26 de marzo de 2018

Una felicidad sin mácula sería como un poema mal escrito


Hoy sabemos que Klaus Detlef Sierck, joven estrella del cine alemán bajo el nazismo y actor en doce largometrajes entre 1937 y 1942, murió el 6 de marzo de 1944, tres semanas antes de cumplir los 19 años, en el Frente del Este, en la aldea ucraniana de Novo Alexandrovka. Es probable que este hecho nunca llegara a ser conocido por sus padres, Lydia Brincken y Hans Detlef Sierck; ambos se divorciaron en 1929 y siguieron caminos diametralmente opuestos. Brincken, actriz teatral, se afilió al Partido Nazi y educó a su hijo en esta misma ideología, impulsándolo a enrolarse en las Juventudes Hitlerianas y a iniciar su carrera como actor; después de la desaparición del joven Klaus durante la II Guerra Mundial y del derrumbamiento del nazismo, se suicidó, según los datos disponibles hoy, el 25 de agosto de 1947. Sierck era, en el momento del divorcio, un reputado director teatral (en palabras de Javier Maqua, "futuro sucesor del gran gurú de la dirección escénica teutona, Max Reinhardt"); media década después se casó con la actriz judía Hilde Jary y fue denunciado por su primera mujer por este matrimonio con una "no aria": como resultado, una orden judicial le prohibió volver a ver a su hijo. 

En estas condiciones, en 1935 se convirtió en director de cine por "razones de necesidad política" o, como dice Maqua de otra forma, "el cine era un lenguaje universal que que facilitaba la búsqueda de trabajo con independencia de la nación elegida". El método que eligió el entonces director del Altes Theater de Leipzig al encontrarse con la oportunidad de montar Twelfth Night, de Shakespeare, en uno de los mayores teatros de Berlín, fue el siguiente:
Traté de ponerla en escena de forma cinematográfica, confiando absurdamente en la esperanza, diez veces imposible, de que alguien del cine, que estaban todos en Berlín, reparara en ella. Sorprendentemente, los productores de la UFA se presentaron dos días después. 
Tres años más tarde y ya convertido en un afamado cineasta, con siete largometrajes a sus espaldas, huyó de Alemania siguiendo a su mujer, exiliada en Roma, en un periplo que le llevó a Zurich, París y Rotterdam para desembocar, en 1939, en los Estados Unidos, en donde su nombre se transformó en el de Douglas Sirk. Tras una década, la de 1950, en la que se convirtió en el mayor director de melodramas de Hollywood, Sirk se retiró tras realizar Imitación a la vida (1959), la película más taquillera hasta entonces del estudio Universal.



Teniendo en cuenta las condiciones de acceso al cine de la época, una década después de su retiro Sirk era un ex cineasta relegado a un relativo olvido. En ese contexto y en el verano de 1970 el entonces crítico de cine Jon Halliday decide intentar paliar esta postergación acometiendo una serie de entrevistas que dan lugar al libro Sirk on Sirk, que tiene una peculiaridad que diferencia a sus dos ediciones: la primera, en vida del entrevistado, omite toda alusión a Klaus Detlef, su único hijo. La segunda, tras la muerte del cineasta y a petición suya, añade algunas alusiones a uno de los episodios más decisivos de su biografía. Sirk describe así la peripecia vital de su hijo: 
Protagonizó algunas películas importantes, entre ellas algunas películas nazis de renombre. Luego, cuando la industria cinematográfica empezó a sufrir un parón, fue alistado en el ejército. Al ser un actor importante, le habían concedido una especie de aplazamiento. Desde entonces nunca más se supo de él. Parece seguro que resultó muerto en el frente ruso. Nunca pude averiguar cómo murió, ni dónde.
Si desde 1944 desaparecen las pistas sobre la vida de Klaus Detlef, para su padre la desaparición empieza mucho antes: 
Mi primera mujer se hizo nazi, en parte por hostilidad hacia mi matrimonio con mi segunda mujer, Hilde, que es judía. Pero mi primera mujer no sólo se hizo nazi, convirtió a mi hijo en nazi. (...) Muy en contra de mis deseos, convirtió a mi hijo en actor. Era un chico excepcionalmente bien parecido. Una vez él trabajaba en un plató a unos ciento cincuenta metros de mí en la UFA, pero no me permitieron hablar con él. El único modo en que podía saber de él era yendo a verle en las películas.
Sirk muere en enero de 1987 y si nada cambió entre las entrevistas de 1970 y la fecha de la segunda edición del libro de Halliday, nunca llegó a obtener respuesta a los interrogantes que le obsesionaban. Cuarenta años antes, en 1949, hizo un paréntesis de un año en su estancia en Estados Unidos e indagó sobre el destino de su hijo; en la primera edición de Sirk on Sirk, sutilmente, se limita a afirmar: 
No vamos a tratar de esto, pero todo iba mal. (...) Regresé a los Estados Unidos sintiéndome muy desmoralizado. 


