Volvemos al Festival de Cine de Ourense (OUFF) nueve años después, tras un levísimo contacto anterior derivado de haber nacido y vivido en la misma provincia en que se celebra. A pesar de esta circunstancia biográfica, debemos aclarar -no en menoscabo de la existencia del festival, pero sí de su repercusión durante la mayor parte de su historia- que el certamen no ha tenido ningún papel en nuestra educación cinematográfica, en la que el protagonismo principal corresponde, al menos en las etapas iniciales, al Cineclube de Compostela -algunos de cuyos fundadores forman hoy parte del sobresaliente proyecto cooperativo de Numax-.
Y volvemos, decíamos, atraídos por el nombramiento, hace pocos meses, de Fran Gayo, conocido por su labor anterior como programador en el Festival de Gijón y en el BAFICI, como nuevo director artístico, circunstancia que generó una notable expectación en las redes sociales en las semanas previas, expectación que se vio acentuada durante la celebración del festival. Habría que añadir que estas expectativas no se vieron correspondidas, en la práctica, por una respuesta equivalente del público de la ciudad: alguno de los pases más esperados, como el de Aquarius de Kleber Mendonça Filho (alabada en el último Festival de Cannes y todavía sin fecha de estreno en España, aunque sí con distribución anunciada, presente en la sección paralela Manifestos), contó con menos de una veintena de asistentes en el Auditorio Municipal (la sala de mayor tamaño de las que albergaban las proyecciones del OUFF); y el documental El teorema de Santiago (de Ignacio Masllorens y Estanislao Buisel) llegó en algún momento a los cinco espectadores (uno de ellos, el ganador del premio principal del festival, el documentalista chileno Ignacio Agüero), pero a los créditos finales solamente llegamos tres (entre los que no estaba el director de Como me da la gana II).
En cualquier caso, la respuesta del público no es el termómetro más adecuado para medir el éxito de un festival: Zinemaldia cosecha llenos sistemáticos en casi cualquier proyección del enorme Kursaal 1 (hemos podido asistir, atónitos, a un aforo completo para ver Evolution de Lucile Hadzihalilovic, quizá una de las películas menos estimulantes para un espectador no estrictamente cinéfilo), y su sección oficial sigue penando sin rumbo, desorientada en la búsqueda del glamour perdido. Para cambiar el rumbo de un festival e imprimirle un sello propio, es necesario hacer abstracción de estos detalles y mantener un apuesta continuada en el tiempo: en caso contrario, corremos el peligro de convertirlo en un cajón de sastre dirigido a un imaginario público medio, cuyo gusto lo situamos en donde nos convenga para colar la mediocridad de turno.
En este sentido, hay señales esperanzadoras en la 21ª edición del OUFF: en primer lugar, dos secciones competitivas con una buscada hegemonía del cine latinoamericano en general, y el argentino en particular (empezando ya por el título de la categoría principal, Competición Iberoamericana), en las que se opta por unas obras en las que, con independencia de los medios con que se realicen y la trayectoria previa de sus autores, existe, y se nota, una interrogación previa acerca de las formas con que fueron construidas. Por tópica y sencilla que parezca esta caracterización, no es tan frecuente encontrar un festival de cine que organice su programación con este criterio: ni siquiera, que lo organice con criterio alguno. El que existan al menos dos, uno relacionado con sus formas y otra con su procedencia geográfica, nos parece algo digno de valorar.
En segundo lugar, debemos comentar la imagen del festival, nada casual, procedente de una película argentina de 1969: Invasión, de Hugo Santiago, que llegó como buque insignia del pequeño foco dedicado al singular realizador argentino (aunque radicado en Francia desde hace más de cuatro décadas). Que un film con una carga histórica tan potente (tras su proyección nos atrevimos a pensar en su equivalencia al respecto con La regla del juego de Jean Renoir, tres décadas anterior) y de tan escasa popularidad sea rescatado como declaración de intenciones, acostumbrados como estamos a que la obsesión por la novedad se constituya en el principal reclamo de la mayoría de certámenes cinematográficos y a que se descarte cualquier cala relevante en la historia del cine, por significativa y desconocida que sea (como el largometraje que nos ocupa), es otro punto que habla favorablemente del nuevo OUFF.
Y en tercer lugar, es señalable que la sección oficial haya contado con una de las películas, en nuestra opinión, más relevantes de este 2016, Hermia & Helena, de Matías Piñeiro, obra luminosa y melancólica desde su mismo comienzo, con una dedicatoria a Setsuko Hara y un primer plano que nos sitúa en el mundo de Yasujiro Ozu y, a través suyo, en la bella imagen final de Le Havre de Aki Kaurismäki, y en la que la serie shakespiriana del realizador argentino alcanza un vuelo capaz de superar el molde del homenaje al célebre dramaturgo en el que ha querido encerrar sus últimas producciones.
Por todo ello, debemos observar con, al menos, curiosidad esta búsqueda de una identidad por el renovado Festival de Ourense. El esfuerzo puesto ahora en ello, y nuestro desinterés en sus dos décadas anteriores merecen, al menos, una mínima compensación.
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