31 de enero de 2019

Quince horas y cincuenta minutos



Afrontar el visionado ininterrumpido en una sala de una película de una duración tan inusual como las quince horas y cincuenta minutos de la escuetamente titulada 15 Hours, de Wang Bing, requiere, al menos, la convicción previa de que la obra en cuestión tiene una importancia a la altura de la concentración y del tiempo que exige. En este caso, un elemento que ayudaba a situarse en tal punto de partida era la existencia de Al oeste de los raíles, cuyos monumentales 556 minutos mostraban que el cineasta chino, lejos de intentar adaptarse al tiempo que se suele considerar propio de una obra cinematográfica, decidía, al contrario, o bien desafiarlo e intentar que las reglas del cine se adaptasen a lo que tenía que mostrar, o bien desconocerlo, como si fuese un pionero cuyos pasos iban decidiendo lo que el cine sería después de su singular aportación. 

El segundo elemento, ya decisivo, a la hora de decidir formar parte de tan singular proyección fue el planteamiento de 15 Hours y su pretensión de filmar una jornada laboral en la fábrica textil de la calle Xisheng, en la localidad china de Zhili, a donde y según los créditos iniciales llegan 200.000 inmigrantes al año para trabajar en alguna de las 18.000 fábricas de ropa que la abarrotan y de las cuales sale el 80 por ciento de la producción de prendas infantiles. El hecho de que el paisaje industrial de las grandes ciudades sea ya un recuerdo del pasado, y a la vez las tiendas de ropa hayan ido multiplicando su presencia y ocupando algunos de los mejores y más céntricos locales de cualquier metrópoli ha extendido la certidumbre de que el trabajo en el que sustenta la industria textil se fundamenta en una explotación laboral que no resiste su exposición a la luz pública. Una certeza de la que nadie parece dudar, a pesar de que efectivamente la confección de prendas de ropa se haya ido trasladando a lugares cada vez más lejanos e inaccesibles según la desatada lógica económica iba considerando que los costes en salarios eran excesivos en cualquier lugar establecido anteriormente y conforme las ciudades iban priorizando su conversión en marca turística con ambiente de luces cenitales e hilo musical de dentista.

Si este rumor se convertía ya una evidencia al alcance de cualquiera al observar con atención la etiqueta de una prenda de vestir en la que consten el país de fabricación y el precio final, faltaban las imágenes que, de forma irrevocable, mostrasen el lugar del crimen: cómo se fabrican, por quiénes y en qué condiciones. Eso es lo que ha hecho Wang Bing en 15 Hours y, por más que se trate de una película cuyo público es necesariamente muy escaso (la prueba es que, a día de hoy, ni siquiera figura como película existente en la por lo general exhaustiva base de datos IMDb), su importancia a la hora de documentar la explotación laboral en nuestra época es más significativa que la de cualquier reportaje, investigación o libro de viajes; sus equivalentes habría que buscarlos más bien en el siglo XIX y en obras escritas como las de Karl Marx o Charles Dickens.  

En la interacción entre una experiencia extrema para un espectador cinematográfico y una experiencia cotidiana para un grupo de obreros chinos del textil surgió la singularidad de esta sesión, que empezó a las nueve de la mañana el 21 de octubre del pasado año en el Auditorio del Edificio Sabatini del Museo Reina Sofía: un día otoñal, marcado, en los minutos previos al comienzo de la película, por el ambiente desértico de las calles (como corresponde a un domingo a primera hora). El museo, que no abría sus puertas al público ajeno a la proyección hasta una hora después, estaba, con la excepción de dos vigilantes, una limpiadora y el proyeccionista, aparentemente vacío, y más allá presencias esporádicas y las entradas y salidas propias de cualquier espectador curioso pero superficial de una visita dominical a un museo, la sala no acogió durante la mayor parte de la proyección a más que a dos espectadores, hasta que las servidumbres del transporte público obligaron a Raúl Liébana a perderse la hora final.

