, suena de en el coche Building a mystery de Sarah McLachlan y, tras la confusión, un insólito encuadre: la parte superior de la esquina de la puerta delantera, que intenta abrirse y no puede, mientras Die pierde los nervios  y suelta brutales sentencias que apenas oímos. No es culpa suya, es sólo la perjudicada, pero las circunstancias la atacan desde el primer minuto.


El segundo episodio está protagonizado por Kyla, vecina de Die y de su hijo adolescente Steve, en el instante en el que es atacada por él en una de sus primeras clases particulares. La reacción del hasta entonces tímido personaje interpretado por Suzanne Clément, agresiva y violenta hasta el punto que hace orinarse encima al duro joven que tiene delante, nos hace intuir el origen de su tartamudez y de su año sabático como profesora de instituto: algún conflicto traumático en su labor docente para el que no encontró el más pequeño apoyo ni empatía en su marido ni en su hija, ante los que jamás dejará de tartamudear ni de mostrarse derrotada.

Y el tercer momento, definitorio del destino del citado Steve (y, tal vez, una pista de algún episodio adolescente del propio Xavier Dolan), sucede en su intervención en un karaoke intentando cantar Vivo por lei de Andrea Bocelli, cuando es sometido a hirientes chanzas, insultado y escupido por el público repetidas veces, hasta que no es capaz de contenerse y explota, lanzándose sobre sus humilladores armado con una botella rota para poner fin a tan lacerante situación y, de paso, al ingrato coqueteo de su madre con el interesado y poco interesante abogado vecino. 

En Mommy vivimos dos procesos, muy distintos entre sí pero muy habituales en cualquier vida sometida a los vaivenes de las contradictorias circunstancias: uno, inicial, en el que las cosas parecen mejorar, que se inicia cuando los tres protagonistas celebran su primera cena juntos y viven su gran momento de disfrute y relajación, en el que se conceden un libérrimo baile al ritmo de On ne change pas de Céline Dion ante una cámara que se aleja sin abandonar el constreñido formato de 1:1 (símbolo aquí de un mundo real asfixiante) y a raíz del cual Kyla y Steve inician una cómplice relación profesora-alumno y Die, mal que bien, empieza a salir adelante con sus trabajos de limpiadora y traductora esporádica. Una fase que llega hasta el primer ancheamiento del formato hasta el 1.85:1, que el mismo protagonista abre con sus manos en su beatífico paseo en bicicleta al ritmo del Wonderwall de Oasis y que se rompe bruscamente con la querella judicial por valor de cientos de miles de dólares y cuya amenaza inicia el dramático proceso inverso: el hundimiento total del precario mundo que los tres habían intentado construir y que alcanza su punto de no retorno con la fallida cena-karaoke entre Steve, Die y el abogado vecino y el intento de suicidio posterior del joven.

La última frase que Steve deja en el contestador de su madre, con una aterradora puesta en escena (fondo negrísimo, camisa de fuerza blanca, auricular de teléfono sujetado por una mano anónima):
Te merecías algo mejor que un puto subnormal como yo.
nos recuerda a una parecida dedicatoria que el poeta Leopoldo María Panero, fallecido este año, le dejó a su madre como frontispicio de su obra Aviso a los civilizados (1990):
A Felicidad Blanc, viuda de Panero, rogando que me perdone el monstruo que fui. 
y llega justo después de que hayamos visto una secuencia destinada a pasar a la historia del cine, y que seguramente, a raíz del estreno, será citada hasta la exasperación: al compás de Experience de Ludovico Einaudi, con el formato de nuevo abriéndose hasta el 1:85.1, con los tres protagonistas dirigiéndose a unas supuestas vacaciones, la cámara volando libre sobre un prometedor trayecto en coche y tras unas idílicas imágenes de playa y risas, de repente vemos el tiempo avanzar velozmente, al protagonista graduarse, crecer y casarse ante la alegría y la felicidad de todos y ante el asombro de los espectadores que lo observen de forma literal, sin sacar conclusiones de los muy desenfocados contornos de toda la secuencia. El fin de la música, la vuelta al formato encogido, la atroz amargura de ver las ilusiones disueltas de un plumazo y ante un semáforo paradójicamente en verde, marcan la conclusión de un episodio de terror: del terror que va más allá de fantasmas, catástrofes naturales, derrotas parciales o pérdidas momentáneas. El terror de saber que lo soñado jamás será posible, que la ilusión fue humo, que el paraíso no existía, que la esperanza era vana y que la verdad era mentira. Todo ello en cinco minutos que condensan, en sí mismos, la tragedia de la existencia humana.


10 de noviembre de 2014

La autodisolución de Pabst

Existen en la historia del cine misterios que dan lugar a sensaciones muy distintas a las que pueda producir el misterio del destino de Setsuko Hara. Misterios que, en vez de causar emoción, empatía o de incrustarnos un profundo vértigo en la conciencia, nos originan un malestar tan hondo que nos pueden hacer llegar a odiar la memoria de un cineasta, por mucho que hayamos visto grandes películas suyas.

Uno de esos misterios es el de Georg Wilhelm Pabst.



El mismo director que había realizado la mejor adaptación al cine de una obra de Bertolt Brecht, el que había rodado un ejemplar canto a la solidaridad obrera en Camaradería, el hombre que se exilió al minuto siguiente a la llegada de los nazis al poder y al que Joseph Goebbels jamás se hubiera atrevido a hacer una oferta semejante a la que hizo a Fritz Lang por la inequívoca fama de izquierdista que acompañaba a la vida y la obra de Pabst, de forma sorprendente e inopinada, volvió a Alemania en 1941. El mismo año en que el gobierno de Hitler tenía ocupadas, invadidas o anexionadas Francia, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Dinamarca, Noruega, Polonia, Austria y la mitad de Checoslovaquia y en el que buena parte de los campos de concentración estaban ya funcionando a pleno rendimiento, el director de La caja de Pandora abandonó su exilio y se sumó, con armas y bagajes, al Tercer Reich.

