29 de septiembre de 2021

Zinemaldia 2021 (2): La génesis de una disonancia

Hace 91 años, el escritor André Gide anotó en su diario la siguiente reflexión: 

Uno tras otro, todos esos ‘problemas’ que apasionaron a la humanidad, y sin la solución de los cuales parecía que no se podía vivir de verdad, dejan de interesar, no porque se haya encontrado la solución, sino porque la vida se retira de ellos. Mueren en cuanto dejan de ser urgentes, de manera que ni siquiera se percibe que han muerto, porque no sufren una agonía, sino solamente: se han muerto. 

Algo así va sucediendo con las polémicas que, edición tras edición y con pocas excepciones, provoca el anuncio del palmarés del Zinemaldia. En esta ocasión, fue la Concha de Oro a la interesante Blue Moon, de Alina Grigore, la que provocó las protestas en el marco de una sección oficial en la que la única película que sobresalía por encima de las demás, La hija de Manuel Martín Cuenca, no optaba a los galardones por ser un producción íntegramente española y haber sido exhibida antes en el Festival de Toronto. Así las cosas, no me pareció en absoluto descabellada esta decisión del jurado, aunque sí la de ensanchar el concepto de "interpretación" de forma tan extrema como para considerar premiables a los protagonistas de Quién lo impide, de Jonás Trueba, aunque se cuidaran de hacerlo en la categoría de reparto.

Más allá de estas consideraciones, la sensación que dejan estas controversias, prácticamente circunscritas a las redes sociales desde el momento en el que se convirtió en costumbre la filtración del nombre de la ganadora con la suficiente antelación al anuncio oficial como para que, cuando llega éste, la sorpresa esté ya asimilada y los ánimos más calmados, es que no hay ideas cinematográficas en discusión, más bien gustos coyunturales y militancias en unas películas u otras más cercanas a lo futbolístico que a la defensa de una estética o de un modelo de festival. Conviene añadir que no escribo esto desde afuera, sino como parte del problema: no creo, en mis siete años de asistencia al festival, haber empujado mucho para aportar algo muy distinto a lo que aquí describo.

En cualquier caso, lo cierto es que las características del Zinemaldia no facilitan la aparición de una discusión en términos más nítidamente cinematográficos: el caos de su sección oficial y los bandazos que va dando en sus sucesivas entregas de premios provoca, por encima de todo, desconcierto. Podría ser útil, para intentar analizar la génesis de la ruidosa disonancia entre la crítica y el palmarés, recurrir a esta reflexión de Jordi Costa:

Ahora mismo existe la idea de que una película de acción, donde el placer está en la acción pura, al mismo tiempo te tiene que decir ‘Esto no es frívolo, esto es importante, aquí hay conceptos de física que tendrías que conocer para comprenderlo todo’, y eso pulsa una tecla colectiva que creo que ocurre en muchos ámbitos, como el de los lectores que necesitan hacer una distinción entre tebeo y novela gráfica, o esa especie de neurosis con la serie imprescindible que la semana que viene no tiene ninguna importancia. Esa necesidad de sentir que no has estado perdiendo el tiempo consumiendo ocio, de que no has estado viendo cultura de segunda.

En alguna ocasión mencioné que mi primer recuerdo consciente del certamen donostiarra es la escucha de la noticia, en un boletín informativo de la cadena SER, de la extraordinaria hostilidad con que fue recibida la Concha de Oro a El viento se llevó lo que, de Alejandro Agresti. "El fallo fue recibido por los centenares de informadores con todas las gamas imaginables de la burla y la rechifla", escribió entonces Ángel Fernández-Santos; la película ganadora competía con Finales de agosto, principios de septiembre, de Olivier Assayas; After Life, de Hirozaku Koreeda o Asediada, de Bernardo Bertolucci. También se ha recordado en estos días el discutido premio de 2003 a Schussangst, de Dito Tsintsadze, por encima de Memories of Murder de Bong Joon-ho o de Histoire de Marie et Julien de Jacques Rivette. Y, entre los nombres más recientes, llama la atención que la directora de Pelo malo, Mariana Rondón, sorprendente ganadora en 2013, haya desaparecido del mundo del cine desde entonces, como si el premio máximo del festival fuera en ocasiones no una instancia legitimadora, sino, al contrario, una forma de enterrar a un cineasta.

