2 de octubre de 2016

Zinemaldia 2016 (6): La crispación al alcance de todos

Después de más de una década en la que la cinematografía rumana ha acudido con regularidad a los principales festivales de cine del mundo, ganando premios y causado impacto por la relevancia sus aportaciones en la mayor parte de ellos, desde que La muerte del Sr. Lazarescu (Cristi Puiu, 2005) diese el pistoletazo de salida ganando la sección Un Certain Regard en el Festival de Cannes, ya podemos decir que está lejos de ser una moda: se trata de una generación de cineastas consolidada, con unos referentes comunes (y no solo entre los más conocidos maestros del cine europeo: Lucian Pintilie, director de la lejana y seminal Reconstituirea y co-productor de la película que ahora nos ocupa, es otra influencia clave) en la que al menos media decena nombres (el mismo Puiu, Corneliu Porumboiu, Cristian Mungiu, Calin Peter Netzer, Radu Muntean) tienen ya obra suficiente como para ser valorados por sí mismos y para que cada una de sus nuevas creaciones sea esperada con expectación, más allá del país y la generación a la que pertenecen. 



Dejando sentado este hecho, Sieranevada es un largometraje que, nos atreveríamos a decir, supone uno de los puntos culminantes la cinematografía y la generación mencionadas  y que, desde aquí, debemos considerar la más trascendente de la cosecha llegada al Festival de Donostia procedente de Cannes, lo que en la práctica equivale a decir: la película más importante mostrada durante la 64 edición de Zinemaldia. 


Y todo esto porque, en sus casi tres horas de metraje (y solo unas pocas más de tiempo transcurrido, con una percepción subjetiva casi de tiempo real) y con unas largas secuencias en las que la cámara suele situarse en algún punto muerto próximo pero no pegado a la acción real (el medio de un pasillo es una de sus ubicaciones más recurrentes, virando el objetivo a izquierda o derecha para poder mostrar los indicios justos que no dejen al espectador a ciegas pero sin acercarse a lo evidente o a lo diáfano, visualmente hablando), nos adentramos en la conflictiva historia de una familia rumana, reunida con ocasión de un  funeral, y como derivadas van apareciendo por el camino siete décadas de historia del país y las principales cuestiones políticas, morales y religiosas, puestas a debate de forma descarnada.



Puiu demuestra ser un maestro del plano largo abarrotado de conversaciones crispadas, en una larga ceremonia del aplazamiento (la familia se ha reunido para celebrar un banquete fúnebre, que por uno u otro motivo se va posponiendo hasta más allá de los límites de lo razonable) que nos trae ecos de El ángel exterminador y la burguesa locura de estar atrapado en una sucesión de ritos absurdos, encerrando a los personajes en un exasperante bucle. Este espíritu se traslada también a los escenarios secundarios; el plan inicial de la pareja que actúa como el inicial hilo conductor de Sieranevada (interpretada por Mimi Branescu, recordado por su papel protagonista de Martes, después de Navidad y por Catalina Moga) de hacer unas compras en el hipermercado Carrefour también termina por encontrar misteriosos impedimentos (todos ellos en fuera de campo), que alcanzan su clímax en una violenta discusión (ésta sí mostrada en toda su crudeza) por un aparcamiento y en la que toda la crispación familiar se ve superada en una catarata de insultos -entre los que recordamos la expresión "coño con patas"- que nos conectan este film de forma inequívoca con todo el cine rumano contemporáneo. 



La secuencia inicial, rodada en un alejado plano general, tiene al mismo coche y a la misma odisea por conseguir aparcamiento como protagonistas: varias vueltas alrededor de una manzana, en lo que en un principio parece un desconcertante capricho visual y conforme avance la trama se convertirá en una perfecta metáfora de la imposibilidad de encontrar un confortable momento de descanso: el vértigo y la vorágine campan a sus anchas e invaden todos los espacios.

Solo hay, para el protagonista, un lugar en el que, a pesar de todo, es capaz de dar rienda suelta a sus emociones, aunque sea por unos minutos, y es el interior de ese mismo coche, en el que mantiene dos conversaciones clave con su mujer: la primera de ellas, tras la mencionada secuencia inicial, en un plano fijo rodado desde los asientos de atrás (vemos una pequeña parte del rostro de ella y, a través del retrovisor, la mirada de él: hasta en los pequeños detalles demuestra Puiu un gran manejo en la economía de medios) y en la que los asuntos domésticos complicados por el familiar compromiso del funeral adquieren todo el protagonismo -con un pertinente reflexión sobre Disney y los hermanos Grimm de por medio-. La segunda, tras el estrépito de ruido y furia en que se ha acabado convirtiendo el intento de banquete mortuorio, con el coche detenido y la cámara fija en el volante, en el que el recuerdo del padre fallecido, teñido de melancolía, acaba por provocar las lágrimas del protagonista y una frase difícilmente superable como confesión soterrada y elemento de evocación de los conflictos que sin duda continuarán una vez finalizado el metraje. 

Por el medio,  teorías conspirativas sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos (resueltos, finalmente, con rudeza: "cuando folles te olvidarás del 11-S"), sobre la posición ideológica que se trasluce de los posicionamientos al respecto de los hombres de la familia ("el problema de los conservadores es que rechazáis el análisis y la reflexión", les espeta un lúcido tío), la valoración del pasado comunista e incluso de régimen monárquico anterior (que una de las más jóvenes de la familia defiende con un sollozo compulsivo como principal argumento), la guerra de Irak y lo que implica matar a medio millón de niños para derrocar a un régimen e incluso un alucinado pope que acaba por soltar también su cháchara sobre la segunda venida de Jesús, en una imposible reflexión que acaba por hacer aparecer, de nuevo, el llanto. 





Es difícil sustraerse a la autenticidad que desprende este retrato de una familia que deviene en monstruosa en unas pocas horas, con los adulterios múltiples como supuesto conflicto medular pero que finaliza por poner al descubierto la enfermedad moral que corroe a toda la sociedad, aquí retratada (tal vez, con doloroso acierto) como una amalgama de histéricos detentadores de imposibles verdades en la que lo más importante no es la solidez de lo defendido la recreación en la propia obsesión como principal elemento identificativo. Sieranevada son muchas películas en una, y en todas ellas late el aroma de lo auténtico, hasta conformar el mapa más significativo de los discursos sobre los que vivimos en estos tiempos sombríos. 

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