Tan singular era la sesión que el proyeccionista se sintió obligado, al comenzar, a preguntarnos si queríamos alguna pausa, habida cuenta que la sola extensión de la película significaba terminar a la una de la madrugada. Disipada la duda (sin pausas), la cámara de Wang Bing empieza situándose en el pasillo exterior del edificio que acoge el taller 68 de la fábrica textil de la calle Xisheng, encuadrando un lento y silencioso amanecer que se ve sobresaltado por una catarata de fuegos artificiales. Que ejerzan de ruidoso despertador colectivo de los trabajadores que viven en el mismo edificio en el que se dedicarán a confeccionar ropa nos da la primera señal de que la diferencia entre trabajo y vida es mínima: el cineasta, en cualquier caso, intentará respetarla al quedarse siempre un paso más acá de la puerta de sus habitaciones, y su registro, sin apenas cortes, de la continuada y extenuante jornada de trabajo transcurrirá entre el taller de confección y los lugares de transición, los pasillos, quedando el comedor colectivo también a salvo de la indiscreta mirada del espectador. 





No hace falta esperar demasiado tiempo, tras el estridente toque de corneta, para ver a todos los trabajadores incorporados al taller e iniciando con brío su actividad. Alguno de ellos comenta su salida nocturna del día anterior, otro su consumo televisivo ("hasta las cuatro de la madrugada") y un tercero cuenta sin embarazo que "me tiré en internet toda la noche". Ni en sus conversaciones ni en su aspecto físico encontramos el estereotipo del obrero del textil: al contrario, abundan  los collares dorados, las camisetas de marca, los anillos plateados, los relojes llamativos, los cortes de pelo modernos, los auriculares, el tono desenfadado en los comentarios, la pasión consumista. A simple vista, parecería, pues, que la estandarización de la juventud es un proceso mucho más extendido de lo que sospechábamos, y que la desaparición de la "clase para sí" es un hecho mucho más irreversible de lo que cualquier teórico político que merezca la pena leer querría admitir. 

Entre tan atrevidas conclusiones transcurren, con una rapidez insospechada, las cuatro primeras horas de metraje, de las que surge otra conclusión más: que 15 Hours merece ser vista entera y con la mayor atención posible; pierden, pues, sentido, las palabras con las que la película era presentada en la web del museo: "En esta proyección, la sala de cine se plantea como una instalación, en la que el público podrá circular libremente". Lo mejor es quedarse y circular lo menos posible. 

En este primer tramo, Wang Bing compone sobre todo encuadres laterales, situando la cámara a un metro y medio de distancia del trabajador y a la altura de las máquinas de coser, de tal modo que vemos el cuerpo entero de los protagonistas mientras realizan sus repetitivos movimientos. Aunque a primera vista no dejan de llamar la atención la agilidad y el dominio de la tarea que muestran algunos de ellos, que parecen filmados por momentos a cámara rápida, y la buena atmósfera que reina en apariencia en el taller, hay algunos elementos discretamente alienantes que van tomando cuerpo conforme avanzan las horas: el ruido de las máquinas de coser, que se enseñorea del ambiente con toda la fuerza que le da su reiteración, la inadecuación de los asientos en los que pasan el día, unos bancos de madera construidos pobremente y sin respaldo, y la falta de conexión con el exterior: aunque sepamos que es un día soleado, solo lo distinguimos por una luz de fondo, que en nada incide en unas mesas de trabajo presididas por unos enormes ovillos de hilo negro y cuyos múltiples restos acaban inevitablemente en el suelo.




A las tres horas y cuarenta minutos de película, llega la pausa: no en la proyección, sino en el taller, que los trabajadores abandonan para comer. Antes, la cámara ha ido preparando el ambiente al enfocar el lugar de trabajo casi vacío, con una columna y dos bancos en el centro del encuadre a modo de divisor simétrico del plano. La ropa se queda amontonada en el suelo, a la espera del regreso del "capital humano"; desparece el ruido de las máquinas de coser y empieza a oírse el del aire acondicionado y de los ventiladores de techo. Al poco, la cámara sale al exterior del taller y en el pasillo exterior vemos las puertas abiertas de otros talleres, a algunos trabajadores fumando y a otros hablando por su móvil. Hace sol. Cuando la cámara regresa al interior, un obrero, que forma parte de la inmensa mayoría que ha limitado su pausa a un trayecto entre el taller y el comedor, sin querer ver la luz exterior, le pregunta a Wang Bing si ha comido. 