Y si, por último, viajamos todavía mucho más atrás, buscando unos imaginarios "buenos viejos tiempos" en los galardones del Zinemaldia, el desaliento llega ya en la primera edición, en 1953, con Rafael Gil y su Guerra de Dios imponiéndose a Casque d'or de Jacques Becker y a Teresa Raquin de Marcel Carné. Aunque nada comparable con lo sucedido a finales de esa misma década, en el punto culminante en esta desafortunada historia de desencuentros entre los ganadores del palmarés y la gloria futura de las películas a competición en Donostia: Vértigo, primero y Con la muerte en los talones, después, obtuvieron solo premios secundarios para su director, Alfred Hitchcock, en las ediciones de 1958 y 1959, derrotadas frente a Ewa chce spac de Tadeusz Chmielewski y The Nun's Story de Fred Zinnemann, respectivamente.



Después de este recorrido, ¿qué añadir sobre el palmarés de 2021? Para empezar, unas palabras sobre Blue Moon, película de planos largos, cámara nerviosa y arranques de violencia, en la línea del cine rumano más reciente, centrada en principio en una protagonista aplastada por el entorno familiar y que intenta la doble operación de, por un lado, planear una marcha a Bucarest para estudiar con la aquiescencia y el apoyo de los dominantes hombres de su entorno, gestores de un negocio turístico rural, y, por otro lado, intentar legitimar de algún modo ante sus propios ojos la violación sufrida en una fiesta, algo para lo que intenta una imposible y lamentable relación sentimental con el agresor. Conforme avanza la narración va adquiriendo peso, con una interesante gradación en la duración de sus apariciones, un segundo protagonista, primo de la primera, un tipo odioso pero bien trazado, a través de una notable actuación y un importante acierto compositivo, representante de una masculinidad bronca, violenta, insegura, incompetente, inculta y antisemita. En este último punto, y en su señalamiento sin fisuras del clima reaccionario asfixiante que campa a sus anchas y que parece deudor, con todas las letras, del fascismo de entreguerras, hay una conexión cierta con la médula discursiva del cine de Radu Jude, en cuya reciente Un polvo desafortunado o porno loco (presente en la sección de Zabaltegi) se evidencia, en parecidos términos, la incardinación del discurso ultraconservador actual, incluyendo sus disparates magufo-conspiracionistas, en el aparente "sentido común" del hombre de a pie. Y, a pesar de todo, consigue Alina Grigore transmitirnos piedad hacia los patéticos intentos, siempre frustrados, de la protagonista por huir de ese mundo. 



Y, tras la ganadora, otras pocas palabras sobre la que, en mi opinión, debería haber ganado: Vous ne désirez que moi o I Want to Talk About Duras, de Claire Simon, por varios motivos, empezando por su buena construcción del espacio, en la que a pesar de una sencillísima trama (una conversación, transcrita en su literalidad, con la presencia de entrevistadora y entrevistado) hay un aliento cinematográfico muy presente, a través de algunas decisiones discretas y acertadas: ningún corte de plano entre los dos protagonistas, solo movimientos de cámara entre el rostro de él y el de ella y unos breves insertos ilustrativos, algunos con imágenes reales de Marguerite Duras, sus rodajes o sus películas, y otros filmados para la ocasión; así como una interesante decisión de sonido (solo oímos lo grabado en el magnetófono), que hacen muy auténtica la intimidad entre ambos. El texto de la película, poderosísimo, describe con precisión la excéntrica relación entre Duras y Yann Andréa, que duró los 16 últimos años de vida de la autora de La douleur, y que fue pasando de la admiración a la fascinación, al amor, a la sumisión y a la autoanulación, pasando por la pasión, la dependencia y la violencia. Emmanuelle Devos nunca estuvo tan bien como aquí, empleando sabiamente el arte de la escucha y sonsacando lo importante a través de unas pocas palabras adecuadas; el tiempo muerto que supone su paseo hacia su casa y posterior sueño, inundado por imágenes de intimidad entre Duras y Andréa, compone un magnífico descanso en la narración, amén de evidenciar la maestría visual de una directora por lo general mucho más recatada en su estilo. Pero si algo destaca sobremanera es la interpretación de Swann Arlaud, con un rostro levemente crispado, hablando, fumando y bebiendo sin parar, como un síntoma de su futura autodestrucción y que nos recuerda a otras figuras similares que en la historia del cine ha habido, como Helmut Berger o Ninetto Davoli; su ausencia en el palmarés como intérprete es, en mi opinión y con respecto al trabajo de las dos ganadoras, la menos proporcionada del palmarés. 



La presidenta del jurado, la directora georgiana y Concha de Oro en 2020, Dea Kulumbegashvili, afirmó tras el festival: "El futuro del cine está en presionar en la forma", añadiendo: 

Tenemos que preguntarnos si la narración tiene sencillamente que pasar o si es fruto de una atmósfera, del juego con la forma y el tiempo. 

Y sobre la literalidad de estas palabras encontré, al fin, el terreno del Zinemaldia sobre el que decir: nada que añadir, nada que objetar, nada que discrepar.

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