30 de septiembre de 2016

Zinemaldia 2016 (5): El terror dentro del cuerpo

Existe una imagen muy gráfica, relatada en las memorias de Jorge Masetti (hijo del periodista y revolucionario del mismo nombre) El fulgor y el delirio, sobre lo que sucedió en Argentina entre 1973 y 1983: en el primer año, las elecciones presidenciales estuvieron marcadas por la efervescencia revolucionaria; el triunfo de los ideales socialistas parecía estar a la vuelta de la esquina, los carteles del Che Guevara se multiplicaban por doquier y el entusiasmo y la alegría desbordaban las calles. Diez años después, otras elecciones, justo después de que la Junta Militar que había gobernado desde 1976 se viese obligada a entregar el poder, transcurrían bajo el muy opuesto signo del silencio, el miedo y el dolor. No parece muy descabellado entender que la muy represiva dictadura que determinó el salto de un estado de ánimo a otro tan opuesto se constituyó, junto a su análogo y vecino gobierno militar chileno, en uno de los acontecimientos históricamente decisivos para llegar al estado de cosas en el que hoy vivimos, marcados por la constante pérdida de derechos laborales y sociales, el imparable vaciamiento de contenido de las democracias y su sustitución por sistemas tecnocráticos, la deslegitimación de cualquier tipo de ideología transformadora como elemento trasnochado y de imposible realización. 


Siendo su huella tan palpable en el contexto general del mundo, podemos intuir que en sus países de origen es una herida que sangra sin remedio. En el reciente Zinemaldia tuvimos  algunas muestras de ello; nos adentramos ahora en la más depurada, la más concisa y la más perfecta de todas ellas, y, seguramente y en dura competencia el último trabajo de Cristi Puiu, una de las películas más destacadas de cualquier sección del festival: La larga noche de Francisco Sanctis, ópera prima conjunta de la pareja de realizadores formada por Andrea Testa y Francisco Márquez (cada uno de ellos tiene un documental anterior en solitario). 

En esta obra encontramos, desde el primer minuto, una indiscutible voluntad de estilo, aplicada de forma modélica: ningún elemento parece haber sido dejado al azar, empezando por una ambientación perfecta, presente en todos los objetos visibles: los teléfonos, los coches, la ropa, la austera y abarrotada cocina en la que el protagonista y su familia pasan buena parte de su vida en común, la oficina en la que sobrevive realizando tareas de escasa enjundia esperando un largas veces aplazado ascenso y en la que los subtextos nos hacen ver que un profundo e incrustado temor se ha instalado en todos los estratos y todos los ámbitos de relación de la sociedad argentina. Incluso, cuando Francisco Sanctis recibe la primera (y desencadenante de toda la trama) llamada telefónica, un compañero de oficina no tiene recato en escuchar la conversación y fragmentos de un antiguo poema revolucionario que ahora vuelve como prueba de que, alguna vez, algún lejano día, este oficinista gris también tuvo alguna ilusión más allá de la supervivencia cotidiana. 




Si en los espacios cerrados el protagonista tiene la escasa libertad de acción que le confiere una modesta posición social -con pocos visos de mejorar-, en los espacios abiertos el desenfoque de fondo y los planos cortos nos transmiten la asfixiante e irreversible posición hacia la que se puede deslizar, si sigue hasta el fin su moral y sus convicciones, que por mucho que estén anestesiadas desde su incorporación al mercado laboral, no han dejado de ser parte de su personalidad. Siguiendo la categorización que en su día hizo Rafael Sánchez Ferlosio a propósito de Don Quijote, el protagonista -encarnado de forma portentosa por Diego Velázquez- es un personaje de carácter al que las circunstancias hacen mutar en personaje de destino, y en él se ponen en evidencia al menos dos arquetipos muy comunes en el lenguaje político: el de la "mayoría silenciosa", esto es, las personas corrientes que se desentienden de los asuntos públicos en las épocas más oscuras y que, por su silencio y su retiro a la vida estrictamente privada, permiten que cualquier tipo de gobierno, por criminal que sea, lleve adelante sus planes sin demasiados impedimentos; y el de los revolucionarios en la etapa de estudiantes y conservadores en la etapa de padres de familia. 

Pero en este caso, como podemos ver en una ambigua pero paradójicamente clarificadora (y magistral, por su concisión, oportunidad y austeridad) conversación durante una partida de billar, el protagonista no se ha vuelto conservador por convicción, sino por pasividad: su versión de por qué abandonó la militancia se pierde en los meandros de la evolución natural de las cosas, mientras que su antiguo compañero le corrige, dejando en el aire la sospecha sobre las verdaderas causas. En cualquier caso, ahí también vemos alejado todo rastro de cinismo en la personalidad de este antihéroe cuando, hablando de la ex compañera la gorda Vaccaro, reaccione ante la acusación de "paranoica" por ver agentes de la CIA "por todas partes" con un contundente: 
-Igual no estaba tan equivocada, viendo lo que está pasando ahora.
La misma Elena Vaccaro a la que aludimos es quien surge del pasado para desestabilizar a Francisco Sanctis: ella es la autora de la llamada telefónica inicial (que no escuchamos, está rodada desde lejos y con el ambiente sonoro de la oficina en primer plano), ella aparece con su coche para pedir al protagonista que memorice dos nombres y una dirección (Bernardo Lipstein, Julia Cardini, Lacarra 6072) mientras la cámara sigue al auto en un plano lateral que cambia cuando, tras una breve detención, tenga precipitadamente que arrancar a causa del presumible peligro de presencia policial. Esta aceleración nos conducirá a un prolongado primer plano de la palanca de cambios, la mano derecha de la conductora y parte del volante en la que el tenso silencio y el latente peligro parecen desbordar la pantalla y acelerar el corazón, con la sola quietud de los objetos. 



Abundan las secuencias que nos trasmiten la crispación soterrada y el "terror dentro del cuerpo" del que hablaban los directores: una conversación, en plano fijo y contrapicado, del personaje interpretado por Diego Velázquez con su mujer, a través de una cabina telefónica, en la que vemos de fondo un semáforo rojo y desenfocado; el primer plano de un mechero solicitado por el protagonista a una joven pareja, que luego se traslada velozmente a unos panfletos que sobresalen del bolso de ella -dejando inequívocas pistas de su militancia- seguido de un travelling de seguimiento al ya dislocado emocionalmente Sanctis imitando el movimiento de sus nerviosos pasos; otro primer plano, en esta ocasión de sus manos, fumando en la oscuridad de un taxi, hasta que la carencia de efectivo le lleve a pagar con su reloj en un rápido gesto (¿posible homenaje a Pickpocket en la forma decidida, espontánea y virtuosa de quitárselo sin aspavientos?)... Todo ello hasta completar un magistral lienzo, conciso y de admirable coherencia entre fondo y forma, en una lección de sobriedad que no puede más que remitirnos a maestros como el ya aludido Bresson o el Jean-Pierre Melville más depurado y militante (el de El ejército de las sombras).



No podemos finalizar este comentario sin aludir al autor de la novela original, Humberto Costantini, militante de la izquierda revolucionaria (en el guevarista PRT-ERP) y que sobrevivió a la dictadura gracias a un exilio en México, aunque tuvo que ver la desaparición de compañeros de lucha tan significativos como los escritores Haroldo Conti y Roberto Santoro o el cineasta Raymundo Gleyzer. Que un recuerdo de todos ellos (y del librero de viejo que puso en las manos de Francisco Márquez y Andrea Tesla esta olvidada obra) haya llegado hasta esta película profunda y rigurosa es, al menos, un acto de justicia. 

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