Por mucho que, en un caso así, nos cueste, intentemos hacer un esfuerzo de comprensión, porque es fácil escandalizarse y condenar y difícil separar el grano de la paja. No todo cineasta que se quedó en Alemania durante esos años hizo un cine manifiestamente nazi, ni conviene tirar su nombre a la basura. Pensemos, en primer lugar, en el entonces llamado Hans Detlef Sierck, que inició su carrera como cineasta en pleno régimen hitleriano y no abandonó el país hasta 1937. Ahora bien, aunque no hemos tenido oportunidad de ver sus siete largometrajes realizados en esa época, sabemos que si no se exilió antes fue por las dificultades de su mujer, judía, en obtener un pasaporte; sabemos también que el mismo hecho de convertirse en director de cine fue una forma de buscar una salida del país, dado que su anterior ocupación como director de teatro impedía que su nombre fuese reclamado por ninguna empresa productora lo suficientemente poderosa. Aunque parezca un exceso citar de nuevo al director de Imitación a la vida, sus palabras exactas son muy pertinentes aquí:
Pasé al cine por razones de necesidad política. Comprendí que el cine era el medio internacional por excelencia.
Otro nombre relevante que inició su obra con Hitler en el poder es el de Wolfgang Staudte, el primer cineasta importante de la República Democrática Alemana en la posguerra y posteriormente hombre clave también en la RFA, en la que residió desde 1955. De nuevo tenemos el inconveniente de no haber visto sus películas anteriores a 1945, pero al menos sabemos que en 1933 se le prohibió trabajar como actor durante un tiempo y que dos de sus obras como director fueron prohibidas durante el nazismo  (Ich habe von dir geträumt y Akrobat Schööön!, si mis datos son correctos). 

Sobre Helmut Käutner, que según sus propias palabras decidió seguir rodando en Alemania pero "ignorando al gobierno nazi", baste decir que su primera película como realizador, La manicura del Gran Hotel  (1939), fue censurada por considerarse que daba una visión positiva de la cultura británica, y lo mismo volvió a sucederle con Große Freiheit Nr. 7 (1944), en este caso por mostrar el alcoholismo y la adicción a la prostitución de los marineros alemanes. Y, al menos en la notable Hacemos música (1942), podemos decir que consiguió su objetivo, permitiéndose además hacer una sutil denuncia de la situación bélica del país.

Y para terminar esta relación de nombres, conviene citar el de Josef von Báky, tal vez el más sospechoso a priori porque a él le encargó el mismo Goebbels el rodaje de Las aventuras del barón Münchhausen (1943) para celebrar el 25 aniversario de la fundación de la UFA. Vista hoy esa obra, lo único que cabe es felicitar a von Báky por haber sido capaz de rodar una estupenda e inspirada película de aventuras, sin el menor atisbo de consignas políticas, bélicas o raciales y llena de sentido del humor, imaginación y talento a raudales. 

  
Todos estos casos contrastan con el de Pabst. Porque, al contrario que los citados, él tenía prestigio en todo el mundo, había rodado en Francia y en Estados Unidos y sus posibilidades de elegir país no eran pequeñas. Y porque toda posible elucubración sobre una supuesta infiltración del viejo cineasta socialista en las filas enemigas para subvertir el estado de cosas en Alemania se derrumba después de ver la primera película que rodó en el regreso a su país natal, Los comediantes (1941): se trata de una obra rancia, rígida, acartonada, impostora, lúgubre; los actores declaman sin convicción, las gotas de nacionalismo alemán son ridículas y forzadas; la forma de denigrar al "enemigo", tan absurda que todas las circunstancias que rodean el viaje a Rusia de los protagonistas acaban resultando involuntariamente cómicas; los estereotipos estéticos son vergonzosos, y preferimos no profundizar en ellos o acabaremos haciendo con la memoria de Pabst algo semejante a lo que hicieron los partisanos italianos con el cadáver de Mussolini. 

En definitiva, Los comediantes es una obra tan vulgar y tan ramplona que, más que asombrar, asquea. Tal vez su director pensaba que, al rodar así, se estaba comportando como un verdadero alemán y como un verdadero nacionalsocialista, signifiquen lo que signifiquen tan imbéciles expresiones. En todo caso, después de verla, sólo cabe concluir que Pabst se había extinguido intelectualmente, se había autodisuelto como cineasta. 



Ya en la posguerra y una vez derrotados los ejércitos alemanes, el descrédito de Pabst fue total, con todo merecimiento. El relato de Lotte Eisner de los motivos de su regreso no puede más que sumirnos en el desconcierto: 

Le pregunté que porqué había estado en Berlín durante los sucesos de Múnich, y en Viena cuando estalló la guerra. Me demostró que si estuvo en Berlín fue porque su suegro se encontraba enfermo y murió a resultas de ello en esa misma ciudad –aquí tenía la noticia de su fallecimiento para que yo pudiese comprobarlo. Y lo mismo le había sucedido a su padre en Viena, al principio de las hostilidades. A partir de ahí la mala suerte lo había perseguido: me mostró los billetes de un pasaje que había comprado para él y su familia, que demostraban que su objetivo era llegar a Estados Unidos cuando, de pronto, él se lastimó tratando de levantar un pesado baúl (también guardaba los recibos de la clínica que lo operó). Yo le hice notar con aspereza que en las historias de Edgar Wallace (que Bert Brecht me había recomendado leer, como forma de evasión) el tipo que tenía la excusa perfecta era siempre el culpable…

Esta mala suerte y las demandas de su mujer lo llevaron de vuelta a Alemania, donde rodó películas que nunca más tendrían la fuerza de Camaradería y Westfront 1918.
Todavía en 2007, la peripecia vital del cineasta alemán fue evocada en Malditos bastardos, de Quentin Tarantino. Entre los personajes de Shosanna y Hans Landa tiene lugar este significativo diálogo: 
 
— ¿Cómo es que una muchacha tan joven es dueña de un cine?
— Mi tía me lo dejó.
— Gracias por ofrecer "Una Noche Alemana".
— No tuve opción, pero gracias.
— Adoro las películas de Riefenstahl, especialmente "Piz Palu". Es fantástico conocer una chica francesa que sea admiradora de Riefenstahl.
— Admiración no es el término que yo usaría para describir a Fraulein Riefenstahl.
— Pero admira al director Pabst, ¿no?
— Yo soy francesa, monsieur. Los franceses respetamos a los directores de cine.
— ¿También a los alemanes?
— Incluso a los alemanes.


