El mismo párrafo introductorio que empleamos para escribir sobre La larga noche de Francisco Sanctis y el contexto que le da sentido, sería pertinente también para La idea de un lago, segundo largometraje de la argentina Milagros Mumenthaler que, procedente del Festival de Locarno, estuvo presente en la sección Horizontes Latinos de Zinemaldia. Porque este melancólico y profundamente evocador largometraje está atravesado, al igual que la ópera prima conjunta de Andrea Tesla y Francisco Márquez, por los efectos del Proceso de Reorganización Nacional (inquietante nombre técnico que se dieron a sí mismos los gobiernos comandados por las Juntas Militares argentinas entre 1976 y 1983) aunque, en lugar de mostrarnos su plasmación en una peripecia cotidiana y en un cuadro de pánico generalizado, nos enseña sus consecuencias en el presente, cuatro décadas después, en lo que podría ser la continuación en la vida de los descendientes de alguno de los atemorizados protagonistas que allí luchaban de forma imposible para no ser tragados en el océano de represión. Esta obra también puede ser leída como una metáfora del traumático paso de la infancia a la adolescencia y de ahí a la edad adulta, aunque resulta imposible obviar la atroz fisura histórica que la atraviesa, situada en marzo de 1977, que se manifiesta como una herida de imposible curación que parte en dos la conciencia y la concepción del mundo de los protagonistas de la historia, por jóvenes que fuesen entonces y quitando la razón al superficial dicho de que el tiempo todo lo arregla.
La heterodoxa estructura de La idea de un lago tiene seguramente mucho que ver con el poema que inspiró esta película, Pozo de aire de Guadalupe Gaona, sobre cuyo texto y su relación con las imágenes ya escudriñó, de forma inapelable, Andrea Morán. Tenemos un comienzo en tiempo presente, con unos ascéticos planos sobre un fondo de pared blanca, frontales y laterales, en los que la protagonista, Inés, habla a cámara hasta que se nos muestra una vieja fotografía familiar, decisiva, en primer plano, a la que en un bellísimo fundido va arrebatándole las siluetas del padre, la madre y el coche (un Renault 4 verde, casi un personaje más) y la figura infantil salta de la imagen fija para tomar vida en 1977 en la casa de Villa La Angostura, situada junto al lago que da título al film. A partir de entonces nos situamos en el terreno de un flashback con apariencia de vídeo doméstico y esporádicas rupturas de la cuarta pared, aunque algunas licencias nos hacen ver que tal vez no estemos viendo grabación familiar alguna sino subsumidos en la memoria de Inés (el coche convertido en mascota flotante y coprotagonista de una coreografía acuática es el mejor ejemplo de ello). Esa misma memoria hará sucesivos regresos al presente y vueltas a ese mismo pasado, con algún escarceo -fugaz- por la adolescencia.
En consonancia con este tratamiento temporal, en el ensayo que Jordana Blejmar y Natalia Fortuny dedicaron al poemario (también citado en el texto de Filmin 365), se dice:
Salvo por indicios cromáticos o por las poses y la ropa, nada explicita en el libro cuáles son fotos viejas del álbum familiar y cuáles nuevas. Aunque se puede adivinar. Por ejemplo, las fotos actuales presentan paisajes vacíos de personas: a lo sumo un joven a lo lejos, una mujer sentada en un banco de madera, unas siluetas en una ventana. Paisajes de la quietud y lo deshabitado que la autora ya había explorado en obras anteriores (la serie Quieta, de 2007). Y la dinámica de la serie hace que importe poco distinguir cuáles son fotos nuevas y cuáles no, sino más bien intuir lo que pasó entre ellas: la percepción de ese tiempo atascado, la captación imperceptible de esa diferencia.
Si la fotografía nos sitúa en el pasado, su significación en el presente es tal que parece haber marcado la profesión de Inés: fotógrafa. Y si por un lado tenemos al padre de la protagonista y al de la poeta Guadalupe Gaona, desparecidos ambos -para acentuar la identidad entre persona y personaje- el 21 de marzo de 1977 (según los pocos datos públicos que existen de su caso, Gustavo Enrique Gaona, militante de la Juventud Peronista Universitaria, fue secuestrado en el trayecto de su casa a su trabajo en el Banco de Boston) el de la actriz que la interpreta, Carla Crespo, hija póstuma, también desapareció pocos meses antes de la llegada de las juntas militares, cuando José López Rega ya había iniciado el camino de una represión que Jorge Rafael Videla recrudecería hasta lo apocalíptico (Carlos Crespo cayó como un activo miembro del ERP, el mismo grupo en el que militaba Humberto Costantini, autor de la novela La larga noche de Francisco Sanctis, y el cineasta Raymundo Gleyzer, desaparecido en mayo de 1976 e impulsor del Grupo Cine de la Base).
