Si no fuese por la versión que hizo Takeshi Kitano de Zatoichi en el año 2003, quizás hoy no tendríamos acceso (o interés alguno en acceder) a la saga de veinticinco películas ambientadas a finales del período Edo que protagonizó Shintaro Katsu sobre el personaje del samurái ciego entre 1962 y 1973 (impecablemente editadas por Criterion Collection), con una coda final en 1989 y el añadido de una serie de televisión de cien capítulos entre 1974 y 1979. Pero, del mismo modo, podemos decir que sin Zatoichi la carrera de Takeshi Kitano habría sido muy distinta, no solo por la influencia que el personaje ha podido tener en buena parte de su filmografía, sino también porque la misma forma de actuar de Shintaro Katsu no parece haber sido ajena a la construcción de las torpes aunque carismáticas maneras del director de Dolls en su faceta de Beat Takeshi.
El tono entre desenfadado y sangriento que nos ofrecía Kitano en su comedia de acción del año 2003 tenía, en realidad, muy poco que ver con el Zatoichi genuino, desde la misma forma de matar (con una llamativa y sádica letra "Z" como marca de estilo en sus víctimas frente al toque de espada sutil aunque letal en el caso del personaje original) hasta la realidad de su ceguera, nunca puesta en duda (y vivida con gran pesadumbre) a lo largo de la saga. El espíritu del auténtico Zatoichi estaba mucho más presente en obras tan sobresalientes como Dolls, El verano de Kikujiro o Hana-bi por su sensible tratamiento de la discapacidad, por el fatídico decaimiento con que sus protagonistas admiten las trágicas consecuencias de sus faltas o por su casual y entrañable visión de la paternidad. Todos estos elementos formaban parte inseparable del Zatoichi que con un tesón y una coherencia admirables fue construyendo el primero actor y posteriormente productor y ocasional realizador Shintaro Katsu, el verdadero corazón de la serie, capaz de fundir su físico con el del protagonista hasta el punto de que resulte chocante verlo interpretando a algún personaje sin discapacidad visual, en una carrera por lo demás muy prolífica (142 registros como actor aparecen en IMDb).
En Zatoichi encontramos ecos del vagabundo al que dio vida Charles Chaplin y de los protagonistas de las novelas picarescas, aunque siendo un personaje tan enraizado en su Japón natal nos obligaría a hablar, por encima de todo, de una tradición nipona cuya primera marca sería la propia duración y extensión de la saga (no del todo infrecuente en una cinematografía en la que Yoji Yamada filmó 48 largometrajes sobre el personaje de Tora-san) y cuya segunda y llamativa herencia sería el peculiar halo de paz que desprende este personaje, no ajena a una aflicción llena de estoicismo que esconde una visión trágica de sí mismo y fatalista sobre su futuro. Esta dura percepción de su propia personalidad no solo nos la transmite a través de sus actos, sino también y en varias ocasiones, en sus mismas palabras:
Zatoichi es un marginado por partida triple (ciego, vagabundo y samurái sin amo en el Japón decimonónico) que cree que jamás se podrá integrar en el mundo. Su sentido de la justicia y su rechazo visceral de la corrupción lo convierten, en muchos casos y para buena parte de sus casuales compañeros de viaje, en alguien admirable, pero las consecuencias de las luchas que emprende, tantas veces en contra de su voluntad, son trágicas y lo sumen progresivamente en la idea de que no puede controlar su fuerza y su excepcional habilidad con la espada y que, por ende, siembra la desgracia allá donde va. A pesar de esto, nunca puede mantenerse al margen, por más que lo intente: las circunstancias lo superan y su afán por pasar desapercibido se hace imposible al irse agrandando la lista de sus enemigos, entre los que se incluyen los estamentos oficiales, que llegan a ofrecer recompensas por su captura. Paralelamente, también crece la cantidad de personas agradecidas por sus actos, pero de manera inevitable siempre son menos poderosos que los primeros.