Para concluir, y a modo de alegoría, saco a colación unas palabras de Encrucijada de odios (1947), de Edward Dmytryk:
Hace unos 100 años, en Irlanda,  el cultivo de patata fracasó. Fue algo serio. Muchos irlandeses vinieron para aquí. Inmigrantes. Su acento era diferente. Su religión era diferente. La mayoría eran católicos. Se asentaron en diferentes lugares. Les gustaba estar aquí. Yo supe de uno de ellos. Había sido granjero. Se quedó en Philadelphia. Trabajó y ahorró para comprar tierra. Se creía un hombre más viviendo en Estados Unidos. Pero de repente un día miró a su alrededor y vio que algo había sucedido.
Le asustó. El temor y el odio contra los católicos irlandeses se esparció como una epidemia. Él vio que ya no era norteamericano. Era un irlandés sucio. Un amante de los curas. Un espía de Roma. Un extranjero tratando de robarles empleos a los hombres. No lo entendía. No sabía qué hacer. No hizo mucho. No podía.
Pero un día, cuando unos hombres atacaron al cura de su parroquia en la calle él fue a ayudarlo. Se las arregló para meterlo en una tienda. Esa noche, camino a casa del trabajo, se detuvo por una cerveza.
Cuando salió del bar
dos hombres lo siguieron llevando botellas vacías de whisky. No querían matarlo. Sólo iban a golpearlo un poco. No empezaron con intenciones de matar, sólo con odio.
Pero 20 minutos más tarde, mi abuelo estaba muerto.
Eso es Historia, Leroy. No la enseñan en la escuela, pero sigue siendo parte de la verdadera historia de los Estados Unidos.
Del mismo modo, toda la miseria moral que acompañó a Pabst y a sus traiciones no se enseñará en ningún lado, pero forma parte de la verdadera historia del cine. 

24 de octubre de 2014

Setsuko


Hace poco más de una semana, hablando de Boyhood, cité a Setsuko Hara, dando por supuesto que es conocida por todo el  mundo. 

Desgraciadamente, no es así.
  
La falsa evidencia venía porque, con mucha probabilidad (aunque sea difícil cuantificarlo), es la persona del mundo del cine, incluyendo directores, actores, actrices, guionistas y demás, en la que más veces pienso y a la que más recuerdo. Pero Setsuko dejó de hacer cine hace más de medio siglo, y su carrera, aunque iniciada a la muy temprada edad de 16 años (en 1936), estuvo en el más alto nivel durante otros 16, desde 1946 (fecha de No añoro mi juventud, primera gran película de Akira Kurosawa) hasta 1962, año de 47 Ronin de Hiroshi Inagaki y, sobre todo, de El otoño de la familia Kohayagawa, de Yasujiro Ozu. Una carrera relativamente breve, toda ella transcurrida en Japón: no es un buen marchamo para la popularidad, ni para la posteridad, al menos entre quienes no tienen a Ozu por el primer cineasta de todos los tiempos.

Los datos fríos dicen que Setsuko Hara nació el 17 de junio de 1920. Es posible que siga viva, pero no tenemos la certeza, como tampoco de su posible muerte. En el primer caso, tendría 94 años. El fallecimiento de Ozu, para el que protagonizó algunas de sus mejores películas (Primavera tardía, Cuentos de Tokio, Principios de verano, Crepúsculo en Tokio, Otoño tardío o la anteriormente citada), marcó el final de la vida pública de Setsuko. Ocurrió del 12 de diciembre de 1963: acudió a su funeral, firmó en el libro de condolencias, por primera vez, con su verdadero nombre (Masae Aida) y pocos días después, anunció su retirada, para siempre, del mundo del cine. Las palabras con las que lo justificó, según las secundarias fuentes que he podido encontrar, se aproximan a lo siguiente: nunca le había gustado hacer cine, era solamente un medio para mantener a su familia y todos los aspectos de su carrera como actriz le parecían irrelevantes.


Y desde entonces, Setsuko desapareció sin dejar rastro. Se cree que se retiró a vivir en Kamakura, donde está la tumba de Ozu y donde se rodó Primavera tardía, pero no podemos ir más allá del "se cree". Lo que sí se sabe es que Setsuko, como Ozu, nunca se casó ni tuvo hijos.

Hablando de esto, no podemos evitar evocar la historia de la película de 1949: el personaje de Setsuko, Noriko, no quiere casarse: prefiere quedarse a vivir con su padre viudo y cuidar de él. Y su padre,  Chishu Ryu, consciente de su edad y del poco tiempo que le queda, no quiere enterrar a su hija en vida con él. El resultado es que la fuerza a casarse y los dos, padre e hija, son infelices para siempre.

Y a partir de ahí, solo queda la especulación. Tal vez Ozu fue esencial para Setsuko y no pudo volver al cine sin él: quizá entre ellos hubo un amor más real que muchos otros amores que sí se consumaron. O tal vez, desde 1963 y tal como se traslucía en su despedida, no haya vuelto a pensar en el cine y guarde un pésimo recuerdo de los rodajes, los estrenos y los personajes en los que siempre representó el dolor callado, el sufrimiento mudo, la gratitud sin esperar nada a cambio, la decencia, la modestia, la antítesis de la fatuidad o del orgullo. En definitiva, la persona maravillosa e imprescindible que no se hace notar más que cuando desaparece y su ausencia produce un dolor lacerante: el mismo dolor que ha producido su ausencia, desde 1963, en la historia del cine.


Buscando rastros de Setsuko, hace poco cometí el error de ver un ejercicio de egocentrismo decadente llamado Tokio-Ga, en el cual Wim Wenders ni se toma la molestia de intentar averiguar algo sobre ella, muy preocupado como está de aderezar su supuesto homenaje a Ozu con planos de las máquinas recreativas en las que desperdicia su viaje a Tokio y en filmar detalladamente cómo se elabora la comida de plástico. No fue un error ver Millennium Actress, de Satoshi Kon, sin duda una buena película, pero por mucho que la protagonista sea una actriz retirada y desparecida, no es Setsuko; ni siquiera se le parece. En la notable y parcial autobiografía de Akira Kurosawa (sólo llega hasta 1950), a pesar de detallar sus conflictos con productores, actores y sindicatos y de hablar del rodaje de No añoro mi juventud, el nombre de Setsuko ni se menciona...

Tal vez todo sea mucho más prosaico. Tal vez Setsuko veía que llegaban el cine de Oshima, Imamaura, Wakamatsu y Terayama, con la explosión de violencia y emociones que Ozu y Naruse siempre habían evitado en sus obras y sentía que no tendría un hueco en la siguiente generación de cineastas, aunque viendo la carrera de Ayako Wakao al lado de Yasuzo Masumura y la de Mariko Okada con Yoshishige Yoshida, cabe suponer que se habría equivocado al pensar así.

O quizá, en los 51 años transcurridos desde su retirada, Setsuko haya pensado más de una vez que aquella no fue una buena decisión y haya hecho suya la frase que dejó dicha Douglas Sirk años después de abandonar el cine en la cúspide su popularidad:
A veces, pensando en mí mismo, me parece que estoy viendo a uno de esos malditos personajes escindidos de mis películas.
y haya sentido "la innegable fascinación de ese lugar corrompido" y la decisión de dejar el cine la haya hecho mucho más infeliz de lo que lo fue durante el tiempo en que se dedicó a él.

