En una entrevista concedida hace unos días, durante el transcurso del Festival de Cine de San Sebastián, el cineasta gallego Oliver Laxe (que presentó en la sección Perlas su notable O que arde) afirmó:
La única presión es estar a la altura de la belleza de lo que filmas, del espectador y de no menospreciarlo.
Una formulación tan sencilla y precisa es la que se podría aplicar al Zinemaldia y sus objetivos: un festival que debería intentar estar la altura de la belleza de la ciudad que lo acoge y de sus magníficas sedes, del entusiasmo de buena parte del público y de la curiosidad y el respeto de un porcentaje significativo de los acreditados. Recién finalizada su 67 edición, la pregunta es: ¿lo ha estado? Mi respuesta es afirmativa, aun dejando claro que el certamen ha experimentado un reconocible bajón desde la magnífica edición anterior, evidente sobre todo en la sección oficial a competición, en la que detecté tres problemas de partida: la ausencia de algún nombre contundente e indiscutible del panorama cinematográfico contemporáneo, que pudiese ejercer de referencia para tirar del heterogéneo tren que supone el mosaico de nacionalidades, estéticas, intereses y discursos presente en las dos decenas de largometrajes del principal escaparate por el que podemos juzgar a este festival; las decisiones del jurado, que decidió conceder un exagerado botín a la, por lo demás, apreciable película brasileña Pacificado, de Paxton Winters (ganadora, no solo de la Concha de Oro, sino también de la de Plata al mejor actor y del Premio del Jurado a la mejor fotografía) y en cambio ignoró las, en mi opinión, dos obras más interesantes y estimulantes de entre las competidoras (Patrick, de Gonçalo Weddington y Mano de obra, de David Zonana); y, por último, la sobrevenida inhabilitación para los premios de Zeroville, de James Franco, por haberse estrenado en Rusia una semana antes del comienzo del Zinemaldia e incumplir así el reglamento de esta sección. Si una película refulgió entre las proyecciones del Kursaal 1 fue precisamente ésta, que de manera sorpresiva dio una subversiva y desquiciada vuelta de tuerca a las rememoraciones del nacimiento del Nuevo Hollywood y, de paso, ofreció un nuevo sentido a la sorprendente Concha de Oro concedida hace dos años a The Disaster Artist del mismo James Franco y que en perspectiva podría verse hasta como el empujón que necesitaba para sacar a la luz esta obra mayor, rodada en otoño de 2014 y varada desde hace cuatro años por la quiebra de la distribuidora Alchemy.
Estas carencias no impidieron que, tras bucear con interés y mayor satisfacción en otras tres secciones (Zabaltegi Tabakalera, Horizontes Latinos y Perlas) apareciesen inesperadas conexiones y notas al pie, contribuyendo a que el certamen tejiese finalmente una interesante red de correspondencias entre diversas películas para poner encima de la mesa algunas de las problemáticas, estéticas y discursivas, del mundo contemporáneo, con tratamientos en algunos casos de gran complejidad y ofreciendo una visión nada complaciente. En el ensayo de 1910 Lo que está mal en el mundo, el escritor británico G.K. Chesterton expuso:
Nos vemos desconcertados por todas partes por políticos que están a favor de la educación laica, pero creen que es inútil luchar por ello; que desean el prohibicionismo total, pero están seguros de que no lo van a exigir; que lamentan la educación obligatoria, pero se resignan a ella; o que son partidarios del derecho de propiedad del campesinado y por tanto votan en contra. Es este oportunismo confuso y vago el que se atraviesa en cada revuelta del camino.Y en esa misma obra, unas páginas más adelante, añadió:
Yo estoy dispuesto a respetar la fe de otro hombre; pero es demasiado pedir que respete sus dudas, sus mundanos titubeos y sus ficciones, sus regateos políticos y sus farsas.En este sentido y tras la desconcertante edición de 2016, el Zinemaldia lleva tres años trazando un camino lento y por veces (como en esta edición) titubeante, pero que se aleja de lo criticado por el autor de La taberna errante y nos va ofreciendo, aunque sea con la lentitud del movimiento de unas placas tectónicas, una reconocible idea de cine y una interacción crítica con la sociedad en la que se inserta, desnudando una parte de sus ocultas estructuras. Así, si Zeroville fue capaz de interpelar críticamente y desarbolar por la izquierda a uno de los éxitos cinematográficos de este año, como Érase una vez en... Hollywood, de Quentin Tarantino, dinamitando sus motivos y reconstruyendo los márgenes del cine desde un fracaso radical que se hace más patente por su descalificación en mitad del festival, las complejidades del poder a ras de suelo tuvieron una gran representación en la explosiva Los miserables, de Ladj Ly, en la sutil y anticlimática Pacificado (ganadora) y en la decepcionante e inquietantemente aconflictiva Esperando a los bárbaros, de Ciro Guerra, mientras que el abigarramiento y la simulación sobre los que se asienta ese poder tuvieron una impresionante ilustración en la estimulante, intrincada y desatada La Red Avispa, de Olivier Assayas y una un tanto más convencional en Comportarse como adultos, de Costa Gavras. A la vez, la ideología sobre la que se funda fue cartografiada a través de la trayectoria del protagonista de Así habló el cambista, de Federico Veiroj, y llegó a la colonización de todos los estratos sociales en Mano de obra, de David Zonana, mientras que las estrategias represivas que mediaron entre la época de la primera (de 1956 a 1976) y la de la segunda (el tiempo actual) fueron captadas con particular acierto desde Chile, a través de Araña de Andrés Wood y de La cordillera de los sueños del incansable e imprescindible Patricio Guzmán, así como desde un ángulo más comercial (pero en modo alguno desdeñable) y desde Estados Unidos en Seberg, de Benedict Andrews y de una manera más ensoñadora pero estéticamente más estimulante desde Guatemala, con La llorona de Jayro Bustamante. Las visiones del pasado que interrogan sobre el origen de las insuficiencias y miserias actuales se vieron interpeladas, en España, por La trinchera infinita de Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga y legitimadas en cloroformo por su antagonista en el certamen, Mientras dure la guerra de Alejandro Amenábar; no faltaron tampoco tres notables y nada complacientes representaciones de una subjetividad femenina en Los tiburones, de Lucía Garibaldi, Proxima, de Alice Winocour y La hija de un ladrón, de Belén Funes, siendo también esta última una nueva aproximación al más auténtico y menos sobrecargado cine social último, no saliendo tan bien librada dentro de este género la loachiana Rocks, de Sarah Gravron. Cine social en su sentido más profundo y con un cuidado formal extremo es el que nos ofrecieron desde una óptica rural O que arde de Oliver Laxe y Patrick de Gonçalo Weddington, y a través de todas ellas, y de algunas más, el Zinemaldia hizo honor desde el cine a esta aseveración de la novelista belga Amélie Nothomb:
Aquellos que creen que leer es una evasión están en las antípodas de la verdad: leer es verse confrontada a lo real en su estado de mayor concentración; lo cual, extrañamente, resulta menos espantoso que tener que vérselas con perpetuas diluciones.El cuadro resultante es el de una calma provisional, un polvorín latente que quizá estalle, quizá no, una muestra de la injusticia a veces solo susurrada o soterrada pero no susceptible de ser negada o escondida debajo de la alfombra (roja). El festival nos ha ofrecido una enorme interrogación sobre la viabilidad del actual estado de cosas, y en esa interrogación sus propias insuficiencias se han colado por los intersticios de una red tan tupida que no podremos dejar de escudriñar, tal vez, hasta la próxima edición.
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