Un ejemplo significativo de la suerte de Zatoichi es el narrado en la película número 23 de la serie, Zatôichi goyô-tabi (dirigida por Kazuo Mori en 1972), en la que tras haber salvado al bebé de una madre moribunda y haberse hecho cargo de él para llevarlo al pueblo del ahora padre viudo, acaba convirtiéndose en sospechoso del asesinato de la mujer. Estas imágenes, con el juego de enfoques y desenfoques que conlleva la presencia del protagonista en el plano, son paradigmáticas al respecto:
La actitud de Zatoichi ante las muertes que inevitable, y a veces fortuitamente, provoca se aleja siempre de la frialdad que cabría esperar de un samurái con sus habilidades, y añade una mayor intensidad a su desazón, lo que le conduce a honrar póstumamente a muchos de ellos y a intentar compensar a sus familiares. Ya en la primera película de la saga, Zatôichi monogatari (Kenji Misumi, 1962), se ve obligado a enfrentarse a muerte con su amigo Hirate (en lo que, en la práctica, podríamos considerar un suicidio del segundo, gravemente enfermo) y la resolución de la lucha marcará una pauta de las sucesivas y trágicas circunstancias en las que el protagonista tenga que matar en defensa propia y en contra de su voluntad:
En Shin Zatôichi: Yabure! Tojin-ken, o Zatoichi 22, de Kimiyoshi Yasuda, la causa del enfrentamiento final a espada deriva de la confusión idiomática entre el samurái ciego y su compañero de cartel en esta ocasión, el guerrero chino Wang Kang, popular protagonista de la saga hongkonesa de películas de acción iniciada con El espadachín manco. No en vano, y en idiomas distintos, el lamento por el desenlace es idéntico en el caso de ambos personajes:
La sucesión de homicidios que jalonan la trayectoria de este héroe desdichado acaba propiciando la aparición de reflexiones como la que sigue:
Por todo ello, Zatoichi rechaza la suprema forma de integración en el mundo, que es el amor recíproco, del que siempre huye: se cree incapaz de dar felicidad, y considera inútil siquiera el intento. La tragedia de su infelicidad es completa y lacerante, y solo en una ocasión, en las 25 películas, le vemos consumar una relación, aunque de forma casi accidental y pasiva y como prólogo al peor castigo que recibirá durante su trayectoria: sus manos serán atravesadas a espada.
En cualquier caso, aun siendo esencial para explicar su comportamiento y su trayectoria, la personalidad del samurái ciego no se agota en su irremediable propensión hacia el infortunio. Su profundo sentido de la justicia y la ausencia de cualquier tipo de oportunismo o componenda en su comportamiento, consecuencias y ventajas de su condición de marginado, hacen que sea capaz de desbaratar, sin ningún miramiento, las condiciones de sojuzgamiento que va encontrando de manera invariable a su paso, porque a lo largo de la saga se nos va dibujando un mapa del océano de iniquidad y corrupción que era el decadente Japón de finales del período Edo. No todas las víctimas de Zatoichi son, pues, inocentes, y su labor con la espada es en ocasiones su manera de enfrentarse contra un poder despótico ante el que un pueblo atomizado se encuentra falto de recursos (o, a veces, de voluntad) para plantar cara: es la presencia del protagonista la que viene a romper los diques un autoritarismo insoportable. Así, su contundencia y audacia se manifiesta a veces de la manera más cruda:
Y otras, de forma un tanto más sutil:
No podemos obviar las alusiones al presente de una saga que se rodó entre 1962 y 1973, una época en la que la evidencia de corrupción por parte del sempiterno gobernante Partido Liberal Democrático de Japón y su vinculación con la oligarquía empresarial, los intereses estadounidenses y el crimen organizado provocó un cúmulo de protestas estudiantiles y un repunte de grupos de extrema izquierda que, en algunos casos, derivaron en la violencia armada. El cine japonés se vio muy influido por esta radicalización y, en algún caso (como en el del realizador Masao Adachi), llegó a integrarse en las formas más extremas de lucha. En la película número 25 de la serie, Shin Zatôichi monogatari: Kasama no chimatsuri (Kimiyoshi Yasuda, 1973), el samurái ciego se convierte definitivamente en un proscrito al matar a un magistrado corrupto y a un enviado del gobernador, y en la contundencia de sus actos podemos ver un eco de la realidad del Japón de entonces, con el que se funde de manera mucho más explícita de lo que sospecharíamos en una película de sus características.