Muchos tal vez y ninguna certeza. Quizá, como último "tal vez", se reduzca todo a una historia de amor no correspondido: la de quienes vimos, conocimos y quisimos a Setsuko y la de ella, que no nos quiso a nosotros. Algo tan sencillo y tan doloroso como eso.

                           

13 de octubre de 2014

Zinemaldia 2014 (8): Las huellas de Ozu

Han pasado ya más de tres semanas desde que se inició el Festival de Donostia (y dos desde que finalizó) y sus ecos, lejos de apagarse, van creciendo, aunque tomando distintas tonalidades según algunas películas vistas entonces se estrenan comercialmente, adquieren repercusión o van creciendo en nuestra memoria. Aunque tan cierto como lo anterior es que otros recuerdos o sensaciones del festival van menguando o incluso se desvanecen de súbito, en un duro despertar que a veces se parece demasiado al de la protagonista de Mommy cuando el semáforo se pone en verde y el 1:85.1 se encoge para siempre...

Algo así también sucede en Boyhood, la última gran película de Richard Linklater que pasó a formar parte de Zinemaldia al ser emitida el primera día del festival con motivo de la entrega del premio FIPRESCI Internacional de 2014. Y lo vemos cuando, hacia la parte final, el protagonista, Mason, abandona la modesta casa materna, tal vez para siempre, con una tranquilidad rayana en la indiferencia y su madre, interpretada por Patricia Arquette, llora y se da cuenta de que ahí se termina toda una vida de lucha, sufrimientos y errores: una vida que ahora interpreta inútil, que la conduce a una irremediable soledad y que la convierte, por duro que suene, en material fungible para la siguiente generación. Y ahí es donde, casi sin quererlo, se nos aparecieron de repente Yasujiro Ozu, Chishu Ryu y Setsuko Hara y todo lo que simbolizaron y la película adquirió de repente la trascendencia que hasta entonces parecía faltarle.

Porque durante buena parte del metraje, Boyhood parece una idea excepcional (rodar durante doce años con los mismos actores para mostrar el transcurrir de una vida desde los 6 hasta los 18 años) trasladada a la pantalla con fluidez y sin alardes. Lo estridente, en este caso, es el cambiante entorno familiar al que se enfrenta el protagonista, con un padre en principio ausente y una madre muy desafortunada en sus elecciones sentimentales, a pesar del distinto origen y condición de sus dos sucesivos maridos. Pero todo ello parece dejar pocas señales en Mason, que no deja de transmitir serenidad y madurez y en ningún caso la narración lo conduce por los esperables senderos de la adolescencia conflictiva, de los problemas con el alcohol o con las drogas (la única "borrachera" que vemos es tan leve que a cualquier espectador de edad adulta le costará reconocerla como tal).

                          

Y conforme vamos viendo el transcurrir del tiempo, de forma tan suave que a veces nos cueste darnos cuenta que hemos cambiado de año, notamos ciertas huellas en el cuerpo y la mirada de los protagonistas y en sus actitudes vitales. Por un lado la poca suerte de Patricia Arquette, que primero se casa con un supuestamente encantador profesor de antropología que, en pocos años, vira en un alcohólico sádico del que tienen que huir sin mirar atrás, y posteriormente con joven y poco inteligente ex soldado en Iraq y funcionario de prisiones (y en estos dos personajes vemos que Linklater atiza a izquierda y derecha, a intelectuales y hombres duros, como dos caras de la misma moneda: una autocrítica visión del mundo masculino que en, cierto sentido, lo conecta con Nuri Bilge Ceylan).  Y por otra parte, el errático discurrir de Ethan Hawke, primero como el padre guadianesco que, pese a sus ausencias y su responsabilidad intermitente, tiene una relación de cierta complicidad con sus hijos hasta que su segundo matrimonio y su inserción en una familia religiosa y conservadora marcan su poco estimulante punto de llegada, para decepción de Mason.

La presencia de Lorelei Linklater, hija del director, como la hermana del protagonista no parece, en absoluto, inocente, y tal vez ahí estemos viendo una poco velada autocrítica del cineasta hacia sí mismo y hacia su generación. Frente a unos padres perdidos y desorientados, unos jóvenes sensatos y con las ideas claras, aunque la esperanza de Linklater no es distinta de la que ha existido en todos los lugares y en todas las épocas: que los errores no se hereden y que las faltas cometidas sirvan de ejemplo para los que nos sucedan. Seguramente si Julie Delpy y el Ethan Hawke de Antes del amanecer hubieran visto Boyhood el día en que se conocieron, hubieran estado más convencidos de lo que entonces estaban de la conveniencia de estar separados nueve años y de madurar por separado antes de embarcarse demasiado pronto en lo que el mismo Hawke y Patricia Arquette desgastan casi antes de empezar; o quizá no. Quizá no hubieran concluido nada, al igual que nosotros no podemos concluir de esta notable película más la ligera intuición de que en la vida no hay reglas, que nada se aprende más que sobre la marcha, que la ignorancia no es el punto de partida sino, probablemente, el punto de llegada y que, por mucho que nos empeñemos, somos demasiado olvidables y prescindibles como para pretender dejar huella con el más leve paso que damos. Aunque, pese a todo, alguna vez podamos hacernos la misma ilusión que este poema del olvidado Vicente Escolar:

Ya que tenemos que morir   
que sea pues  
después de haber vivido
 no solos y

 desesperados
como viejos

 románticos

 sino como hombres y mujeres

 híbridos de ser mortal
e inmortal que somos. 


7 de octubre de 2014

Zinemaldia 2014 (7): El hielo en la sangre

Imaginémonos una película que empieza con el primer plano de un brazo. No hay sonido: sólo un silencio muy incómodo. Parece un brazo sano, de una persona joven. De repente, un poderoso cuchillo se acerca a ese brazo y empieza a rebanar filetes. Filetes de brazo. El silencio se torna insoportable. El cuchillo y quien lo empuña, impasibles, rebanan y rebanan hasta que llegan al hueso. Viendo Magical Girl, de Carlos Vermut, podemos tener una sensación parecida a la que nos producirían esos filetes de brazo, con la diferencia de que no vemos ningún filete de carne humana; tal vez sí algún cuchillo, pero de escorzo. En todo caso, los sentimos y los notamos: están muy presentes y no como amenazas, sino como realidades.

Pensemos ahora en una imagen de la lucha de clases en su versión más furiosa, espontánea y desorganizada: como, por poner un ejemplo cinematográfico, la rebelión de los barrios pobres contra el reclutamiento obligatorio en Gangs of New York, de Martin Scorsese, y sus crudas derivadas: ejércitos de insurgentes avanzan hacia las zonas ricas, asaltan las casas, rompen puertas y ventanas, incendian edificios, se hacen con armas y las usan a discreción.

