Si existe una conclusión, de las muchas a las que he creído
llegar durante años de dedicación absorbente como espectador, sobre la que
apenas me caben ya dudas es la de que en el cine no hay que tener prejuicios.
Hay cineastas que en los primeros acercamientos parecen infernales y sádicos y
luego se revelan cálidos y humanos; otros que en un principio parecen dedicados
a rodar el vacío, enfocar los dientes y contar la nada y al cabo de unos años,
sabemos que ruedan el mundo, enfocan la vida y nos cuentan lo que ningún
familiar, profesor o amigo nos habían sabido enseñar. No citaré los nombres de
los dos cineastas a los que me refiero, para que no queden demasiado en
evidencia mis pobres comienzos como cinéfilo: pero sí citaré otro nombre, el de
Takeshi Kitano, cuya pésima carta de presentación (Takeshi’s Castle, un paupérrimo programa de televisión que formó parte de los inenarrables comienzos de la
Telecinco de Berlusconi en España bajo la xenófoba traducción de Humor
Amarillo) auguraba cualquier cosa menos la maravillosamente lírica Dolls que fue capaz de pergeñar quince
años más tarde, o el melvilliano díptico yakuza Outrage, monumento a la sobriedad, que rodó a comienzos de la
presente década entre una incomprensible indiferencia.
A pesar de ello y por diversos motivos, las sagas cinematográficas, y especialmente las que alargan durante décadas, nunca me han parecido muy propicias para dar lugar a alguna película memorable: en muchas ocasiones, su continuidad parece un gesto meramente mecánico de los dueños del nombre, de los personajes y de las tramas para proseguir una alianza con la comunidad de fans que, por diversas circunstancias, relacionadas a veces con el puro azar, se formó hace tiempo con el suficiente ruido como para ser atendidos mediáticamente cada vez que surge la más pequeña excusa para ello.
Esbozada esta generalización, añadámosle las excepciones
pertinentes, hasta que sean tantas que la generalización quede invalidada. De
momento, en uno de los casos más señeros, no hay desmentido a esa teoría: los
prejuicios pueden llevarme a manifestar mi nulo interés por la saga Star Wars, y mi perplejidad al ver en
redes sociales compras de entradas con dos meses de antelación para el día del
estreno, en sesión de madrugada. Pero, después de haber visto por primera vez
las tres primeras películas de dicha saga hace pocas semanas, mi interés sigue
siendo nulo, y mi estupor el mismo, aunque ahora ya no sea a causa de los
prejuicios.
La excepción más rotunda llega a través de otra serie de
películas, producto de la guerra fría y de unas novelas de dudoso calado
literario, por más que Raymond Chandler confesara su extraña predilección por
ellas. Lo que ha sucedido con las películas de James Bond durante los últimos
diez años, desde que Daniel Craig ha cogido las riendas del personaje y,
especialmente, desde que Sam Mendes se ha puesto al frente de la franquicia, ha
roto cualquier prejuicio acerca de una saga que parecía cansada, destinada a
extinguirse, tan anacrónica como la rivalidad entre el bloque capitalista y el
soviético durante el cual nació y confiando su evolución a viejos galanes de la
televisión más añeja, como Pierce Brosnan, que dio lugar al punto más bajo de
un personaje que parecía no poder dar más de sí. Aunque conviene aclarar que,
como producto de la guerra fría, no era James Bond un personaje convencional,
ni adoctrinador, y el desdén irónico que prevalece en el tono de algunas de sus
primeras películas (como 007 contra el
Doctor No o Goldfinger) apuntan
más a un descreimiento desmitificador que a un estruendo discursivo contra “el
imperio del mal”, en expresión salida de boca de un presidente criminal y que
hizo fortuna gracias, en buena parte, a la citada Star Wars, ésta sí combatiente inequívoca de la guerra fría.