Por más que parezca arriesgado hacer un paralelismo entre el Zatoichi proscrito en la década de 1830 y el Masao Adachi que viaja clandestinamente al Líbano en 1974 para convertirse en portavoz del Ejército Rojo Japonés, el discurso del carismático samurái queda fuera de toda duda en imágenes como éstas:
Las apelaciones al mundo contemporáneo de esta serie cinematográfica no son pequeñas: el aislamiento de Zatoichi, su precariedad vital y su incapacidad para tejer lazos, las constantes denuncias de la situación de la mujer (la presencia de la prostitución forzosa es casi tan continua como en la filmografía de Kenji Mizoguchi) y hasta sus debilidades (el juego de dados, para el que desarrolla una especial habilidad apoyado en su finísimo oído, se convierte en su principal medio de subsistencia, frente a la penuria a la que lo condena su esporádica profesión de masajista) lo convierten en alguien muy próximo a nuestro tiempo.
En su esporádica afición por el juego y el acohol y en su peculiar relación con la comida (semejante a la del personaje de cómic Carpanta) encontramos los toques más irónicos y ligeros de la saga, y en algunos intentos accidentales y frustrados de poner en práctica su inesperado pero genuino instinto paterno, una muestra de su capacidad de adaptación, su sentido práctico y, en contradicción con su discurso, su apego al mundo y su capacidad para encariñarse con los demás, en particular con los más débiles.
Aunque no sea lo más frecuente en sagas de esta duración, hay un inequívoco cuidado formal en todas y cada una de las películas de Zatoichi, más allá de sus magníficas secuencias de acción (vertiginosas pero precisas), y un más que interesante uso de cierto símbolos que detallan la idiosincrasia del personaje y su contexto. En primer lugar, el sol, símbolo nacional japonés, cuya luz contrasta con la oscuridad en la que vive el protagonista, al igual que el patriotismo al que apela en la cultura nipona queda en evidencia por las realidades que el samurái ciego descubre en su trayectoria y que muestran a un país decadente y corrupto:
Otro elemento de la estética japonesa, consagrado gracias al ensayo de Junichiro Tanizaki Elogio de la sombra, es utilizado de forma recurrente para mostrar los prolegómenos de secuencias climáticas en las que Zatoichi se enfrenta sus adversarios, creando unas composiciones de gran belleza:
El agua y el fuego, como elementos naturales contradictorios que anidan en el alma de Zatoichi, añaden riqueza y complejidad a muchos planos de estas películas, y como pasarela del bien al mal y símbolo del constante cruce de mundos a los que se ve abocado el protagonista, los puentes también tienen una significativa presencia en la saga.
Si estos motivos explican por qué un personaje y un conjunto de películas tan aparentemente anacrónicos fueron capaces de triunfar en una época tan cercana a la nuestra, y nos siguen interesando todavía hoy, como prueba su edición en formato doméstico, sus defectos y limitaciones justifican que tras la película número 25, se decidiese trasladar las aventuras del samurái ciego al formato televisivo. La repetición de tramas y estructuras y la misma profundidad psicológica de Zatoichi, que ya desde su primer largometraje era un héroe profundamente atormentado y autocrítico, hacían muy difícil, al contrario que en otras series de películas guiadas por un protagonista y una estructura análogas (como la de James Bond o la de Batman), profundizar más en ese aspecto. Estos mismos problemas se hacen patentes en la revisitación del personaje que en 1989 realizó Shintaro Katsu y que tituló simplemente Zatôichi, y en la que se limitó a calcar algunas de sus aventuras anteriores añadiendo como únicas novedades una comercial e inadecuada música muy a tono con la desastrosa década (lo que acentuó, por otra parte, el defecto inicial de la saga de no haberse dotado de sintonía característica alguna) y un episodio sexual que rompía con su anterior inhibición en ese aspecto, otra concesión comercial que nada sumaba (e incluso en cierto modo traicionaba) al carácter original.