Trasladémonos ahora a la época actual y pensemos en un equivalente: un equivalente muy distinto, eso sí. Nos encontraríamos con un pobre, pero aislado, sin amigos y sin posibilidad alguna de formar parte ni de identificarse con un movimiento social o con una lucha colectiva. Un profesor en paro, hasta hace poco miembro de la clase media, en acelerado proceso de proletarización. Su única compañía: una hija pequeña, enferma de leucemia. Sus únicos contactos: los camareros de los bares a los que acude, de mañana, desde que está sin trabajo. Su mentalidad: la consumista, propia y típica de la clase media, que le hace tener la ilusión de que la mejor forma de luchar contra la gravísima enfermedad de su hija es comprarle un regalo escandalosamente caro. Su forma de conocer los más recónditos deseos de ella: no mediante una conversación cara a cara o mediante una inexistente complicidad entre padre e hija. No. Lo consigue espiando el diario de ella, al modo de quien, para conocer los gustos de la persona a la que quiere y con el fin de abreviar el "trabajo" que le llevaría conocerla, escudriña de arriba abajo su perfil de Facebook.


Pensemos ahora en el estrato social opuesto: una mujer de clase alta. No trabaja: vive encerrada en una gran casa, con las esporádica compañía de su marido, un psiquiatra de prestigio. Además de su marido, es su médico. Sobre todo, es su médico. Su relación tiene muy poco que ver con una pareja de enamorados: él la trata como una niña, y ella, por veces, se comporta como tal. Viste como una presa. En un instante de soledad, y al modo de Shirley MacLaine en El apartamento y de Aura Garrido en Stockholm, un espejo roto nos muestra la medida de su desamparo. Se pasa el día viendo la televisión. Y arrastra un pasado de una brutalidad sin paliativos. 


En un momento dado, esos dos mundos se tocan. En una transparente metáfora, ella empieza vomitando sobre él (literalmente). Pero ese contacto, a la manera de Los canallas de Claire Denis, se torna sexual. Y a raíz de ese encuentro, el hombre pobre hace suya la discutible máxima que preside toda la trama y que verbaliza una camarera en los primeros minutos:

El problema de este país es que es tan corrupto el banquero como el currito.
Atravesada por esa visión de la corrupción y la indecencia como transversales a todos los estratos sociales y por una cierta idea de España (hecha explícita también a través de un parlamento sobre el toreo pronunciado por el peculiar sátiro sádico que responde al nombre de Oliver Zoco) como punto de encuentro entre la pasión y la razón, la película acaba componiendo un relato atroz de los atroces tiempos actuales. Con un magnífico uso de la elipsis (que nos remite, de nuevo, a la imprescindible Los canallas), coronado con un lento, majestuoso y terrible fundido a negro ante una cámara de los horrores que responde al nombre de Puerta del Lagarto Negro; con unas rupturas de plano que recuerdan en su sequedad a Jean-Pierre Melville; con un cavernoso José Sacristán que en la primera secuencia ve cómo un simple juego de manos desbarata su amor por la exactitud y las matemáticas, Magical Girl supone un espectacular salto adelante en la carrera de Carlos Vermut, que consigue pulir todos los excesos de su primer largometraje, Diamond Flash y, sin abandonar sus obsesiones (como la presencia del anime japonés y de un cierto folclorismo, introducidos en sus justas dosis), es capaz de construir una precisa bomba de relojería que nos interpela, nos arrastra y nos sienta como una dura patada en el estómago. Si el cine español no ha sido rápido a la hora de abordar la Crisis con la dureza, la originalidad y la exigencia que la situación merecía, bienvenida sea esa tardanza si da lugar a obras como esta merecida Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.

                              

6 de octubre de 2014

Zinemaldia 2014 (6): De derrota en derrota

Un festival de cine como el de San Sebastián se compone, en buena parte, de grandes momentos, como los que supusieron los visionados de Loreak, Sueño de invierno, P'tit Quinquin, Jauja, Mommy o el de la rumana Morgen, de la que hablamos aquí. O los de Boyhood y Magical Girl, sobre las que esperamos escribir en breve. Pero, por desgracia, no siempre es así. A pesar de que la palabra "festival" parezca invitar inequívocamente a la alegría, durante su transcurso también hay momentos malos, duros, en la que la sospecha adolescente, nunca disipada del todo, de que tal vez no tengas nada en común con el resto del mundo parece hacerse realidad y te preguntas qué estás haciendo ahí, en salas abarrotadas que aplauden películas que solo tú pareces detestar y sacas la conclusión, momentánea pero muy poco agradable, de que tal vez deberías estar viviendo en Marte, con los marcianitos.

En el Zinemaldia 2014 me pasó esto con tres películas. Dos de ellas suscitaron aplausos y algunos entusiasmos y la tercera, por fortuna, no (aunque tampoco la reacción furibunda que, en mi opinión, habría merecido).

  

La primera de ellas, La entrega de Michael R. Roskam, se llevó el premio al mejor guión (para el novelista superventas Dennis Lehane) y supuso la primera gran decepción de la Sección Oficial. Se trata de una película de género, lo cual, a priori, no puede suponer una descalificación: pero no es cualquier película de género. Se trata de una de las más tópicas que hemos visto en mucho tiempo, y transmite la poco estimulante sensación de que se compone de fragmentos de otras películas, reunidos aquí para evitar cualquier sensación de novedad, de sutileza o de ausencia de énfasis. Es un thriller con la mafia de fondo, y en ella los personajes hablan en susurros (al modo de Vito Corleone); su protagonista, polaco y católico, va a misa pero no comulga (es un asesino con remordimientos), y su antagonista, checheno, violento con las mujeres y maltratador de animales, es un compendio de maldad sin matices (a la que se unen la cobardía y los delirios de grandeza). Colateralmente, tenemos a un policía latino que, por su empleo del doble lenguaje y por su observación de las prácticas religiosas de su compañero de confesión, parece saber las claves de la trama desde el minuto uno, pero sólo lo explicita después de que los espectadores hayamos descubierto que "nada es lo que parecía". El romanticismo en sordina del hombre duro (transparente concesión a Humphrey Bogart) y el envilecimiento de las causas nobles, tan frecuente en estos tiempos (en este caso, el amor a los animales utilizado como muestra del corazón de oro de un descuartizador), terminan de componer un cuadro de un interés casi nulo.