La película opta, en su mayor parte, por el ascetismo formal, razón por la cual sobresalen tres secuencias clave en las que el virtuosismo a la hora componer un imágenes nos hace rozar la trascendencia sin necesidad de hacer saltos al vacío ni traicionar la estética del resto del metraje. En primer lugar, un juego del escondite nocturno acompañado de unas linternas que sucesivamente parecen irse transformando en luciérnagas y finalmente en hipnóticos puntos blancos de luz sobre un fondo opacamente negro: todo ello, para desembocar en un corte hacia el primer plano de la ecografía del bebé que espera la protagonista, en una extraña y conmovedora rima cromática. En segundo lugar, un esporádico reencuentro de Inés y su ex novio, en la que un beso en el interior de un coche se ve emborronado por la lluvia torrencial que oportunamente se interpone entre la cámara y la ya fracasada pareja, como una muestra de la disonancia entre la literalidad de las imágenes y sus verdadero significado. Y, como tercera muestra de la capacidad de La idea de un lago para hacer que lo filmado rompa los moldes habituales cuando las necesidades -emocionales más que argumentales- de la trama lo dicten, un plano subjetivo protagonizado por la madre de Inés, siguiendo con la mirada la figura de un hombre con sombrero de vaquero y lejanas reminiscencias con el marido perdido, desde la ventana del edificio en el que el Equipo Argentino de Antropología Forense ofrecerá una versión científica de lo que queda del cuerpo desaparecido.
La figura del hermano de Inés, Tomás, aparece como algo más que un personaje secundario: su fracaso sentimental, en paralelo al de la protagonista, nos da una pista de hasta dónde puede llegar el trauma afectivo por la ausencia del padre: aunque también es un innegable síntoma de época, en el que la decadencia del amor va unida a la de todo vínculo sólido con cualquier elemento del entorno que no sea la propia precariedad. La relación entre ambos acaba entretejida de complicidad, cuando comparten habitación y confidencias en el piso de Inés con un insistente ruido de tráfico de fondo: al igual que en el cine de Robert Bresson, los coches dejan la insistente huella sonora de una civilización que invade hasta lo más íntimo.
Con un tramo final trufado de planos que por su quietud y fijación por los elementos ambientales nos recuerdan a Abbas Kiarostami, en una muestra de que la belleza del entorno sigue existiendo y aun se acentua por lacerante que sea la memoria que la acompañe, termina esta película por convertirse en un admirable y evocador lienzo de la pérdida; del recuerdo de una idea, la de un mundo en el que el futuro estaba en su sitio hasta que la Historia lo invadió y lo devastó para solo permitir, como único elemento de resistencia, la fidelidad al propio dolor.
La película opta, en su mayor parte, por el ascetismo formal, razón por la cual sobresalen tres secuencias clave en las que el virtuosismo a la hora componer un imágenes nos hace rozar la trascendencia sin necesidad de hacer saltos al vacío ni traicionar la estética del resto del metraje. En primer lugar, un juego del escondite nocturno acompañado de unas linternas que sucesivamente parecen irse transformando en luciérnagas y finalmente en hipnóticos puntos blancos de luz sobre un fondo opacamente negro: todo ello, para desembocar en un corte hacia el primer plano de la ecografía del bebé que espera la protagonista, en una extraña y conmovedora rima cromática. En segundo lugar, un esporádico reencuentro de Inés y su ex novio, en la que un beso en el interior de un coche se ve emborronado por la lluvia torrencial que oportunamente se interpone entre la cámara y la ya fracasada pareja, como una muestra de la disonancia entre la literalidad de las imágenes y sus verdadero significado. Y, como tercera muestra de la capacidad de La idea de un lago para hacer que lo filmado rompa los moldes habituales cuando las necesidades -emocionales más que argumentales- de la trama lo dicten, un plano subjetivo protagonizado por la madre de Inés, siguiendo con la mirada la figura de un hombre con sombrero de vaquero y lejanas reminiscencias con el marido perdido, desde la ventana del edificio en el que el Equipo Argentino de Antropología Forense ofrecerá una versión científica de lo que queda del cuerpo desaparecido.
La figura del hermano de Inés, Tomás, aparece como algo más que un personaje secundario: su fracaso sentimental, en paralelo al de la protagonista, nos da una pista de hasta dónde puede llegar el trauma afectivo por la ausencia del padre: aunque también es un innegable síntoma de época, en el que la decadencia del amor va unida a la de todo vínculo sólido con cualquier elemento del entorno que no sea la propia precariedad. La relación entre ambos acaba entretejida de complicidad, cuando comparten habitación y confidencias en el piso de Inés con un insistente ruido de tráfico de fondo: al igual que en el cine de Robert Bresson, los coches dejan la insistente huella sonora de una civilización que invade hasta lo más íntimo.
Con un tramo final trufado de planos que por su quietud y fijación por los elementos ambientales nos recuerdan a Abbas Kiarostami, en una muestra de que la belleza del entorno sigue existiendo y aun se acentua por lacerante que sea la memoria que la acompañe, termina esta película por convertirse en un admirable y evocador lienzo de la pérdida; del recuerdo de una idea, la de un mundo en el que el futuro estaba en su sitio hasta que la Historia lo invadió y lo devastó para solo permitir, como único elemento de resistencia, la fidelidad al propio dolor.
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