Zatoichi termina siempre sus aventuras haciendo honor a su personalidad errática y solitaria, emprendiendo una huida sin rumbo. Los planos distanciados de grandes caminos por los que se aleja, en general cabizbajo y meditabundo, con la única compañía de su bastón, forman parte inseparable de la iconografía de esta serie cinematográfica.
No puede ser más elocuente, ni apropiado como cierre de telón de la saga, que el adiós de Zatoichi se produzca tras visitar su tierra natal, Kasama, después de veinte años de ausencia. Su homenaje a la tumba de la mujer que lo acogió al convertirse en huérfano, Oshige, se ve acompañado de una dura reflexión:
El espíritu de sus palabras no puede sino recordarnos al de la dedicatoria que el poeta Leopoldo María Panero incluyó en su libro Aviso a los civilizados y que dedicó a su madre, recién fallecida:
En Zatoichi encontramos ecos del vagabundo al que dio vida Charles Chaplin y de los protagonistas de las novelas picarescas, aunque siendo un personaje tan enraizado en su Japón natal nos obligaría a hablar, por encima de todo, de una tradición nipona cuya primera marca sería la propia duración y extensión de la saga (no del todo infrecuente en una cinematografía en la que Yoji Yamada filmó 48 largometrajes sobre el personaje de Tora-san) y cuya segunda y llamativa herencia sería el peculiar halo de paz que desprende este personaje, no ajena a una aflicción llena de estoicismo que esconde una visión trágica de sí mismo y fatalista sobre su futuro. Esta dura percepción de su propia personalidad no solo nos la transmite a través de sus actos, sino también y en varias ocasiones, en sus mismas palabras:
Zatoichi es un marginado por partida triple (ciego, vagabundo y samurái sin amo en el Japón decimonónico) que cree que jamás se podrá integrar en el mundo. Su sentido de la justicia y su rechazo visceral de la corrupción lo convierten, en muchos casos y para buena parte de sus casuales compañeros de viaje, en alguien admirable, pero las consecuencias de las luchas que emprende, tantas veces en contra de su voluntad, son trágicas y lo sumen progresivamente en la idea de que no puede controlar su fuerza y su excepcional habilidad con la espada y que, por ende, siembra la desgracia allá donde va. A pesar de esto, nunca puede mantenerse al margen, por más que lo intente: las circunstancias lo superan y su afán por pasar desapercibido se hace imposible al irse agrandando la lista de sus enemigos, entre los que se incluyen los estamentos oficiales, que llegan a ofrecer recompensas por su captura. Paralelamente, también crece la cantidad de personas agradecidas por sus actos, pero de manera inevitable siempre son menos poderosos que los primeros.
Un ejemplo significativo de la suerte de Zatoichi es el narrado en la película número 23 de la serie, Zatôichi goyô-tabi (dirigida por Kazuo Mori en 1972), en la que tras haber salvado al bebé de una madre moribunda y haberse hecho cargo de él para llevarlo al pueblo del ahora padre viudo, acaba convirtiéndose en sospechoso del asesinato de la mujer. Estas imágenes, con el juego de enfoques y desenfoques que conlleva la presencia del protagonista en el plano, son paradigmáticas al respecto:
La actitud de Zatoichi ante las muertes que inevitable, y a veces fortuitamente, provoca se aleja siempre de la frialdad que cabría esperar de un samurái con sus habilidades, y añade una mayor intensidad a su desazón, lo que le conduce a honrar póstumamente a muchos de ellos y a intentar compensar a sus familiares. Ya en la primera película de la saga, Zatôichi monogatari (Kenji Misumi, 1962), se ve obligado a enfrentarse a muerte con su amigo Hirate (en lo que, en la práctica, podríamos considerar un suicidio del segundo, gravemente enfermo) y la resolución de la lucha marcará una pauta de las sucesivas y trágicas circunstancias en las que el protagonista tenga que matar en defensa propia y en contra de su voluntad:
En Shin Zatôichi: Yabure! Tojin-ken, o Zatoichi 22, de Kimiyoshi Yasuda, la causa del enfrentamiento final a espada deriva de la confusión idiomática entre el samurái ciego y su compañero de cartel en esta ocasión, el guerrero chino Wang Kang, popular protagonista de la saga hongkonesa de películas de acción iniciada con El espadachín manco. No en vano, y en idiomas distintos, el lamento por el desenlace es idéntico en el caso de ambos personajes:
La sucesión de homicidios que jalonan la trayectoria de este héroe desdichado acaba propiciando la aparición de reflexiones como la que sigue:
Por todo ello, Zatoichi rechaza la suprema forma de integración en el mundo, que es el amor recíproco, del que siempre huye: se cree incapaz de dar felicidad, y considera inútil siquiera el intento. La tragedia de su infelicidad es completa y lacerante, y solo en una ocasión, en las 25 películas, le vemos consumar una relación, aunque de forma casi accidental y pasiva y como prólogo al peor castigo que recibirá durante su trayectoria: sus manos serán atravesadas a espada.