 

La segunda película que me trasladó a otro planeta fue Haemoo, ópera prima del surcoreano Shim Sung-bo (anteriormente guionista de Memories of Murder), que en un principio parece que va a transitar por las aguas del drama social, pero tras unos primeros minutos engañosos pronto deviene en una alucinada película de monstruos (en el peor sentido). Un capitán de barco convertido en descuartizador improvisado y cargándose a todos sus hombres de un plumazo, una tripulación en estado de trance colectivo, violencia y sangre efectistas y faltas de cualquier razón narrativa o estética y, para culminar, una historia de "amor" de plexiglás colada de rondón. Resultar difícil catalogar a esta obra tan hollywoodiense y realizada bajo las premisas de la comercialidad a ultranza, tan indiferente a tantas y argumentalmente tan sobrecargada, como "cine"; más bien parece una máquina de hacer dinero, pero será dinero sucio. 


Capítulo aparte merece Murieron por encima de sus posibilidades, y también bastante incredulidad para quienes, hasta ahora, habíamos seguido con curiosidad y a ratos admiración la carrera de Isaki Lacuesta. Por suerte, ya han pasado varios días desde su visionado y la indignación que produjo en un primer momento se ha ido transformando en pena. Lo que Lacuesta parece pretender aquí es un intento de comedia coral, grotesca y satírica a lo Berlanga, pero se queda solamente en grotesca: un ritmo embarullado, personajes que se atropellan, y un humor de trazo tan grueso que resulta imposible reírse, aunque sea del despropósito general (con una excepción, un inspirado monólogo de Albert Pla). Como comedia no funciona, y tampoco como ninguna otra cosa.

Dicho esto, habría que hablar también del componente político de esta película. Además de ridiculizar al 15-M y a cualquier movimiento asambleario, de hacer chanza de la protesta social, de otorgar un amabilísimo trato al principal banquero del país frente a la colección de descerebrados que irrumpen en su trono y de reducir a pensamiento tuit cualquier estadística seria sobre la riqueza y la pobreza en el mundo, la enervante voz en off final completa el largo viaje hacia la ira que supone, como espectador, aguantar estos 100 minutos de infamia. Está en su derecho Isaki Lacuesta de hacer una película abominable y de extrema derecha, de intentar coger el relevo de Mariano Ozores o del último Rafael Gil y pretender hacer algo de taquilla entre el público de ideas diestras y berroqueñas; pero también nosotros en desear con todas nuestras fuerzas que sea el fracaso más sonoro que ha cosechado película alguna en lo que va de siglo. Sería un triunfo de la dignidad.

2 de octubre de 2014

Zinemaldia 2014 (5): Las fronteras de la razón


Poliédrica, poderosamente evocadora, por momentos mitológica, Jauja es una propuesta de primerísimo nivel y con ella Lisandro Alonso, después de varios años de sequía y de ofrecernos varias propuestas de desigual valía, es capaz de situarse como un cineasta de culto en el mejor sentido de la expresión (algo discutible tras el mal sabor de boca dejado con su vacía y muy fallida obra anterior, Liverpool). La cantidad de matices y lecturas que podemos encontrar en Jauja, presente en la sección de Horizontes Latinos del Festival de Donostia (y antes ganador del Premio FIPRESCI de la categoría Un Certain Regard de Cannes), exigen que para intentar desentrañar parte del universo que parece encerrar hablemos con la máxima prudencia, y a ser posible con una interrogación de fondo; aunque no que nos inhibamos ni que nos acerquemos con miedo, porque eso sí sería no hacerle justicia a una obra que nos dice tanto y de forma tan compleja.

La película, para hacer honor a la aparente quietud que refleja, parece que va a transcurrir por los tranquilos senderos estéticos de los planos fijos; y sin embargo, no es así. Además de estar filmada en 1.33:1, los bordes del cuadro son redondeados, como si estuviéramos ante una colección de fotos muy antiguas. Pero la muy llamativa y magistral paleta cromática, obra del director de fotografía finlandés Timo Salminen (el habitual de Aki Kaurismäki) y la gran profundidad de campo, hacen que la mera contemplación de las escenas, por tranquilas y vacías que parezcan, desprenda un halo de fascinación tan significativo como inquietante.



Observando de forma literal a los personajes, sus ambientes y su atmósfera, resulta inevitable pensar en el western: estamos en el siglo XIX, en Argentina, en unas llanuras inmensas y con un pequeño núcleo de militares que luchan contra un enemigo invisible, escurridizo. Es decir: contra un indígena. Esto es: contra todos los indígenas. Hablando claro: están consumando un genocidio, aunque aquí, como en el western tradicional estadounidense, todo quede lo suficientemente sublimado como para no dejar oír más que un eco muy lejano de la disgregación y extinción de comunidades enteras. Pero en Jauja, como en las películas de Albert Serra, no tenemos acción: tenemos tiempos muertos, minutos que pasan lentos bajo la inmensidad del cielo.  Aquí el indígena, el enemigo irreductible y feroz que construyen en su imaginario los protagonistas, toma el nombre de Zuloaga y es el hombre sobre el que todos cuchichean, en voz baja, como si diera mala suerte su mera mención y la de sus supuestas atrocidades.



Otro elemento de interés añadido es la presencia del personaje de Gunnar (Viggo Mortensen) y su hija Ingeborg: dos daneses desubicados, que hablan entre sí en su idioma y apenas él puede comunicarse con el resto de militares en un endeble español. Las expectativas sentimentales de varios personajes en torno a la hija y la posterior fuga de ésta con un oficial joven hacen que el western se vaya diluyendo e intuyamos que nos vamos a sumergir en el drama romántico, en el amor prohibido entre militar y joven de buena familia, en Elvira Madigan o en Diario íntimo de Adela H., pero es una intuición fallida: ella no habla una palabra de español con su amante, Gunnar está perdido y camina sin rumbo y el paisaje se vuelve progresivamente más inhóspito: nos dirigimos directamente al extrañamiento. Y cuando los ecos de la trama parecen apuntar hacia Centauros del desierto, llegamos a las estocadas finales, que nos trasladan, sin brusquedad y en una tranquilidad casi flotante, a los límites del conocimiento, a las fronteras de lo universal, a unos márgenes nebulosos en los que el tiempo transcurre siguiendo unas leyes muy distintas a las de la razón cartesiana y occidental y en donde parecen haber pasado siglos desde el comienzo de la trama. Es entonces cuando la palabra "razón" se ve señalada y son sus excluidos los que se encargan de impugnarla, y el propio Gunnar, en la oscuridad de una cueva, el que asume que ha perdido la batalla y que en el mundo fronterizo su lógica se ha acabado.

Si concluimos que tal vez a esta película le sobre algo, quizás el ambiguo toque onírico final, deberíamos dirigirnos al Samuel Taylor Coleridge que citaran Borges y Godard como posible indicio de que nos equivocamos:
Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y recibiera una flor como prueba de su paso, y encontrara al despertar esa flor en su mano... entonces, ¿qué? 
Entonces, Jauja será la respuesta. 