Un discreto corte de plano marca la vuelta al trabajo, en la que aparecen las primeras discusiones entre los protagonistas, así como el ruido de un golpe y un quejido de fondo (un posible accidente laboral, del que no sabremos más). Al poco aparece la dueña de la fábrica, de 29 años y estética no muy diferente a la de los obreros más jóvenes: mechas rubias, zapatillas negras con llamativas alzas blancas, minifalda negra, tatuaje en la rodilla y móvil al cuello con un colgante rosa. Su presencia y sus palabras, en cualquier caso, no son muy amables ("el taller está viejo, nada funciona como debería", sentencia); por otra parte, la excesiva brevedad en el descanso para comer hace que el ritmo de producción vaya a medio gas: tras  los reproches de la jefa por la lentitud, se comen cacahuetes, se comentan las deficiencias y siguen las conversaciones y las consultas al móvil. 

Podemos decir que el segundo turno de trabajo empieza en realidad a las cinco horas y ocho minutos de proyección, cuando reaparece de forma súbita el ímpetu inicial. En medio de la tarea, surge una inesperada subtrama familiar: tres de los obreros son marido, mujer e hija; las dos últimas comparten mesa y la segunda le espeta: "Tu padre solo se dedica a coger el material y entregarlo. Cuando toca descanso, se queda ahí embobado". Y minutos más tarde, se dirige así a su marido: "¿Crees que me estoy haciendo mayor y gruñona? Me harta discutir contigo". Durante un instante coinciden los tres en el mismo plano, luego la cámara le sigue a él y se le pega: parece serio y callado, pero enseguida dirige comentarios irónicos a otro compañero, mientras sonríe y se mueve con desenvoltura.

Sobrepasadas las seis horas película, Wang Bing se detiene en un obrero de 28 años que -suponemos, por su sonrisa- parece estar escuchando un audio humorístico a través de sus auriculares y cuya dedicación a la tarea de coser pantalones se torna admirable por su precisión y su agilidad. La cámara aprecia el trabajo manual bien hecho y se acerca un poco más; él se da cuenta, pero continúa sin descanso y no podemos dejar de admirar la belleza de su labor. Se trata, en definitiva y a pesar del contexto tan prosaico en que nos encontramos, de un trabajo útil, la confección de un pantalón, en contraste con la kafkiana maraña de empleos de dudosa necesidad que conforman el demente mercado laboral en que habitamos. 




Pasadas las seis horas y media de metraje, uno de los protagonistas comenta que "la mayoría de los que trabajamos aquí somos de Anqing. No nos graduamos y nos pusimos enseguida a trabajar fabricando ropa". El hecho es que los rótulos que hacen constar nombre, edad y antigüedad en la empresa de todos los trabajadores nos aclaran que buena parte de ellos entraron con 16 años y llevan al menos un lustro realizando la misma actividad, aunque en algún caso la incorporación a la fábrica se produjo a los 13 (sic) años.

Los encuadres se van haciendo más cercanos, ocupando la máquina de coser el extremo derecho del plano y los obreros, desde las rodillas hasta la cabeza, el resto. Cuando están a punto de cumplirse las siete horas de película, la sensación de cansancio y monotonía empieza a aparecer, y una de las empleadas describe cómo la pasada noche tuvo que alargar su jornada para meter algodón a mano en los pantalones porque se habían terminado los forros. Sus palabras parecen impresionar momentáneamente a la cámara, que la sigue hasta la puerta por la que sale a buscar más hilo hasta que, pasados unos minutos, abandona su apuesta por la espera y el espacio vacío.  Al poco, oímos a uno de los trabajadores más ágiles decir: "Chen y yo estamos compitiendo para ver quién es el más rápido", en una de las expresiones de espíritu estajanovista más prístinas de una película que se ve invadida por un afán de productividad que asombra más conforme van transcurriendo las horas. 

Una de las traducciones más significativas de este espíritu se produce cuando, a las siete horas y media, entra en el taller un vendedor de tortitas, que las ofrece "de cebolleta o de verduras salteadas". Casi todos comen, pero el descanso para merendar es tan ínfimo que antes del último bocado alguien verbaliza con un "vuelta al curro" el ansia por regresar lo antes posible a la tarea. 

Finalmente, y cuando se cumplen siete horas y cincuenta y cinco minutos de proyección, aparecen los créditos de "fin de la primera parte", aunque la pausa es meramente técnica: en cuanto empieza la segunda mitad, la disposición de los trabajadores es prácticamente idéntica, y si bien al principio de la película se ha especificado que se rodó durante "un mes", podría pasar por una jornada laboral filmada del tirón. En esta segunda mitad la despersonalización se va adueñando del ambiente en el taller y a las nueve horas de película ya prácticamente nadie habla; de fondo solo hay máquinas y cabezas agachadas sobre las mesas.