¿Cómo describir los cambios que ha experimentado James Bond
en sus últimas películas? ¿Cómo explicar que un cineasta del calado de Jaime
Rosales incluyera entre sus diez favoritas de la década Casino Royale? Se ha hablado de “complejización psicoanalítica”, "densidad emocional", "reformulación"…
Lo cierto es que, más allá de cualquier otra cuestión, la llegada de Skyfall, calificada por Jordi Costa
como “catedral bondiana”, supuso el salto de definitivo del personaje creado
por Ian Fleming a una categoría muy distinta a la que estuvo encuadrado durante 40 de sus 50 años de existencia cinematográfica. El comienzo de esta película, una tour de
force de veinte minutos en Estambul, es una de las expresiones más prístinas de cine desatado, desaforado, desencadenado, liberado de corsés
argumentales, de verosimilitud y de ritmo y se constituye en lo que aquí
entendemos como el cine más puro: aquel que arrasa cualquier tipo de paratexto,
de prejuicio y de discurso y se pone sin más al servicio de un batallón de imágenes
que avanzan conquistando a cualquier espectador escéptico, hasta alcanzar un
clímax que tal vez sea uno de los momentos culminantes del cine en la presente
década: el momento en el que lo inimaginable sucede (y nos lo creemos), los
créditos aparecen, la voz de Adele nos informa que “this is the end” y las profundidades abisales se tragan al que parecía inmortal.
Son esas características que vimos en el comienzo descrito
las que hemos detectado, de nuevo y de
forma más constante, en gran parte de Spectre,
a pesar de un comienzo necesariamente menos inspirado y a pesar de que la
acogida al nuevo largometraje ha sido mucho más fría y desigual. Algo
importante ha cambiado desde Skyfall,
y es que ya no vemos a un actor encarnando a 007 como podría formar parte de un
telefilme de sobremesa o de una comedia fácil; ahora vemos la inexpresividad
del rostro de Daniel Craig, su forma de interpretar a través de miradas de
acero o de agrado, de tenues sonrisas o de tensión corporal, y recordamos,
aunque sea abusivamente, a los modelos bressonianos o a algún personaje de
Kaurismäki, y entonces sabemos que los esquemas previos se han roto: los prejuicios,
una vez más, se han revelado inútiles, y debemos tratar a Spectre como
una obra mayor; sabemos que la caída de Bond en el sofá de una casa en ruinas tras una explosión puede producir goce,
hilaridad o desconcierto, pero es parte necesaria de un artefacto narrativo de
primera línea, del mismo modo que la aparición, de la nada, de una lancha
cruzando el Sena, de una pelea en un helicóptero, de una inverosímil huida de
un coche o de una convencional seducción a
un personaje femenino que dos planos antes estaba decidida a matar al
protagonista no son ya “más de lo mismo”: han accedido al olimpo
cinematográfico, o bien el olimpo ha descendido y ha acogido a Bond en su seno.
Si
discursivamente Spectre se articula en torno a la denuncia de la privatización de la seguridad, la
infiltración mafiosa en los gobiernos como origen de los planes de vigilancia
omnívora de las comunicaciones y la defensa de una democracia en la que
eslabones oscuros como 007 vendrían a ser paradójicos elementos discordantes en el pavoroso
estado de cosas que se avecina, también se configura alrededor de otra serie de ingredientes de primera clase: una actriz de
la categoría de Léa Seydoux, que lejos de hacer un papel alimenticio o menor (algo
que parece imposible para esta estrella del cine francés, cuya presencia en el plano parece ser capaz de
conmover a una catedral) suma otra película memorable a una lista que encabezan
La belle personne y La
vida de Adèle; otra larga e incontestable secuencia inicial con los mortuorios aquelarres del carnaval del Día de los Muertos en México DF no de fondo, sino como presencia real y no festiva y que
nos remiten a las máscaras y al barroco wellesianos (del mismo modo que los créditos iniciales de Skyfall nos trasladaban a la secuencia de los espejos de La dama de Shanghai); con los secundarios -en particular Q y Moneypenny- que, desde Casino Royale han ido desarrollando una rica complicidad con el protagonista, dándole
una presencia más auténtica, compleja y vívida; y, como elemento tampoco menor, la majestuosa banda sonora de Thomas Newman, que ejerce las necesarias rimas musicales con los orígenes de la saga.
Por todo ello, en nuestra memoria cinéfila el nombre del agente secreto ya no puede ser asociado a productos como 007 contra el Doctor No o Goldeneye, a la defensa del status quo conservador, o a actrices o cantantes del cariz de Ursula Andress o Tina Turner. Ahora la asociación de ideas sobre James Bond tiene que hacer una cala en nada menos que Robert Bresson, que en una entrevista fue preguntado provocadoramente sobre su opinión acerca de la entonces última película de la saga y contestó:
Fui a ver For Your Eyes Only, de John Glenn, porque mis sobrinas me pidieron que las llevara al cine. Yo quería ver James Bond. Me maravilló por su lenguaje cinematográfico. Es lo único que me interesa en este momento, porque no se ve en ningún sitio. Fue magnífico. Y si hubiera podido verla dos días seguidos lo habría hecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario