16 de mayo de 2017

La dignidad masacrada


La reciente campaña electoral para las elecciones presidenciales en Francia ha puesto sobre el tapete un panorama, común a buena parte de Europa, en el que, políticamente hablando, los imaginarios que se confrontan son en su mayoría reactivos y evitativos, la impugnación a mejor del estado de cosas está ausente de la agenda y es la extrema derecha la que parece llevar la iniciativa para imponer cuáles son los temas de debate, y hasta para decidir cómo se enuncian. Como describe el ensayista Marcel Gauchet hablando de Marine Le Pen,
todo el mundo se define respecto a sus ideas. A favor o en contra. En política, hay dos planos: el electoral y el intelectual. Y ella ya ha ganado en el segundo, al imponer su agenda.

Esta situación no es nueva y podemos decir que los dos últimos quinquenios presidenciales, protagonizados por Nicolas Sarkozy y François Hollande, con independencia de los programas por los que fueron legitimados en las urnas, entendieron que la asimilación una parte de las peores reivindicaciones lepenistas (en especial en su vertiente xenófoba) tenía que ser una componente inseparable de su acción de gobierno, siempre y cuando el modelo económico dominante no se viese cuestionado. Un modelo cuyo objetivo final enuncia el filósofo Éric Sadin:
Una sociedad que carece de la fuerza para reflexionar sobre el camino hacia el que tiende; la sumisión completa del individuo a las leyes de la estructura del mercado, a través de una técnica de dominio que se arrastra digitalmente por todas las partes de su mente, y que habría renunciado a expresar su poder político.
La incuestionable y entusiasta adhesión del nuevo presidente Emmanuel Macron a estos postulados se resume en una darwinista sentencia que, de la forma más cruda, pronunció en plena campaña electoral:
Hay que liberar las energías, dejar de proteger a los que no pueden y no tendrán éxito.
Desconozco si existen estudios de valía sobre la decadencia e involución del imaginario político francés desde 1968, cuando la revolución parecía estar a la vuelta de la esquina y la llama de la justicia, todo lo exagerada, ingenua o equivocada que se quiera, impregnaba la acción de la juventud, todo lo extremista, irracional o falta de cordura que se quiera. Como dice el sociólogo Fabien Jobard,
Los jóvenes de Mayo del 68 tenían tiempo para pensar; los actuales de los suburbios apenas lo tienen para sobrevivir.
Lo cierto es que, existan o no los citados estudios, el cine francés ha ido reflejando la involución de este imaginario desde entonces hasta nuestros días y, quizá, sirva citar un puñado de ejemplos para observarlo. 

En primer lugar, Coup pour coup (1972), del entonces militante maoísta y futuro gran productor Marin Karmitz, en la que una huelga en una fábrica textil, llevada a cabo íntegramente por mujeres, deriva en cuestionamiento radical de la ideología dominante, rompiendo todo tipo de tabúes sobre la respetabilidad: desde el secuestro del dueño de la empresa hasta la ocupación de los talleres, los métodos de lucha se desbordan y el parlamento final en off, dirigido al empresario, desprende un optimismo sin fisuras:
En la fábrica, nada será como antes. Tenemos cosas que decir. Han perdido la arrogancia. Por todo esto, paren las negociaciones a nuestras espaldas. Va a tener que aceptar nuestras reivindicaciones. Sabemos que no le intimidó el secuestro. Y que va a intentar despedirnos.  
Usted y su prensa armaron un escándalo, apelaron a la legalidad. Para usted la legalidad significa secuestrar mujeres, contratarlas muy jóvenes y sólo echarlas cuando están cerca de acabar bajo tierra. Nuestra legalidad, amigo, es la justicia popular, y está a punto de empezar. Va a intentar eliminar a aquellas a las que en sus informes llama “agitadoras”. No olvide que nuestra gran victoria es la unidad que forjamos durante la lucha, con nuestra propia fuerza. Es la unidad con nuestros maridos, que tomaron conciencia de nuestra lucha como mujeres. Es la unidad con otras fábricas. Y nuestro combate se recrudeció. Si es necesario, un día habrá sangre. No se olvide, lo más importante no son las conquistas que conseguimos, sino lo que cambió en nuestras mentes. Nos ganamos el derecho a hablar, el derecho a luchar; derechos que, desde siempre, ustedes, los patrones, nos impedían, para atacarnos. Lucharemos duramente por esos derechos. Para conquistarlos y guardarlos hasta el día en que sean nuestros. 