En cualquier caso, aun siendo esencial para explicar su comportamiento y su trayectoria, la personalidad del samurái ciego no se agota en su irremediable propensión hacia el infortunio. Su profundo sentido de la justicia y la ausencia de cualquier tipo de oportunismo o componenda en su comportamiento, consecuencias y ventajas de su condición de marginado, hacen que sea capaz de desbaratar, sin ningún miramiento, las condiciones de sojuzgamiento que va encontrando de manera invariable a su paso, porque a lo largo de la saga se nos va dibujando un mapa del océano de iniquidad y corrupción que era el decadente Japón de finales del período Edo. No todas las víctimas de Zatoichi son, pues, inocentes, y su labor con la espada es en ocasiones su manera de enfrentarse contra un poder despótico ante el que un pueblo atomizado se encuentra falto de recursos (o, a veces, de voluntad) para plantar cara: es la presencia del protagonista la que viene a romper los diques un autoritarismo insoportable. Así, su contundencia y audacia se manifiesta a veces de la manera más cruda:
Y otras, de forma un tanto más sutil:
No podemos obviar las alusiones al presente de una saga que se rodó entre 1962 y 1973, una época en la que la evidencia de corrupción por parte del sempiterno gobernante Partido Liberal Democrático de Japón y su vinculación con la oligarquía empresarial, los intereses estadounidenses y el crimen organizado provocó un cúmulo de protestas estudiantiles y un repunte de grupos de extrema izquierda que, en algunos casos, derivaron en la violencia armada. El cine japonés se vio muy influido por esta radicalización y, en algún caso (como en el del realizador Masao Adachi), llegó a integrarse en las formas más extremas de lucha. En la película número 25 de la serie, Shin Zatôichi monogatari: Kasama no chimatsuri (Kimiyoshi Yasuda, 1973), el samurái ciego se convierte definitivamente en un proscrito al matar a un magistrado corrupto y a un enviado del gobernador, y en la contundencia de sus actos podemos ver un eco de la realidad del Japón de entonces, con el que se funde de manera mucho más explícita de lo que sospecharíamos en una película de sus características.
Por más que parezca arriesgado hacer un paralelismo entre el Zatoichi proscrito en la década de 1830 y el Masao Adachi que viaja clandestinamente al Líbano en 1974 para convertirse en portavoz del Ejército Rojo Japonés, el discurso del carismático samurái queda fuera de toda duda en imágenes como éstas:
Las apelaciones al mundo contemporáneo de esta serie cinematográfica no son pequeñas: el aislamiento de Zatoichi, su precariedad vital y su incapacidad para tejer lazos, las constantes denuncias de la situación de la mujer (la presencia de la prostitución forzosa es casi tan continua como en la filmografía de Kenji Mizoguchi) y hasta sus debilidades (el juego de dados, para el que desarrolla una especial habilidad apoyado en su finísimo oído, se convierte en su principal medio de subsistencia, frente a la penuria a la que lo condena su esporádica profesión de masajista) lo convierten en alguien muy próximo a nuestro tiempo.