1 de octubre de 2014

Zinemaldia 2014 (4): Xavier Dolan o el genio latente


Que un crítico de cine haga predicciones sobre el futuro tiene la misma relevancia que un economista que pronostique la tasa de inflación o la subida o bajada del PIB a tres años vista, que un experto en fútbol internacional que hable del futuro campeón de los próximos Mundiales o que una pitonisa llamada Lola que eche las cartas y diga que te espera el amor en una esquina o tal vez el odio en un bar de copas. Exactamente: ninguna relevancia. Cualquier cineasta puede decidir, en un momento de su carrera, que ya está bien de hacer cine y que lo que quiere es  ganar dinero (como, valga la extraña comparación, Pedro Lazaga o Zhang Yimou); o que ya está bien de tanto dinero y por qué no dedicarse a hacer cine (como Takeshi Kitano); o que, en algún momento y por las circunstancias que sean, se le fundan los plomos y empiece a vagar errático por diversos artefactos de nula significación cinematográfica (como Julio Medem o Kim Ki-duk).

Dejando esto claro, hay en el mundo del cine un nombre que parece destinado a dejar una profunda huella en la historia de este arte durante las próximas décadas. ¿Qué cualidades tiene Xavier Dolan que nos hagan decir esto? En primer lugar, su juventud y energía: con 25 años y desde 2009, ha dirigido cinco largometrajes; en todos ellos, además de realizador, guionista y montador, se encarga del diseño de vestuario (y no de cualquier manera). En segundo lugar, su ambición y su falta de sentido del ridículo: Laurence Anyways dura casi tres horas, Mommy sobrepasa ampliamente las dos y en Yo maté a mi madre, Los amores imaginarios y Tom à la ferme interpreta papeles protagonistas (especialmente inspirado en esta última); y en todas ellas hay unos argumentos abigarrados, delirantes por veces, locamente melodramáticos y en algún caso, encerrados en los más estrictos estándares del género (como el thriller en Tom à la ferme).




A Dolan tampoco parece importarle el incluir conocidísimas y poco prestigiadas músicas en sus bandas sonoras: en Tom à la ferme los evocadores y nocturnos créditos finales son acompañados del Going to a town de Rufus Wainwright; en Mommy suenan el Blue (Da Ba Dee) de Eiffel 65 y, en dos de los momentos cumbres de la trama, el Wonderwall de Oasis y On n'e change pas de Celine Dion, instante que aprovecha Dolan para alejar la cámara y poner a bailar y a disfrutar a sus tres desdichados protagonistas, por momentos asfixiados dentro del estrecho espacio que les deja el formato de 1:1 que el cineasta quebequés ha escogido para la ocasión.

Porque otra sus cualidades es la osadía. Si ya en Tom à la ferme había saltado en escenas del 1.85:1 al 2.35:1 (y nunca de forma caprichosa, siempre atendiendo a necesidades de la trama), aquí se lanza a un formato más estrecho que el tradicional 1.33:1 y da la razón al Fritz Lang que criticaba la generalización del 16/9, que según él sólo servía para filmar "entierros y serpientes". Desde los años 50, con la invención del CinemaScope -primero con el muy alargado 2.55:1 (en La túnica sagrada, de Henry Koster)- y posteriormente con el hoy generalizado 1.85:1 (aunque en este festival de Donostia, el más habitual ha sido el 2.35:1), parecía que el 1.33:1 había quedado relegado para ciertos productos televisivos; pero cuando ya hasta las series de televisión, atentas a la evolución del formato de televisores y ordenadores (que en los últimos diez años han virado por completo hacia el 1.85:1) abandonan este formato,  Dolan nos muestra que dicha elección no era en absoluto la única posible.

El cine podría haber transcurrido en vertical y no en horizontal y en Mommy tenemos una notable muestra de ello: la adecuación de los primeros planos al cuadro es total, las vidas asfixiantes y claustrofóbicas de los tres desdichados protagonistas y el poco espacio de libertad que la vida les concede se ven reflejados con una fidelidad que resulta difícil imaginarse esta película en otro formato.



En el último festival de Cannes, llamó la atención la presencia de Dolan al lado de la de Jean-Luc Godard, 59 años mayor; ambos compartieron el Premio del Jurado y se intercambiaron sus pullas (el cineasta francosuizo dijo sobre Mommy : "No iría a verla" y habló de "un director joven que hace una película vieja"), pero el comienzo de esta película, con un accidente de tráfico rodado con planos cortos y brevísimos que contienen encuadres extraños y caóticos, nos remite al Godard más hermético (el de los 80) y nos presenta de forma ejemplar a la conflictiva madre y la odisea que le espera con su joven y violento vástago. La película explota esporádicamente en arrebatos de violencia que, como búfalos en estampida, arrasan por completo cualquier anterior momento de tranquilidad, de construcción tranquila de un pequeño nido con la compañía de la asustada y tartamuda vecina, otra mujer perdida que por momentos es una pata más de la inestable e improvisada comunidad familiar que se va encaminando hacia el fracaso pero, como el cine en horizontal, no estaba predeterminada para ello.

                   
Y aunque en dos ocasiones (de los minutos 80 al 84 y del 110 al 114) Dolan ensancha la pantalla hacia el 1.85:1 como reflejo de falsas ilusiones, es al cortarlo en seco cuando nos concede el momento más duro de la película, cuando la madre protagonista sueña un bello futuro de estudios brillantes, boda y carrera profesional prometedora en un montaje trepidante y todo se interrumpe de la forma más seca y descorazonadora y nos traslada de nuevo el mensaje de que la vida transcurre en 1:1 y nunca dejará de transcurrir de esa forma. Esperemos, sin embargo, que por todo lo dicho y contradiciendo a Mommy, la carrera de Dolan pueda saltar del 2.70:1 al 0.80:1, se ensanche y alargue todo lo que promete y consiga dar esos grandes saltos de los que nadie como él parece capaz.