El cielo parece, sin embargo, abrirse cuando llega la hora de la cena, las 9 horas y 20 minutos de película; sin embargo, tras las expresión "hora de cenar" nadie reacciona hasta cinco minutos después; la cuerda para trabajar, pues, parece intacta. La cámara, al igual que hizo durante la interrupción de la comida, se queda quieta filmando el taller vacío; un llamativo corte de plano sirve para acercarse a los dos únicos trabajadores que se han quedado, en un paralelismo con la sala del museo, que en ese momento consta, también, de dos espectadores. 

La reaparición, poco después, de la jefa del taller provoca cierta conmoción al indicar que ha habido durante la jornada un uso incorrecto del hilo amarillo en lugar del negro: les pide que lo rehagan, "sin prisas". Consciente de la hostilidad que genera, le echa la culpa a su marido, por no dar la cara, con estas palabras: "Nunca hace lo que dice. Está pegado al ordenador todo el día y pasa de la producción (...) Pero luego los comentarios no se los calla". Su queja, en la que se van mezclando la evitación de responsabilidades y la amargura por un matrimonio infeliz, va subiendo de tono hasta el punto de que la cámara se harta y, en un gesto inhabitual, huye de ella saliendo al pasillo exterior, lo que nos sirve para ver cómo el sol se está poniendo. En cualquier caso, no dejamos de oír expresiones suyas (tales como "para esto sería mejor estar muerta") y cuando la cámara vuelve a entrar el lamento se centra en su solitaria asunción de la maternidad ("estoy sola, en casa y en el trabajo. Yo no quería hijos") y llega hasta la expresión "nadie entiende mis problemas". Aunque la incomodidad de Wang Bing sea manifiesta durante este largo quejido (evita que ella ocupe el centro del plano y no la subtitula más que el tiempo imprescindible), no puede evitar que oigamos el sollozo de la jefa hablando con la misma obrera que tenía horas antes conflictos con su marido. 

La cámara acaba con esa situación fijándose en la hija del matrimonio de trabajadores y sus cuchicheos cómplices con un compañero, que terminan en risas. Con un paneo rápido sigue a la joven y el pudor del cineasta termina por vencer el interés dramático de una jefa quejándose hasta las lágrimas ante los mismos obreros a los que explota en una jornada que incumple los estándares de cualquier legislación laboral que merezca tal nombre. Del taller 68 se va al taller 72, cuyos trabajadores, suponemos que no enterados previamente de la filmación, preguntan a Wang Bing: "¿Por qué estás grabando? ¿Estás investigando algo?". El regreso al escenario de nuestros protagonistas, el taller 68, se produce a las 10 horas de película: una entrada tímida de la cámara muestra que la jefa sigue siendo el centro de atención, ahora consolada con con la genérica expresión "los problemas familiares son los más difíciles." La situación muestra ahora un ambiente semejante al del final de una jornada, con charlas distendidas y el hombre del matrimonio que discutía horas antes haciendo autocrítica: "Todos creen que soy muy lento. No se me da bien esto". Otro de los trabajadores coquetea con una compañera, pero ante la cámara se retrae. 

Sin embargo, este ambiente no era más que un breve paréntesis. A las diez horas y veinte minutos, otra voz anuncia la "vuelta al curro". Se trata del tercer turno, después de haber cenado, de un trabajo manual monótono y repetitivo, y sin embargo, todos parecen retomar la actividad con el ímpetu intacto: a mis ojos, resulta increíble. En este nuevo turno se nota la atmósfera nocturna y hay cierta desinhibición: la cámara deja de ser un silencioso testigo y algunos trabajadores jóvenes intentan lucirse, mientras se oyen comentarios como "han venido a entrevistarnos" o "me gustaría estar más guapo para la película". 

Wang Bing parece ya cansado de sus habituales encuadres y a las once horas y quince minutos hace que el aparato de aire acondicionado se adueñe del centro del plano, hasta el punto que la cámara parece que se lo va a comer. Las enormes madejas de hilo negro, con la puerta y las ventanas de fondo con idéntico color nocturno, dotan ahora al cuadro de una bella coherencia cromática. En ese sentido, durante las últimas horas como espectador el hastío está lejos de aparecer; surge la admiración por el noble arte de fabricar vaqueros y por los explotados empleados que, sin desfallecer en ningún momento ante las cámaras, muestran un perfeccionismo y una capacidad de trabajo impresionantes. 

