26 de abril de 2016

Una lucha que durará por toda la eternidad

Una de las más recientes biografías del revolucionario ruso León Trotsky, El revolucionario indomable (en la traducción española, editada por Península), Joshua Rubenstein se hace eco de un artículo del investigador William Chase en el se pone sobre la mesa la disposición del fundador del Ejército Rojo a colaborar con el FBI y con el senador estadounidense Martin Dies, presidente del Comité de Actividades Antiamericanas (o HUAC, por sus siglas en inglés) entre 1938 y 1944. En concreto, en otoño de 1939, cuando Trotsky intentaba conseguir por todos los medios un visado de entrada en los Estados  Unidos (dada la precaria situación de su asilo en México), el propio comité contactó con él y las autoridades consulares norteamericanas recibieron como respuesta el ofrecimiento de información sobre el funcionamiento del stalinismo y sus agentes a ambos lados de la frontera.  Este conato de colaboración se produjo en unas circunstancias extremas para Trotsky, en las que su vida corría peligro, las amenazas de atentados eran continuas –incluso por parte de intelectuales de reconocida influencia, como el muralista David Alfaro Siqueiros- y, en efecto, finalmente se consumaron en forma trágica, a través del agente del NKVD procedente del comunismo catalán Ramón Mercader. Y aun así, el conocimiento de este hecho parece enfangar todavía más el turbio episodio del desgraciado paso del mencionado comité por la industria de Hollywood durante la Guerra Fría y de la ruina moral que puso fin a la mejor época del cine estadounidense, a raíz de que algunos de sus protagonistas se prestasen a poner fin a la carrera de algunos de sus compañeros a cambio de impunidad.



Atendamos ahora a las célebres palabras que Orson Welles pronunció sobre este asunto, en una entrevista concedida a Juan Cobos, Miguel Rubio y Juan Antonio Pruneda en 1965:
De mi generación somos muy pocos los que no hemos traicionado nuestra postura, los que no dimos nombres de otras personas. Esto es terrible. Y uno no se recupera de ello. No sé cómo se puede recuperar uno de semejante traición, que difiere enormemente de la de un francés, por ejemplo, que fue delator de la Gestapo para poder salvar la vida de su esposa; es otro tipo de colaboración. Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas. Y no hubo unas derechas americanas en mi generación. No existían intelectualmente. Sólo había izquierdas y estas se traicionaron. porque las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy; fueron ellas mismas las que se demolieron, dando paso a una nueva generación de nihilistas. Esto es lo que sucedió.
Parece obvio que Trotsky no tenía piscina alguna que defender, y su aparente disposición a colaborar con el mencionado senador demócrata por Texas (definido por Freda Kirchwey, en un artículo publicado en The Nation, como “el órgano unipersonal de la Gestapo de Texas”) encaja mucho mejor en la primera categoría de las dos que menciona el director de Sed de mal. Orson Welles no fue llamado a declarar por el Comité, pero sí fue investigado y se le consideraba “uno de los destacados y compañeros simpatizantes del Partido Comunista” en Hollywood, por ser miembro de algunas organizaciones en el punto de mira del FBI: el Comité Americano para la Protección de los Nacidos en el Extranjero, los Amigos de la Brigada Abraham Lincoln o el Comité Demócrata de Hollywood, entre otros. La circunstancia de que Welles hubiera sido un notorio partidario del presidente Franklin Delano Roosevelt, participando en su última campaña electoral (en 1944) como uno de sus más destacados propagandistas entre la intelectualidad, no arredraba al comité a asimilarlo junto a partidarios del stalinismo; el hecho de que en las elecciones de 1948 se pronunciase a favor de Henry Wallace, ex vicepresidente con Roosevelt pero también candidato apoyado públicamente por el Partido Comunista y algunos intelectuales europeos de izquierdas, además de por otros destacadas figuras de Hollywood como Charlie Chaplin, Gene Kelly o Katharine Hepburn, no ayudó a que mejorase su reputación entre los conservadores de los que se rodeó un presidente como Harry S. Truman, que además de ser responsable del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki había sido capaz de decir en 1942:

Si Alemania tiene ventaja hay que ayudar a los rusos, y si la  Unión Soviética gana terreno hay que ayudar a Alemania, para que se maten unos a otros lo más posible.
Aunque siempre se ha hecho hincapié en las razones artísticas de la emigración de Welles a Europa, las razones políticas fueron, como mínimo, igual de importantes. Años después, por razones que desconocemos y en el libro Mis almuerzos con Orson Welles, de Henry Jaglom, el autor de Ciudadano Kane negaría, en contra de las evidencias, haber apoyado a Wallace.



