Cada mes y desde hace unos años, con el fin de dotar de algo de sentido a mi excesivamente alta y desordenada cadencia de visionados cinematográficos, me impongo la tarea de hacer y publicar en la red social Letterboxd una lista con las mejores diez películas vistas en los últimos treinta días: una forma mínima de repensar sus detalles, al decidir por qué unas y no otras y en qué orden, porque siempre han de ser diez, ni una más, ni una menos. En septiembre de 2018, en esa lista de diez favoritas del mes, hubo seis películas vistas en el Zinemaldia, y en el mismo mes de 2019, ese número aumentó a siete. Este año, serán solamente tres: Drive My Car, de Ryûsuke Hamaguchi; La hija, de Manuel Martín Cuenca y Benedetta, de Paul Verhoeven. Ahora escudriñaremos el porqué.
Aunque por veces puede chocar cierta tendencia la verbalización en Hamaguchi y, por ese mismo motivo, su alargamiento de ciertas secuencias -tenemos 40 minutos de introducción antes de ver el título en la pantalla, y también una señalada indicación de que el protagonista está sufriendo pérdida de visión-, es capaz de mostrar también su destreza en el manejo de las elipsis (una paliza mortal de la que no vemos nada es el mejor ejemplo), así como de los subtextos (como en la última conversación entre el protagonista y su mujer), amén de una efectiva manera de mostrar el paso del tiempo en un desenlace ejemplar y resuelto con tres elementos: una mascarilla, un coche y un perro, y que muestra, en definitiva, que la radical contemporaneidad de la película no está reñida con su vocación atemporal; que su profunda y humanista atención hacia los personajes no es óbice para tratar y filmar al Saab rojo al que se alude en el título como un protagonista más, y finalmente, que pese a sus tres horas de duración -absolutamente contraindicados en un festival de cine de estas características- y sus pases por lo general tardíos, sus detalles se hayan quedado fijados con fuerza, como muestra de que toda película memorable siempre encuentra su manera de respirar y de expandir su oxígeno.
La presencia de La hija de Manuel Martín Cuenca fuera de competición, por haber participado pocas semanas antes en un festival no competitivo como el de Toronto, se intuye como una muestra de que el cineasta almeriense esperaba muy poco (y con motivo, vistos los antecedentes) del palmarés oficial: en cualquier caso, su película resultó la más destacada de la sección principal. A través de una muy buena construcción de la relación de la historia con el espacio (no en vano afirmó el cineasta durante la rueda de prensa posterior: "la geografía es un personaje") y del impacto del tiempo estacional en el paisaje y en los protagonistas, el director de Caníbal es capaz de adentrarse en un asunto de plena actualidad con su habitual intensidad formal y sin dejar de situarse, inequívocamente, al lado de la parte más débil, tanto en la trama como en la sociedad.
Uno de los primeros y más significativos planos del arranque de La hija nos muestra un camino zigzagueante, que recuerda a algunas composiciones de Abbas Kiarostami y cuyo alcance metafórico es tan poderoso como el que divide la trama en dos, a la mitad del metraje, y en el que un movimiento de cámara hace que la oscuridad se trague horizontalmente al personaje de Adela (Patricia López Arnaiz) mientras, aparentemente, descansa en su salón, o como el plano final, con una inquietante quietud de la cámara y una admirable profundidad de campo que nos guía hacia un porvenir largo e incierto. Si la película alude a la crueldad y la aleatoriedad de la naturaleza en sus dones y sus negaciones, el tramo final, particularmente intenso y con elementos de western, da una vuelta de tuerca hacia la poética más primaria (la sangre, la nieve, la lucha a vida o muerte, la supervivencia), conformando una fuerte línea de puntos con su anterior obra: con Caníbal, en los golpes secos de violencia, duros pero no crueles, y en la necesidad de vampirizar a los demás para cubrir las propias necesidades, y con La mitad de Óscar, en la presencia de caminos pedregosos, en el protagonismo de un embarazo y en la áspera crueldad con que el instinto es penalizado cuando contradice las reglas más atávicas de la sociedad. Y, sin dejar de pensar en Drive My Car, tenemos aquí también el protagonismo de la nieve y del coche, símbolos ambos de unos tiempos solitarios, individualistas, gélidos.
Llegamos, al fin, a Benedetta, la esperada "película sobre monja lesbiana" de la que llevamos al menos cinco años oyendo hablar. La popularidad de Paul Verhoeven, que ya atraviesa cinco décadas de la historia del cine, lo sitúa, de todos modos, como un cineasta de otra época; en este caso, para bien, porque resulta difícil en un momento tan desesperanzado y melancólico como el actual, tan carente de certezas ideológicas y cegado en su futuro por reiteradas distopías, hacer una deconstrucción del cinismo del poder en la Iglesia católica desde una posición tan firme e inequívoca como la del cineasta neerlandés y que recuerda a la de los grandes cineastas políticos que eclosionaron en la misma década de los 70 en la que, desde coordenadas un tanto distintas, se cimentó su fama de cineasta provocador. Porque, en Benedetta, además de una poderosas secuencias sexuales, que nos trasladan una vivencia del goce erótico alejado de contraindicaciones y vivido como un fin en sí mismo (una de las mejores herencias, sin duda, del universo del director), vemos ante todo un desnudamiento del ejercicio más prosaico del poder, con una institución gobernada a través del más puro cinismo y de los métodos represivos más feroces, dirigidos en persona por sus más altos dignatarios.
Si bien podemos objetarle a Benedetta que en su elipsis de décadas nos birla la que intuimos como apasionante construcción de la conciencia política de la protagonista, que adquiere en su edad adulta una compleja y muy inteligente visión de cómo construir públicamente un personaje capaz de redirigir el fervor popular en su favor, también nos admiramos ante la potencia de sus secuencias finales, desde el mismo momento en el que la madre superiora destronada visita al nuncio del Papa para recuperar su posición. A partir de ahí hay un desatamiento de fuerzas imprevisibles, concentrando en el tramo previo a su desenlace la génesis, desarrollo y consecuencias de un proceso político con cambios de alianzas sobre la marcha y una sublevación popular filmada con el impacto y la fuerza visual del que pocos cineastas son tan capaces como Verhoeven, puntuado, además, por un desatado sentido del humor, que terminan por agrandar y convertir a Benedetta, al fin, en una obra memorable.
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