En su esporádica afición por el juego y el acohol y en su peculiar relación con la comida (semejante a la del personaje de cómic Carpanta) encontramos los toques más irónicos y ligeros de la saga, y en algunos intentos accidentales y frustrados de poner en práctica su inesperado pero genuino instinto paterno, una muestra de su capacidad de adaptación, su sentido práctico y, en contradicción con su discurso, su apego al mundo y su capacidad para encariñarse con los demás, en particular con los más débiles.
Aunque no sea lo más frecuente en sagas de esta duración, hay un inequívoco cuidado formal en todas y cada una de las películas de Zatoichi, más allá de sus magníficas secuencias de acción (vertiginosas pero precisas), y un más que interesante uso de cierto símbolos que detallan la idiosincrasia del personaje y su contexto. En primer lugar, el sol, símbolo nacional japonés, cuya luz contrasta con la oscuridad en la que vive el protagonista, al igual que el patriotismo al que apela en la cultura nipona queda en evidencia por las realidades que el samurái ciego descubre en su trayectoria y que muestran a un país decadente y corrupto:
Otro elemento de la estética japonesa, consagrado gracias al ensayo de Junichiro Tanizaki Elogio de la sombra, es utilizado de forma recurrente para mostrar los prolegómenos de secuencias climáticas en las que Zatoichi se enfrenta sus adversarios, creando unas composiciones de gran belleza:
El agua y el fuego, como elementos naturales contradictorios que anidan en el alma de Zatoichi, añaden riqueza y complejidad a muchos planos de estas películas, y como pasarela del bien al mal y símbolo del constante cruce de mundos a los que se ve abocado el protagonista, los puentes también tienen una significativa presencia en la saga.
Si estos motivos explican por qué un personaje y un conjunto de películas tan aparentemente anacrónicos fueron capaces de triunfar en una época tan cercana a la nuestra, y nos siguen interesando todavía hoy, como prueba su edición en formato doméstico, sus defectos y limitaciones justifican que tras la película número 25, se decidiese trasladar las aventuras del samurái ciego al formato televisivo. La repetición de tramas y estructuras y la misma profundidad psicológica de Zatoichi, que ya desde su primer largometraje era un héroe profundamente atormentado y autocrítico, hacían muy difícil, al contrario que en otras series de películas guiadas por un protagonista y una estructura análogas (como la de James Bond o la de Batman), profundizar más en ese aspecto. Estos mismos problemas se hacen patentes en la revisitación del personaje que en 1989 realizó Shintaro Katsu y que tituló simplemente Zatôichi, y en la que se limitó a calcar algunas de sus aventuras anteriores añadiendo como únicas novedades una comercial e inadecuada música muy a tono con la desastrosa década (lo que acentuó, por otra parte, el defecto inicial de la saga de no haberse dotado de sintonía característica alguna) y un episodio sexual que rompía con su anterior inhibición en ese aspecto, otra concesión comercial que nada sumaba (e incluso en cierto modo traicionaba) al carácter original.
Zatoichi termina siempre sus aventuras haciendo honor a su personalidad errática y solitaria, emprendiendo una huida sin rumbo. Los planos distanciados de grandes caminos por los que se aleja, en general cabizbajo y meditabundo, con la única compañía de su bastón, forman parte inseparable de la iconografía de esta serie cinematográfica.
No puede ser más elocuente, ni apropiado como cierre de telón de la saga, que el adiós de Zatoichi se produzca tras visitar su tierra natal, Kasama, después de veinte años de ausencia. Su homenaje a la tumba de la mujer que lo acogió al convertirse en huérfano, Oshige, se ve acompañado de una dura reflexión:
El espíritu de sus palabras no puede sino recordarnos al de la dedicatoria que el poeta Leopoldo María Panero incluyó en su libro Aviso a los civilizados y que dedicó a su madre, recién fallecida:
A Felicidad Blanc, viuda de Panero, rogando me perdone el monstruo que fui.La última despedida de nuestro héroe, dejando atrás una tierra natal oscura y quemada, un lugar al que no podrá volver, nos muestra el duro desenlace de un personaje marcado por el fracaso y cuya condena a la soledad y a la infelicidad es definitiva. Porque, como dejó escrito Julian Barnes,
La dicha solitaria es un contrasentido, un artilugio inverosímil que nunca despegará del suelo.
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