Volvamos ahora a 1939 y al exilio de Trotsky en México, en el cual, a pesar de su delicada situación no descuidó las relaciones con el mundo intelectual y en concreto con el mundo de Hollywood, en el que tuvo a un famoso seguidor: un actor, rumano y judío, emigrado a Estados Unidos junto a su familia tres décadas antes y cuyas relaciones con la izquierda incluyen al trotskista Socialist Workers Party; se trataba de Edward G. Robinson, que además de haber alcanzado prestigio por sus papeles de gángster, protagonizó en ese mismo año una de las primeras películas netamente antinazis realizadas en la industria del cine estadounidense, Confessions of a nazi spy, dirigida por Anatole Litvak (también judío y emigrante, en su caso desde Ucrania, en 1909). El actor visitó a Trotsky en diversas ocasiones durante ese año y organizó veladas cinematográficas en la casa de Diego Rivera para el desterrado líder soviético.

Como pequeño paréntesis, añado que la alusión al judaísmo tanto de Robinson como de Litvak no es casual: si muchas veces se ha puesto el acento en el matiz antisemita de algunas de las purgas stalinistas, algo sobre lo que escribí a propósito de Ida, la Caza de Brujas en Hollywood tuvo, desde luego, un matiz similar: 13 de los 19 primeros citados por el HUAC como "testigos hostiles" eran judíos. 

En 1946, Edward G. Robinson volverá a protagonizar una importante película antinazi, de la mano precisamente de Orson Welles: The Stranger. Por supuesto, el Comité de Actividades Antiamericanas pondrá también el ojo en el actor nacido como Emmanuel Goldenberg: el germen del Comité por la Primera Enmienda, creado en 1947 ante las primeras citaciones del HUAC para cuestionar sobre la filiación política de los considerados izquierdistas de Hollywood, surgió de una reunión en su propia casa, en la que los 19 primeros acusados (los Diez de Hollywood, que posteriormente entrarían en la cárcel, y algunos otro nombres ilustres, como Bertolt Brecht, Lewis Milestone o Robert Rossen) tomaron la firme determinación de negarse a declarar. La declaración del también protagonista de Hampa dorada no llegó hasta cuatro años después, cuando en 1951 se reanudaron las sesiones que se habían interrumpido en 1947 y la unidad de la izquierda de Hollywood estaba ya dramáticamente resquebrajada por las traiciones y delaciones en cascada, que empezaron con Edward Dmytryk, siguieron con Robert Rossen, Clifford Odets, Sterling Hayden y Frank Tuttle y dieron paso a un clima de pánico que se apoderó de los mismos ambientes que habían plantado batalla sin dudar cuando comenzaron las citaciones. En su declaración, tras haber sido citado en cuatro ocasiones, Robinson llegó ya convertido en “testigo amigable” y proclamó su anticomunismo; dos años después, como miembro del jurado del Festival de Cannes, protestó por las supuestas ofensas a Estados Unidos de Bienvenido Mr. Marshall (siempre se ha mencionado la escena en la que una bandera estadounidense desaparecía por un sumidero, que pidió cortar, pero cabe sospechar que lo dolió a Robinson fue el sueño del cura en el que se caricaturiza una sesión del famoso comité). Esta sobreactuación para borrar su pasado (y tal vez presente) izquierdista no impidió que la carrera del actor se deslizase rápidamente hacia la serie B, como la de muchos otros nombres no oficialmente incluidos en la lista negra.

Y, mientras tanto, el viejo episodio de Trotsky recobró actualidad cuando algunos antiguos izquierdistas de raíz antistalinista justificaron la actuación con el HUAC. Añadamos, pues, que la influencia del trotskismo en los ambientes izquierdistas de Estados Unidos era muy importante, dado que en aquel país habían tenido lugar las sesiones de la Comisión Dewey (o Comisión de Investigación de los cargos hechos contra León Trotsky en los Juicios de Moscú), que en 1937 y tras una exhaustiva investigación dictaminó la falsedad absoluta de los Procesos que estaban teniendo lugar en la URSS. Y, a raíz del macarthismo e influidos poderosamente por el ambiente represivo que contaminó el paisaje intelectual estadounidense, algunos extrotskistas (como James Burnham o Irving Kristol) iniciaron un viraje que les llevó hasta la extrema derecha; lo que, con las décadas, llevó a la superficial prensa actual a difundir la disparatada tesis de que en el trotskismo estaba el mismísimo germen del neoconservadurismo que inspiraba la política exterior de George W. Bush, apoyándose, además de en los casos de Burnham y de Kristol (y en su hijo William, influyente editor del derechista Weekley Standard) en la presencia común del extrotskista Max Shachtman y de los futuros arquitectos de la invasión de Irak, Paul Wolfowitz y Richard Perle, en la candidatura del halcón demócrata Henry Jackson (sionista acérrimo, partidario de la guerra de Vietnam y de la intensificación de la Guerra Fría) a las elecciones presidenciales en 1972.

