3 de octubre de 2017

Zinemaldia 2017 (2): Señales equívocas



La concesión de la Concha de Oro a The Disaster Artist, de James Franco, vino a empañar las buenas sensaciones que nos había transmitido la sección oficial a competición, cuyos retazos de coherencia y la sutil voluntad de corregir los desafueros de la pasada edición hacían pensar que el festival de Donostia quería transmitir algo semejante a una identidad propia. Podemos considerar que el jurado que presidía John Malkovich (que se autodefinió durante el certamen como "una persona muy justa con un amplio abanico de intereses y un vasto espectro de experiencias") obró por su voluntad y se guió por su subjetivo criterio sobre la calidad, significación, oportunidad y valores cinematográficos de la obra premiada, o podemos, al contrario, especular con que el propio festival tenía interés en que el máximo galardón del palmarés fuese a recaer en esta cinta, por razones tales como el acercamiento a un público juvenil adicto al fenómeno fan, por la popularidad en internet de fenómenos trash como el que encarna el Tommy Wiseau al que alude el título o por causar un mayor impacto, en términos de imagen, en el mercado estadounidense. Sea como fuere, debemos dejar constancia de nuestra disconformidad con el hecho de haber galardonado a una película tan amable, convencional y apegada a los intereses de su biografiado que hasta renuncia a dejar constancia de los datos más básicos que se conocen sobre él (y que aquí prefiere dejar en un servil "no se sabe") y que, más allá de una cierta corrección formal, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que no abrirá nuevos caminos de ningún tipo, ni al cine ni al festival, y poca huella dejará una vez transcurra el preceptivo tiempo en salas comerciales.




El Premio Especial del Jurado, segundo en importancia, recayó en Handia, de Jon Garaño y Aitor Arregi, en lo que pareció más un galardón a la trayectoria de estos dos cineastas (y de la sociedad que conforman con un tercero, José Mari Goenaga, que en esta ocasión figuraba como coguionista), muy vinculada siempre a Zinemaldia, que a esta película en concreto, que supone un cierto paso atrás después de 80 egunean y Loreak, dos obras de profunda sensibilidad y capaces de adentrarse en fuertes complejidades emocionales a través de una atmósferas sutiles y silenciosas. Handia abandona este registro pero atesora ciertas cualidades como película histórica (comienza mostrando una valiosa ambientación de época, reflejando los efectos de la primera guerra carlista en el mundo rural vasco, el drama de las levas forzadas y las pérdidas físicas en una economía agraria) y con el gigantismo de su protagonista como posible metáfora de la identidad vasca, que para sobrevivir se transforma en un producto comercial. En ese sentido, son muy significativas las visitas a Madrid de sus personajes principales, en las que se les pide que acentúen su personalidad aldeana para mejor sufrir las burlas de sus observantes y se pone en primer plano (con la presencia, en tono burlesco, de la misma Isabel II) la problemática visión que, de ayer a hoy, emana de la capital y de sus clases, dirigentes por un lado e intelectuales por el otro, de un mundo que se empeñan en convertir en tópico para mejor legitimar el dominio político y el saqueo económico por parte de una élite centralizada. Además de un gran cuidado fotográfico y de una fuerte influencia pictórica en un buen número de planos, el espíritu de Handia se resume en este diálogo: 
-La capacidad para adaptarnos es lo mejor que tenemos. 
-No, yo creo que es lo más miserable que tenemos. 


Ya es costumbre que los jurados de Zinemaldia concedan a alguna de las obras que compiten un doble reconocimiento, contraviniendo la práctica de otros festivales de que cada una de las categorías sirva para para resaltar una película y obtener menciones para todas aquellas que se consideren meritorias. Si en 2014 y 2016 fue la misma Concha de Oro (Magical Girl y Yo no soy Madame Bovary, respectivamente) la que también se hizo con otro premio importante del palmarés (Mejor Director para Carlos Vermut, Mejor Actriz para Fang Bingbing), en esta ocasión Alanis, de Anahí Bernerí, se hizo con el premio a la Mejor Dirección y la Concha de Plata a la Mejor Actriz, que se llevó su protagonista Sofía Gala. 

Esta película argentina es una muestra de cine social incómodo, acompañado por unos encuadres perturbadores que cortan cabezas y piernas y con una gran presencia de lo físico: no en vano, en el primer plano la protagonista está desnuda y carente de cualquier tipo de sensualidad, en el baño. También acompaña a su propuesta el acierto en la fotografía, que comienza con unos colores fríos y apagados para ir virando hacia tonalidades más cálidas, imitando el llamativamente hortera mundo de la prostitución, del que aquí se nos ofrece una visión llena de matices y gradaciones, no todas ellas igual de indignas: primero en una casa, luego en la calle y finalmente en una casa repleta de compañerismo. Cuando Alanis cobra mayor intensidad, y cuando su protagonista se hace merecedora del galardón a la interpretación, es en una secuencia sexual, rodada en plano fijo y tonos oscuros, en la que el ambiente asfixiante y la sinceridad y desvelamiento de la dureza de su actividad se pone en evidencia. Ahí comprendemos, mejor que en ningún otro momento, que la protagonista está sola y que pone en juego su físico para su subsistencia. 

Para el premio a la Mejor Fotografía existía una dura pugna, porque si había un aspecto por el que asombraban, hasta los mismos límites del preciosismo, las obras presentes en la competición oficial era por su virtuosismo en este apartado. Entre todas ellas destacaba, de forma casi abusiva, Una especie de familia de Diego Lerman, que tras mostrar sus cartas al respecto en Refugiado comienza su nuevo largometraje con una secuencia extraordinaria, en el que la lluvia, el interior de un coche, las luces nocturnas y el rostro de Bárbara Lennie componen un cuadro excepcional. Sorprendentemente, en lugar del galardón para el parecía dirigida, el jurado le concedió el Premio al Mejor Guion. La película supone una interesante variación del tema, tan presente en la cultura argentina, de la civilización frente a la barbarie; en esta ocasión, a través de un motivo de actualidad universal como es el del robo de bebés, y decimos "robo", porque aunque se plantea como un acuerdo extralegal de gestación subrogada, debería resultar obvio que un bebé no es un bien vendible. Con ciertos ecos de Paulina y gran coherencia con la trayectoria última de Lerman, Una especie de familia ofrece, con una muy buena elección actoral, una notable construcción de momentos dramáticamente intensos, y se redime (y redime a su protagonista) con una apuesta final por perderlo todo, pero ganar la conciencia de lo justo. 




No parece, en cualquier caso, descabellado que el galardón del que se hacía acreedor el polaco Wojtek Staron recayese finalmente en Der Hauptmann, del alemán Robert Schwentke, un sobrio ejercicio de estilo en un marcado blanco y negro, con algún toque de violencia muy focalizado (un bombardeo británico en el que un obús cae de lleno sobre la cámara), en el que la lógica del surgimiento del nazismo se reproduce entre sus mismas fisuras desde el mismo momento en el que, con la II Guerra Mundial dando sus últimos coletazos, el protagonista, una especie de general Della Rovere a la inversa, se encuentra un uniforme de oficial alemán abandonado y su visión al espejo de su nuevo disfraz le concede un progresivo gusto por el sadismo y el exterminio. Basado en hechos reales, con algún pequeño inserto documental, lo desconocido de un episodio que arrastra unas fuertes implicaciones morales e históricas, y su huida del victimismo y la espectacularización habituales cuando se trata de la temática nazi conceden a Der Hauptmann una valía nada desdeñable: se trata, en definitiva, de una película que suma. 

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