30 de septiembre de 2014

Zinemaldia 2014 (3): El odio subterráneo



La evolución de la obra del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan parece seguir el mismo ritmo interno que sus dos últimas películas: una carrera larga, cuidada, en crecimiento constante y lento pero tan sustancial como el movimiento de placas tectónicas. Es posible que después de Sueño de invierno siga teniendo sus detractores, habrá quienes le sigan ignorando, a quienes les provoque aburrimiento o indiferencia: pero será difícil encontrar a quien me pueda convencer de que no hay ahora mismo un cineasta europeo más importante y ambicioso, más consciente de las miserias humanas y que sepa reflejar mejor la distancia entre las expectativas vitales y las mediocres realidades a las que dan paso; que haya digerido mejor influencias tan complejas como las de Ingmar Bergman y sobre todo y en este último largometraje, Shakespeare -presente en el título y en multitud de detalles- y Chejov -el protagonista parece sacado de Una pieza inacabada para piano mecánico- y que sea capaz de, en un largometraje de tres horas y veinte minutos, mantener a una sala abarrotada como la del Kursaal 2 sin apenas deserciones ni bostezos y en un silencio sepulcral y con un prolongado aplauso final como colofón.

Sueño de invierno es una película clara como el agua y tan parsimoniosa que, con toda la calma que exige la zona retirada de la Anatolia central en que transcurre y la vida apartada y por momentos monótona que llevan sus protagonistas, tarda una hora larga en descubrirnos los conflictos que minan la existencia del protagonista y de las dos mujeres que le rodean. Y ello después de un significativo viaje en coche interrumpido violentamente por una pedrada y varias conversaciones largas y aparentemente intrascendentes, en las cuales se va intuyendo un sentimiento subterráneo que, al contrario que en Loreak, es el odio y no el amor.


Lo significativo es que, como viene siendo habitual en el cine último de Ceylan, el protagonista es un ser inconsciente del daño y el odio que suscita a su alrededor. Al igual que el juez de Érase una vez en Anatolia y que el protagonista que (en un gesto de autoinculpación poco habitual) interpretaba él mismo en Los climas (con su mujer y coguionista Ebru Ceylan como víctima de su insensibilidad), el exactor que ahora regenta el Hotel Otelo y que es propietario de multitud de casas en la zona sonríe desdeñoso ante los reproches que le van dirigiendo el imam pobre que ha tenido que ver cómo le embargan una nevera y una televisión por impago,  su propia hermana que vive enterrada en vida a su lado y que añora el desastroso matrimonio que al menos le permitía algo de independencia, y por último y como detonante del fin de la ceguera del protagonista, su mujer, una joven que vive en un ala del hotel con relativa independencia y dedicada a labores de filantropía.

A esta insensibilidad, como decimos tan común en los protagonistas de Ceylan, se le añade un elemento sacado de la más pura estirpe chejoviana, que ya veíamos en parte en otro personaje de Érase una vez en Anatolia (el forense) y que tan bien describía Ricardo Piglia en su novela Respiración artificial:
Un hombre que no tiene quizás todos los dones, pero sí muchos, incluso bastantes más que los comunes en ciertos hombres de éxito. Tiene esos dones, y no los explota. Los destruye. De modo que, en realidad, destruye su vida. Hay muchos en todos lados, pero algunos de ellos son hombres muy interesantes, sobre todo cuando han empezado a envejecer y se conocen bien a sí mismos.
Sueño de invierno nos muestra sutil y ejemplarmente la forma en la que Aydin (el protagonista) se va conociendo a sí mismo y su estéril presente, su nulo futuro y su fallido pasado. Es un escritor que prepara un libro "grueso e importante", como le revela a uno de sus inquilinos, pero que no ha escrito una línea más allá del título; que se pavonea de crear opinión pero que escribe artículos de tercera en una hoja local; es un hombre rico que vive de rentas, pero ni siquiera conoce a sus inquilinos y manda a tratar con ellos a un perro de presa que le hace el trabajo sucio; es un exactor que ha interpretado obras de Shakespeare, pero su mayor recuerdo del mundo de la actuación es haber cruzado accidentalmente unas palabras con Omar Sharif; es un aspirante a intelectual que no deja de hablar de sus múltiples virtudes, pero, como le reprocha su mujer, las usa como forma de humillación a los demás y desprecia a los creyentes por crédulos y a los no creyentes por faltos de espiritualidad; a los jóvenes por ingenuos y a los viejos por acabados.


La cámara no deja de mostrarnos esta realidad, aun antes de que él mismo sea consciente de ella: en los planos de paisajes (de gran belleza) hay un uso casi abusivo de la profundidad de campo, pero cuando Aydin está presente el fondo está inequívocamente desenfocado. En el plano anterior a los créditos iniciales, el protagonista está mirando por una ventana; hay luz, pero no le ilumina a él y la cámara se va acercando, desde atrás, hasta alcanzar su cabeza y fundir a negro. Dos horas y media después, tras la última y durísima ristra de reproches de su desesperanzada mujer, volvemos a verlo junto a una ventana, esta vez mirando hacia dentro, en la estación de tren en la que se dispone a viajar a Estambul para no volver y el sol le ilumina desde atrás; ya no mira hacia afuera, sino hacia dentro, pero ya no vive en la oscuridad.

En una película tan llena de silencios como ésta, cobra especial sentido el importante trabajo de sonido, que en cuatro momentos clave rompe de forma estruendosa: una pedrada en la furgoneta que conduce al protagonista, una bofetada al desdichado sobrino del imam al borde del desahucio, unos billetes que van a parar al fuego y un disparo a un inofensivo conejo, última hazaña con la que el protagonista parece definitivamente volver atrás después del arranque de orgullo en el que parecía atreverse a empezar de nuevo y a liberar las energías malgastadas, con la liberación de un caballo como símbolo.


Tal vez el mayor riesgo de una película que alude de forma tan evidente a Bergman (las conversaciones furiosas que irrumpen en la calma aparente nos remiten a Los comulgantes y a Fresas salvajes), a Shakespeare y a Chejov sea el de intentar transparentar demasiado estas influencias y atiborrar la obra, de forma que se indigeste por exceso de ilustres. La paródica cita final del protagonista:
Me levanto por la mañana con grandes planes y me paso el día sin hacer nada.
previa a un vómito y en plena y catártica borrachera, espanta definitivamente ese riesgo y nos muestra que, en el fondo, el mismo Nuri Bilge Ceylan no se siente alejado de su protagonista; sabe que no es ninguno de los grandes autores a los que cita, pero es capaz de escribir una carta bajo la nieve para decir afligido: "seré tu criado, seré tu esclavo"; es el mismo Levent que nos advierte que antes era tartamudo y por eso ahora habla demasiado; es el mismo hombre que huye de la empatía, de la paternidad, de la felicidad, como el forense de Anatolia que se miraba al espejo y se veía solo y acabado; es el mismo  que le pide perdón a la sufrida Ebru Ceylan y que, como decía Jordi Costa, transparenta la violenta brecha entre lo masculino y lo femenino; y el que solo es capaz de ver a través de espejos, cristales y ventanas, sabiendo el mundo exterior y él están trágicamente separados. Es, en definitiva, un cineasta trascendente.