Solo cuatro años después, el optimismo ha desaparecido y dado paso a un desaliento y un sabor a derrota que son palpables, y serán dos de los cineastas que más entusiasmo revolucionario habían mostrado en la etapa precedente quienes levanten acta de ello. En primer lugar, es Jean-Luc Godard, una vez disuelto el Grupo Dziga Vertov y acompañado de Anne-Marie Miéville, quien muestra de forma descarnada el resultado de su apuesta por la revolución palestina en su apesadumbrada Ici et ailleurs, marcado por el asesinato de los militantes a los que había filmado para realizar la nunca terminada Jusqu'à la victoire












Y, en segundo lugar, Chris Marker, que en El fondo del aire es rojo refleja de forma ejemplar una deriva en la que "las manos frágiles" de los pueblos que luchan por su liberación se convierten, finalmente, en "las manos cortadas"; tras el fracaso de la vía armada en Bolivia, Venezuela, la invasión de Checoslovaquia por tropas del Pacto de Varsovia, la represión de estudiantes en México, llega el acontecimiento histórico clave, el brutal descabezamiento de la vía pacífica al socialismo de Chile, en 1973 a través de un golpe de estado militar que iba dirigido también a Francia y a cualquier país que tuviese una correlación de fuerzas semejante para iniciar un proceso análogo al que encabezó la Unidad Popular de Salvador Allende, como supo ver el propio Marker, muy marcado por la experiencia chilena, en el mismo año del golpe con el terrible y premonitorio cortometraje La embajada. Las palabras de Jorge Semprún en la película que da nombre a esta web son muy significativos:
En los sesenta todo cambió. Estábamos saliendo de la guerra fría y la Revolución del 17 pertenecía a los museos. Las mentes más brillantes creían que habíamos, por fin, alcanzado la edad de la razón. Y el único problema era averiguar cuándo y cómo la humanidad alcanzaría un estándar universal de civilización. (…) Y todo se vino abajo, en Cuba, en China...
Desde entonces, la melancolía va inundando progresivamente el recuerdo del desaparecido panorama revolucionario del 68 y ya bien entrada la década de los 90, Hervé Le Roux recapitula en busca de uno de los hitos del cine militante de entonces, el cortometraje documental La reprise du travail aux usines Wonder de Jacques Willemont, y de la firmeza dolorida de su protagonista: una obrera que, frente a la acomodaticia postura de sus compañeros y del sindicato mayoritario, se niega a abandonar una huelga fallida hasta haber conseguido sus reivindicaciones, desesperándose hasta las lágrimas por la falta de resultados. Un ejemplo de dignidad que justifica la esforzada búsqueda de Le Roux, en las tres horas de metraje de su obra maestra Reprise, por saber quién fue aquella mujer, qué hizo en su vida posterior y en qué se tradujo aquella decencia en un mundo tan inhóspito para cultivarla. 



El correlato en la ficción a la dignidad melancólica de Reprise llegó con buena parte de la obra de Philippe Garrel, y en especial en El viento de la noche (1999), en la que la evaporación de la herencia del 68 se traduce en una vida áspera y derrotada; la miseria social desemboca en un fracaso personal cuyas derivadas últimas llevan a la depresión y al suicidio. 





Y,  una vez que el recuerdo revolucionario ya ni siquiera puede ser evocado de forma equívoca, como en el universo garreliano,  aparece un nuevo imaginario que se enseñorea de todo el escenario y que, lejos de prometer un futuro mejor o de cuestionar los fundamentos económicos de un mundo altamente competitivo y precarizado o de evocar con nostalgia las posibilidades pasadas de lograrlo, se comporta como un inevitable y pegajosa termita adicta a las neuronas que provoca como consecuencia una adhesión total al estado de cosas: o tenemos un ideal alternativo fuertemente armado y sólido o, como sucederá con mayor probabilidad, quedaremos expuestos a esta nueva cosmovisión. La consecuencia de este tóxico contexto es un ambiente pesadillesco en el que internet desempeña un papel primordial, no como un simple proveedor de información, sino como escenario y promotor de un submundo sórdido en el que campan a sus anchas las expresiones de extrema violencia y pornografía más crudas y degeneradas, tan criminales como adictivas. El hundimiento y la derrota son totales, y de ello levanta acta, sin contemplaciones y una década después de que Demonlover de Olivier Assayas nos ofreciera sobradas pistas de la nueva atmósferaLos canallas de Claire Denis: las cloacas han tomado el poder, bajo el supuesto atractivo de lo secreto y lo clandestino y ya no queda resquicio alguno para la resistencia. Como dice Santiago Gallego en Revista Lumière, la película nos ofrece 
la genealogía de la traición, del colaboracionismo, de la prostitución –ideológica y moral, pero también física– de una familia y, con ella, de toda una clase social.
Nada más diáfano que su secuencia final, cruda y descarnada, en la que tienen su traducción todos los elementos que una maestra de la elipsis como Claire Denis ha ido ubicando a modo de pistas durante la sucesión de rigurosas secuencias digitales. He aquí, nos dice, el rostro del mundo contemporáneo; el imaginario de Marine Le Pen y el Emmanuel Macron, unidos en una pavorosa síntesis destilada en unas imágenes de escasa calidad que nos muestran al empresario multimillionario como colonizador de cuerpos y mentes ajenas, y a la infortunada Lola Créton y su colaboracionista padre admitiendo el primado neoliberal: toda la libertad para la explotación, ninguna barrera para el emprendedor, todo sea por el bien de la economía y por nuestro satelizado papel de prostituidos en ella. 





















El digno médico que interpreta Alex Descas y la vencida madre a la que presta su cuerpo Julie Bataille contemplan sin parpadear la degeneración final, y no vemos su reacción: no hay contraplano porque no hay reacción posible, la cámara solo puede huir despavorida y fundir a negro, porque ya nada más hay que decir. Levantamos acta: hemos perdido y la dignidad ha muerto. 

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