Todos estos hechos nos hacen pensar que la cosmovisión del Douglas Sirk cineasta le debe mucho a unos acontecimientos atravesados tan dramáticamente por la vertiente más cruel de la historia del siglo XX. Si Sirk quiso hacer justicia póstumamente a su hijo con el protagonista de Tiempo de amar, tiempo de morir, quizá no iba tan desencaminado al componer un soldado alemán alejado del fanatismo y del sadismo al que el nazismo rampante le predisponían; por inadecuada que fuese la educación que recibió, lo último que sabemos de Klaus Detlef es a través de las memorias del cineasta Veit Harlan, que le dirigió en la última película en la que pudo actuar antes de partir al frente, Der große König (1942, rodada casi en paralelo a la primera película de Sirk en Hollywood, su opuesta en casi todo: Hitler's Madman). En ellas se narra la antipatía que despertó el joven actor en Joseph Goebbels durante dicho rodaje, del que le cortó algunas escenas: 
Lo persiguió, de manera completamente injustificada, por homosexualidad, lo trajo ante la Gestapo, le prohibió filmar y envió a un chico tan inusualmente delicado y sensible a los militares.
La alusión a la homosexualidad no es baladí en un cineasta como Harlan, que además de haber sido uno de los favoritos del Tercer Reich realizó, ya en plena República Federal, una película abiertamente homófoba como Anders als du und ich (1957). Sobre Der große König podemos decir que, dentro de sus excesos nacionalistas y de su inclinación hacia el culto al líder (sobre Federico II el Grande se dice que "se elevó hasta alcanzar una grandeza no igualada en la historia de la humanidad"), es una buena muestra de la competencia técnica de su realizador, capaz de dar algo de lustre a un material tan rancio y anacrónico como el que se deriva de las glorias militares prusianas. En el reparto, acompañado de actores tan significativos como Gustav Fröhlich (antiguo protagonista de Metrópolis, de Fritz Lang) o Paul Wegener (anteriormente director de El estudiante de Praga El golem), aparece y brilla, a pesar de lo episódico de su personaje, el joven Sierck. Su primera secuencia parece aludir al trágico futuro que le espera: 
















Y en la parte final de esa misma secuencia, el último plano parece querer homenajear uno de los elementos esenciales del cine de su padre, el espejo, sobre el que el director de Sólo el cielo lo sabe afirmó años después: 
Ver a través de un espejo confusamente: significa que todo, incluida la vida, te resulta inevitablemente ajeno, no se puede asir ni tan siquiera tocar esa impresión, sólo podemos atisbar sus reflejos. Si tratas de asir la felicidad tus dedos únicamente encuentran una superficie de vidrio, la felicidad no tiene existencia propia.
Con todo, el cine de Veit Harlan y el del primer Douglas Sirk estaban muy alejados; si una cosa nos sorprende, vistas hoy las siete películas alemanas del futuro autor de Magnificent Obsession, es que el gran director de melodramas estaba ya presente casi desde sus comienzos y que las concesiones de su talento al más que contaminado estado de cosas que podría propiciar al régimen de Hitler, ya instalado cuando estrena su ópera prima April, April!, fueron nulas. Sirk hace esta significativa descripción de cuál es la fuente primaria de su universo como cineasta: 
Cuando era un chiquillo, solía ir mucho al cine, sobre todo a un pequeño cine de Hamburgo llamadro Théâtre Royal, donde pasaban muchos melodramas, especialmente daneses. Y entonces sentí que tenía que volver a aquellos días primitivos y recuperar un poco la atmósfera de aquellas películas y la felicidad que me daban de niño. 
Y en estas palabras parece estar presente, también, el recuerdo del hijo que ya en 1935 parecía perdido para él por la aplicación de las aberrantes leyes raciales del Tercer Reich. De la obra alemana de Sirk podemos admirar, además de una impugnación casi permanente del poder establecido y una consideración positiva de personajes marginales o de situaciones tabúes (aunque se cuidase de trasladarlas fuera de la Alemania contemporánea: bien hacia el siglo XIX, bien hacia otros países como Noruega, Inglaterra o Puerto Rico), detalles tan estimulantes como esta ruptura de la cuarta pared (y del espejo) en La muchacha del páramo:





Elementos tan sugestivos como éste desaparecen en su última película alemana, La Habanera, que sin ser en modo alguno una obra fallida desprende una gravedad y una rigidez inhabituales; algo más trágico y oscuro (si cabe) de lo acostumbrado en su filmografía parece anidar en ella, y quizá Sirk nos dé la pista definitiva al hablar de las condiciones del rodaje: 
Fuimos a Tenerife, que estaba en manos franquistas, para rodarla. Era en medio de la Guerra Civil española. Era terrible lo que estaba pasando allí: había un enorme campo de concentración, algo que yo no había visto en Alemania. Era sencillamente horrible. 
Del reparto de La Habanera nos llama la atención un joven, Michael Schulz-Dornburg, de aspecto típicamente ario y con ciertas similitudes con Klaus Detlef: nacido en 1927, con carisma infantil y naturalidad ante la cámara, parece predestinado a convertirse en otra estrella juvenil del cine alemán. Nada más lejos de la realidad: La Habanera fue su última película y el único dato posterior que encontramos sobre él es el año de su muerte (la fecha, todavía indeterminada): 1945, en el frente de guerra, "cuerpo perdido o destruido". 


Sobre este destino, sobre Klaus Detlef y Michael y todos los casos análogos que en el cine y fuera de él existieron, cabría añadir unas palabras finales de Douglas Sirk: 
No soy tan pesimista como puedo parecer a veces. Creo en la felicidad... La felicidad tiene que existir, puesto que puede ser destruida. Además, una felicidad sin mácula sería como un poema mal escrito (...) Sólo las cosas que están condenadas pueden ser tan dolorosamente tiernas. La verdadera felicidad nunca dura.

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