31 de agosto de 2019

Lágrimas y subversión


Llego, ¿por casualidad? (no: llego gracias al blog Cine de Japón, producto del ejemplar esfuerzo de Álex Martín Vidal, el mismo con el que ha convertido Reviviendo Viejas Joyas en la mayor joya de la red cinéfila española, y todo ello sin tener una particular vocación cinematográfica: sencillamente, por amor a la divulgación), a la película de Yasujiro Shimazu Okayo no kakugo (cuya traducción literal sería La preparación de Okayo), de 1939, sin más referencia que la de haber relacionado el arcano nombre del cineasta con una extraña mezcla entre Yasujiro Ozu y Hiroshi Shimizu (idea ésta, de tan burda, que no merecería ser mencionada) y el haberle visto mencionado, de pasada, en el no muy inspirado libro Yasujiro Ozu. El tiempo y la nada, de Jordi Puigdomènech, Carlos Giménez Soria, Andrés Expósito y Alfons Mas. Yasujiro Shimazu murió en 1945 y poca información se puede encontrar de él más allá de su entrada en la Wikipedia. Según imdb, dirigió 103 películas entre 1921 y 1944 y Okayo no kakugo, de 1939, parece ser la más reciente de todas ellas que se conserva, y no en óptimas condiciones. Constato, de nuevo, que seguramente no exista, en términos de patrimonio cinematográfico, una pérdida de mayor calado que la desaparición de un altísimo porcentaje de la producción japonesa anterior a 1945. 

A un nivel superficial, nada en Okayo no kakugo parece subversivo; o, al menos, nada en ella parece contradecir los valores predominantes del Japón del momento. Su protagonista masculino, Shunsaku, escoge concertar un matrimonio con Haruko, una mujer conservadora (descrita elogiosamente como "muy dócil") de familia reaccionaria, y este hecho parece ser la mayor prueba de su ejemplaridad, de la que por lo demás se diseminan abundantes pistas durante su ajustado metraje (56 minutos): pretende ser el paradigma del hombre japonés modélico del período imperial, y así es descrito y admirado por sus semejantes.

La protagonista femenina, Okayo, aspirante a bailarina profesional, parece ajustarse también a los cánones de la mujer japonesa de la época: modesta, poco dada a exteriorizar emociones, consciente del limitado papel que el mundo que la rodea le va a conceder; en definitiva, una Setsuko Hara avant la lettre. En el ortodoxo ensayo de la hispano-nipona Jideko Sellés Óguino de Vidal El Japón (1929) se teoriza el modelo de esta cruda manera:
La mujer japonesa es virtuosa, amable, resignada, paciente, exquisita y de una belleza—aunque exótica para las normas de Occidente—delicada, sutil, un tanto etérea, como las graciosas figulinas de sus hornos, cuajadas más que con caolín, con suspiros.
Sin embargo, todo este andamiaje, tan sólido como para sostener a un agresivo imperio militar con pretensiones supremacistas sobre el resto de Asia y por entonces dueño de Corea, Manchuria, Mongolia interior y Taiwan, se viene abajo en una secuencia de seis minutos, entre el 32 y el 38. En ella, la señora de Shinyodo, madre del protagonista Shunsaku, visita a la profesora de baile de Okayo en presencia de ésta. Okayo se traslada a otra habitación, pero, en segundo plano, escucha toda la conversación. La señora de Shinyodo ha venido a escuchar la disponibilidad para casarse con su hijo de Haruko, también alumna de la profesora de baile, a lo que Okayo reacciona de esta forma:
















En 1939, en el cine japonés no se llora y las mujeres japonesas se resignan, pero durante cuatro minutos más, la cámara no dejará de seguir el dolor y la desesperación de Okayo, su desamor y su derrota, sus lágrimas  por un hombre al que apenas conoce y que apenas le ha ofrecido una amable conversación.














De esta manera, de forma súbita e imprevista y en mitad de un mediometraje mal conservado de un director muerto y olvidado, la ideología del Japón imperial se disuelve y se derrumba y la subversión más prístina se adueña de las imágenes. La encargada de hacerlo sobrevivirá al olvido, al fin del Japón imperial y a la larga sombra de su efímero marido, Hiroshi Shimizu (1927-1929) y de su futuro y obsesivo director fetiche, Kenji Mizoguchi: es Kinuyo Tanaka, que ya en 1929 protagonizaba películas nada complacientes a las órdenes de Yasujiro Ozu y que, finalmente, entre 1953 y 1962, alumbrará una notable carrera como cineasta, capaz de refulgir hasta en la carta blanca de uno los cinéfilos más exhaustivos e irreprochables con los que nos hemos podido topar.

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