5 de octubre de 2022

Zinemaldia 2022 (3): Sonambulismo




Diez días separan la clausura de la 70ª edición del Zinemaldia del comienzo de la escritura de este texto: tiempo suficiente para poder haber podido ver en salas comerciales algunas de las películas que por razones de tiempo no pudieron entrar en el apretado calendario que la programación del festival permitió, en una ocasión además en la que la cantidad de obras de estreno inminente (en especial en la sección Perlak, pero también en la Sección Oficial) era inusualmente elevada. La primera de ellas, en la noche del 3 de octubre, fue No te preocupes querida, de Olivia Wilde, vista en los cines Embajadores. La sala estaba llena pero las condiciones de la proyección fueron excelentes: el silencio reinó durante casi todo el metraje, la comodidad de las butacas era óptima y la atención y el ánimo fueron buenos; la película, pese a sus defectos, resultó más interesante y mejor acabada de lo esperado. 

Podemos decir que las circunstancias descritas anteriormente suelen redundar en favor de una buena asimilación de una película. También podemos decir que dichas circunstancias estuvieron muy lejos de producirse en la gran mayoría de sesiones de la presente edición del Festival de San Sebastián: la irritación y el rechazo ante el cariz que iba tomando el conjunto de las obras seleccionadas en la práctica totalidad de las secciones, la redundancia casi siniestra de una serie de cortinillas que parecían querer competir con las cadenas de multicines menos respetuosas con la puntualidad de sus sesiones, la sensación de vacío y de repetición que transmitía la sección oficial, las pobres maneras -a través de fotografías antiguas montadas con escaso talento y repetidas hasta la saciedad- de mostrar que se trataba una septuagésima edición, algo que a priori se haría acreedor de algún tipo de recapitulación y de balance (señal, por otra parte, de lo poco que parece importarle al Zinemaldia su propia historia), la progresiva y alarmante ausencia de estímulo intelectual que iba consumiendo las ganas de entrar a cada nueva proyección y, finalmente, la sensación, en la octava ocasión en que acudía a este certamen, de estar siendo arrastrado por una suerte de inercia negativa colindante con el sonambulismo, y que era lo único que justificaba mi presencia en Donostia. Como consecuencia de todo ello, una nube negra en forma de agotamiento que todavía persiste y que inevitablemente está marcando también las palabras con las que estoy intentando traducir la experiencia desde el mismo día de mi regreso. 




Podrá decirse, pese a todo, que precisamente en un panorama así es en el que brillan las películas auténticamente valiosas, capaces de arrasar todo contexto negativo y sobreponerse hasta a los estados de ánimo menos propicios, hasta a las condiciones de proyección más extenuantes. Por ejemplo, películas como la chilena 1976, ópera prima de Manuela Martelli presente en la sección Horizontes Latinos y, quizá, la más perdurable de todas las proyectadas en esta edición. Ya desde su mismo comienzo queda clara la manifestación del conflicto que la atraviesa a través de elementos puramente cinematográficos nada obvios y de gran significación: el primer plano de una cubeta de pintura rojiza y una voz que pide pide "más azul" para conseguir la mezcla deseada, un zapato salpicado por esa misma pintura, el sonido clamoroso de una persona perseguida y detenida en el exterior del local en el que se lleva a cabo la aparentemente inocua mixtura de colores, sin que la cámara se mueva ni se acerque a esta acción; posteriormente, un zapato perdido, símbolo del violento arresto que ha tenido lugar en fuera de campo y que aparece ante los ojos de la protagonista (y los nuestros) debajo de su coche. Con este arranque se anclan en la memoria del espectador unos ingredientes que volverán a aparecer: los primeros planos de zapatos (más tarde veremos los de un obrero en la casa de la protagonista, deslavazados, y los que esta misma protagonista compra en el tramo final para regalar al personaje que desencadena todas sus contradicciones, un presumible militante del MIR, tan impolutos que no llegarán a ser utilizados), el tono de pintura (tan semejante al de una sangre diluida, y que luego veremos empleado en la reforma de la casa de vacaciones en que transcurre la acción, como sangrienta metáfora del origen de los privilegios en que se funda la existencia y el disfrute de esa vivienda pegada a la playa) y los encuadres nada ortodoxos, que serán utilizados con una maestría que nos recuerda a los de una película de similares intenciones y parecida factura técnica, La larga noche de Francisco Sanctis, presente seis años atrás en la misma sección de Horizontes Latinos en la que se ubicó en esta ocasión 1976




A estas notables características se le añade un uso muy bien dosificado de los equívocos en la progresiva transformación de un drama en un thriller: desde el momento en el que la protagonista asume la clandestinidad como forma de actuar, tenemos sospechas de que está siendo perseguida por un coche que enciende y apaga sus luces a capricho, de que sus llamadas telefónicas están intervenidas, de que su casa ha sido asaltada policialmente, de que el desconocido que la aborda en un bar es un agente de la DINA y que el "nuevo vecino" que la visita en el tramo final y que usa un siniestro doble lenguaje es exactamente lo mismo: pero, en ninguno de estos casos, llegamos a tener la certeza de que es así. Una sutileza que añade poco a pocos las gotas de tensión auténtica que necesita una historia en la que, hoy sabemos, nada puede acabar bien: pero, finalmente, gracias a la confianza que desprende en un espectador políticamente consciente y a un gran trabajo con la música y el sonido, acentuando la angustia de la protagonista y la nuestra, termina 1976 por convertirse en una muestra del mejor cine político: nada aleccionador, nada complaciente, nada heroico y nunca cruel. 




