Si existe una conclusión, de las muchas a las que he creído
llegar durante años de dedicación absorbente como espectador, sobre la que
apenas me caben ya dudas es la de que en el cine no hay que tener prejuicios.
Hay cineastas que en los primeros acercamientos parecen infernales y sádicos y
luego se revelan cálidos y humanos; otros que en un principio parecen dedicados
a rodar el vacío, enfocar los dientes y contar la nada y al cabo de unos años,
sabemos que ruedan el mundo, enfocan la vida y nos cuentan lo que ningún
familiar, profesor o amigo nos habían sabido enseñar. No citaré los nombres de
los dos cineastas a los que me refiero, para que no queden demasiado en
evidencia mis pobres comienzos como cinéfilo: pero sí citaré otro nombre, el de
Takeshi Kitano, cuya pésima carta de presentación (Takeshi’s Castle, un paupérrimo programa de televisión que formó parte de los inenarrables comienzos de la
Telecinco de Berlusconi en España bajo la xenófoba traducción de Humor
Amarillo) auguraba cualquier cosa menos la maravillosamente lírica Dolls que fue capaz de pergeñar quince
años más tarde, o el melvilliano díptico yakuza Outrage, monumento a la sobriedad, que rodó a comienzos de la
presente década entre una incomprensible indiferencia.
30 de noviembre de 2015
12 de noviembre de 2015
Buñuel, Stalin y los manifiestos dadá
Hace no demasiado tiempo, sostuve una breve discusión por
Twitter acerca del stalinismo: de quiénes, cuándo y por qué habían defendido la
derivación más déspota del comunismo, y de qué forma se los podría juzgar en la
actualidad. La conclusión que saqué del breve intercambio es que el stalinismo,
con más intensidad que el comunismo en general, es considerado hoy una especie
de alucinación demoníaca, y sus seguidores, personas de mentalidad totalitaria
que merecen una rotunda condena política, en el caso de que nos tomemos en
serio sus posiciones al respecto; en el que no, una especie de infantiles y
despistados personajes, totalmente iletrados en lo que respecta a las materias
de la ciencia política.
Hay razones para pensar así, pero el problema es cuando
descendemos a los nombres concretos a los que podemos imputar esta acusación:
no fueron tan pocos, ni tan irrelevantes, ni los motivos por los que se
adhirieron, en algunos casos de forma acrítica, a la causa stalinista hasta en sus aspectos más sombríos (incluyendo los procesos de Moscú de 1936 y 1938, el pacto
nazi-soviético, las purgas posteriores a la II Guerra Mundial en los países
sovietizados de Europa del Este) pueden reducirse a una misteriosa alucinación,
o a alguna incomprensible inclinación a la maldad. Pensemos en Bertolt
Brecht y en Dashiell Hammett: sobre el primero, se han vertido ríos de tinta y hay
quienes le reprochan, en sus últimos años, su carácter de “autor oficial” en la
República Democrática Alemana. Lo que, en otras palabras, vendría a significar:
su stalinismo le produjo beneficiosos réditos. Pero no fue así cuando se exilió
en Hollywood: su militancia le ocasionó la expulsión de la industria del cine y
de Estados Unidos, cuando su situación vital no era exactamente privilegiada,
como la de casi ningún comunista alemán de la época. Y sobre Dashiell Hammett
se podrán decir muchas cosas, pero desde luego no que se adhiriese al
stalinismo por beneficio personal: su militancia lo condujo a la cárcel y
arruinó su carrera.
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