En estas últimas horas se generaliza también la música ambiental (primero romántica, luego electrónica y ruidosa) y los guiños a cámara (uno de los trabajadores le ofrece así tabaco al cineasta: "tome, jefe Wang, un piti"), así como el desenfado absoluto en las conversaciones. Un detalle nos lleva a pensar que el director de Crude Oil se siente atraído por una obrera, a la que enfoca con cierta insistencia durante varios minutos y de la que destaca su gusto en el vestir, que destaca sobre casi todos sus demás compañeros. 




A punto de cumplirse las catorce horas, de nuevo aparece la odiada jefa quejándose del cosido y del bordado. La cámara, como un resorte, la rehúye. Minutos después, un trabajador sentencia: "Esto es un no parar" y se nota que quieren acabar, pero parece que una maldición hace que se trate de una tarea sin fin conocido. Ya ha desaparecido la música del taller y están todos centrados en sus mesas, en lo que sentimos como una exasperación silenciosa, aunque la rapidez de movimientos de alguno no se resienta en absoluto. La lentitud, sin embargo, se hace generalizada a las catorce horas y cuarenta minutos; un empleado cuenta que le faltan por hacer "siete u ocho pantalones" y entendemos que es el momento más duro del día. El ímpetu laboral se ha ido, pero ellos siguen ahí, atrapados en el taller; la esperanza llega a través del primer plano de una botella de agua, reencuadrada desde el fondo por una puerta y prólogo al anuncio, cinco minutos después, de un trabajador de que se marcha "a ducharse". Es el primero que consigue salir de la ratonera. 

Cumplidas las quince horas, estamos en el tiempo de descuento de un trabajo manual meticuloso, concienzudo, especializado y nunca jamás filmado con tanta dedicación y respeto como el que Wang Bing ha aplicado en este insólito largometraje. "¡A pirarse!", dice un obrero; aparece al poco otra vez la jefa soltar que "se está fresquito aquí", a lo que recibe una respuesta de inequívoca lucha de clases: "¡Pues yo me aso!". Los añadidos de la persona más aborrecible de esta película no hacen más que acentuar su papel de villana: "No seáis chapuceros" o "¿A que no esperabais hacer horas extras?", además de pedir, voz en grito, "calidad". La mujer que anteriormente la consoló por sus problemas maritales dice ahora, mirando a la cámara: "Menuda está armando la jefa. Si solo estamos haciendo ropa..." 

Con estos elementos, la terminación de la inacabable jornada se vuelve lacerante. El obrero que horas antes fue filmado con admiración por su rapidez dedica sus últimos minutos a arreglar una máquina averiada, mientras que dos trabajadores jóvenes se marchan jactanciosos dejando comentarios poco amables a su paso. Otra empleada se queja de que no poder irse todavía, porque "la jefa está en la ducha", para poco después añadir: "Queda tiempo para trabajar un poco". El trabajo, sin duda, ocupa toda su existencia. 

En  la cámara sale al pasillo exterior, que está a oscuras, y sigue a una joven trabajadora hasta las habitaciones de los empleados, en la planta de arriba, pero siempre, como decíamos al comienzo, quedándose fuera y respetando la escasa intimidad que les queda tras las quince horas de actividad. El cineasta pregunta a uno de los protagonistas cuánto duermen: "Me acuesto entre la una y las dos. Y a las siete, arriba". Luego, una jornada semejante a la que se acaba de registrar para la historia del cine. 

A las quince horas y cincuenta minutos, la cámara se queda definitivamente quieta en el pasillo de la planta de arriba, aprovechando que la iluminación exterior del edificio deja en el techo un reflejo rojizo. Hasta en una película tan prosaica como ésta y en ambiente tan alienante, Wang Bing es capaz de componer planos de gran belleza. 

Al salir, es más de la una de la madrugada y Madrid sigue igual de desértico que cuando entré al museo; han pasado dieciséis horas y la temperatura ha mejorado. Del cúmulo de sensaciones experimentadas como espectador, la que prevalece no es el cansancio. 

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