Sobre esto, conviene añadir que, a pesar de las negociaciones mencionadas entre Trotsky y la Comisión Dies (en dramáticas circunstancias, como ya hemos comentado), el gobierno de Estados Unidos rechazó que el cadáver del asesinado revolucionario atravesara la frontera para la celebración de un mitin en su memoria; que 18 dirigentes trotskistas fueron encarcelados (con el aplauso del Partido Comunista estadounidense) en 1941, bajo el Decreto Smith, por oponerse a la II Guerra Mundial, y que el mismo secretario general del Socialist Workers Party, James P. Cannon, el principal dirigente trotskista de la época, participó en el principal mitin contra el juicio a los dirigentes comunistas, el 6 de febrero de 1949, y pronunció estas palabras




A pesar del hecho de que acusamos formalmente a los stalinistas de criminales, nosotros y todas las demás organizaciones obreras, que no tenemos razón para sentir amor o agradecimiento hacia los stalinistas, tenemos un interés vital en protestas contra su proceso en este caso particular. Ese es el propósito de nuestra reunión esta noche. 
Éste no es un juicio criminal por presuntas acciones en violación de leyes constitucionales definidas. Éste es un juicio político. La libertad de "llamar" por cualquier doctrina, incluyendo la revolución, es básica para la libre expresión y la democracia. Este juicio golpea las raíces mismas de estos derechos democráticos de todas la organizaciones obreras. 
(...) Es un gran error, un terrible error, descuidar este juicio y negarse a protestar; un error por el que tendremos que pagar todos -ellos y nosotros, y todos los demás- los que aspiran a través de cualquier medio, o a través de cualquier programa o doctrina, a un mundo mejor y  más libre por medio de la solidaridad de los obreros. Todos tendremos que pagar si el fiscal federal gana este caso y lo hace efectivo con el apoyo de la opinión pública. Es por eso que nos gustaría invertir todo el esfuerzo posible, incluso ahora, mientras se desarrolla el juicio, para invertir el sentido de la tendencia actual, para superar la pasividad y la indiferencia.  
Esta larga cita enlaza muy bien con el emocionante texto que, en 1983, uno de los diez de Hollywood, el guionista Albert Maltz, escribió a Román Gubern para la reedición de su libro La caza de brujas en Hollywood:
Entre los años 1947 y 1960, las fuerzas reaccionarias de Estados Unidos efectuaron una seria tentativa para instituir el control del pensamiento. El objetivo era el de sofocar, y finalmente prohibir, toda crítica contra la administración en el poder; en definitiva, convertir a los ciudadanos de nuestro país en dóciles corderos políticos. El caso de los Diez de Hollywood fue una de las muchas batallas del periodo para resistir aquel esfuerzo. Batallas similares se lucharon por muchos otros en diferentes áreas, en educación (desde las escuelas elementales hasta las universidades), en profesiones como la medicina y el derecho, en editoriales y en el teatro, en los sindicatos obreros.  
El caso de los Diez de Hollywood recibió mucha atención porque existe un amplio interés hacia las películas de Hollywood. Además, era la primera vez desde 1790 que un grupo de intelectuales americanos (en contraste con los trabajadores) fueron enviados a la cárcel. Sin embargo, en su esencia, el caso de los Diez de Hollywood no era distinto de las miles de otras luchas a lo largo de los años, en este y en otros países, para resistir a las fuerzas de la tiranía. Los pueblos de todos los lugares, en todas las épocas  y  en todas las sociedades, han deseado la libertad de pensar por sí mismos y de expresar sus opiniones sin sufrir represión. Pero siempre existen fuerzas tiránicas que tratan de ahogar este derecho. Esta es, creo, una lucha que durará por toda la eternidad. 

1 comentario:

Peter Finnezo dijo...

Ah, Orwell ese izquierdista caviar que terminó de informante para la CIA. Incluso Asimov habló mal de el. Trosky por su parte fue un derrotista y un necio. Personalmente rescato sus estudios sobre fascismo pero poco más, al ver que la revolución en Alemania era imposible empezó a intrigar en la reciente URSS, el y sus mencheviques de sillón.