Otra muestra notable de este subgénero, que ya luce en salas desde hace semanas y que no lució todo lo que merecía en la sección oficial al haber sido ubicada, por motivos ignotos, "fuera de concurso", es Modelo 77 de Alberto Rodríguez, película que además de conseguir evocar los elementos más básicos de la solidaridad humana al adentrarse en el corazón de una lucha sin fin (la de los presos comunes durante la Transición, que nos traslada a una vieja sentencia olvidada: la de que "todos los presos son políticos") y de concentrar las virtudes del viejo cine de prisiones (no en vano hay algún guiño, en forma de microespejo construido con un cepillo de dientes, al punto culminante del género que fue La evasión de Jacques Becker) consigue también, sutil pero implacablemente, describir la manera con que el sistema político español ha podido ir desbaratando todos los movimientos opositores de importancia (en este caso, la Coordinadora de Presos en Lucha, pero el método se ha ido aplicando de igual manera hasta hoy mismo con todo tipo de organizaciones): cooptando a algunos de sus líderes a condición de que éstos den por amortizada la causa a la que servían. Así, Modelo 77 describe unos pocos triunfos individuales y un fracaso colectivo, el de la lucha que encarna la COPEL, que no consigue ninguna de sus reivindicaciones mientras sus líderes acaban en el Senado, con pasadores de oro en la corbata o siendo discretamente escoltados en autobús tras el éxito de una en apariencia arriesgada fuga. En esto, la voluntad de los elementos cooptados es un vector secundario y no les libra de ser integrados: el que no quiera, será integrado en el sistema a la fuerza (el destino, en definitiva, al que se aboca a los protagonistas, a pesar de una integridad a prueba de torturas).

Apoyándose en unas composiciones visuales de fuerte densidad metafórica desde su mismo comienzo (en el que un plano cenital de la cárcel Modelo panea hasta la ciudad de Barcelona que a su vez la acoge y la oculta, y en el que se cifra una suerte de tierra prometida que, en esos años de transición, parece por momentos estar al alcance de la mano) y en una gran habilidad para construir secuencias climáticas (como el motín de los tejados o la paliza del protagonista interpretado por Miguel Herrán, en plano subjetivo, a uno de los más arrogantes funcionarios de la prisión), Modelo 77 es capaz también de trazar los círculos, a veces visibles, a veces invisibles, que separan los distintos grados de marginalidad en la prisión, y que lejos de ser rígidos se van entrecruzando entre sí. Resulta significativa al respecto la personalidad del protagonista, motejado de "turista" por su veterano compañero de celda (Javier Gutiérrez) nada más llegar, y que repite en varias ocasiones: "yo no soy como ellos", que se ve cuestionada cuando el preso-médico que ha fungido como líder de la COPEL en la prisión le espeta: "¿Por qué te crees que estoy yo aquí?", al igual que la en apariencia nítida separación entre presos políticos y comunes se va rompiendo cuando se evidencia el apoyo de la CNT o de movimientos contraculturales (como el que encarna la revista Star, que el protagonista recibe en una ocasión por parte de la esperanzada hermana de su expareja) a su lucha. A través de otros dos detalles visuales de impacto (los zapatos del compañero muerto, para no olvidar el pasado, y los cuerpos que se confunden en una cristalera, para sellar la posibilidad de algún futuro), Alberto Rodríguez ofrece un desenlace a la altura de su planteamiento y que termina por consagrar su nuevo largometraje como uno de los más políticamente significativos de los tiempos recientes. 






Como coda a este gran paréntesis al sonambulismo que prevaleció durante los días del festival, no puedo dejar de citar otras dos películas de aparente sencillez y modestas pretensiones, pero con importantes cargas de profundidad dentro de sus respectivos dispositivos. En primer lugar, Amigas en un camino de campo, de Santiago Loza, que a través de largas conversaciones tan llenas de paz en sus formas como repletas de conflictos y heridas silenciosas en su fondo y la calmada filmación de elementos de la naturaleza (el agua, las flores, las piedras o un cráter) o del paisaje (las vacas o los trenes de mercancías), consigue transmitir la asunción serena de la imposibilidad de dar marcha atrás a los errores de una amistad que se termina. Y, por último, El caso Padilla, de Pavel Giroud, un documental de archivo que muestra que a veces no es necesario filmar nada nuevo para conseguir la mejor materia prima cinematográfica, aquí expuesta en toda su contundencia y con la apoyatura contextual (también de archivo) adecuada, y que nos traslada, de nuevo, a los años 70, aquí para recordar que las miserias del presente no se derivan solo de la insólita pericia de una serie de monstruos, sino también de los errores, renuncias y crímenes de quienes lucharon frente a ellos. 



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