Antes de empezar a tener uso de razón cinematográfica, uno de los primeros y más nítidos recuerdos que conservo del Festival de Cine de Donostia es la noticia, en un boletín horario radiofónico, del escándalo y los abucheos por la Concha de Oro de la edición de 1998, concedido a la película argentina El viento se llevó lo que, de Alejandro Agresti. El entonces crítico cinematográfico de referencia, Ángel Fernández-Santos, escribió en las páginas de El País lo siguiente:
El fallo fue recibido por los centenares de informadores con todas las gamas imaginables de la burla y la rechifla, de forma que la incredulidad y la indignación dejaron pronto paso a la expansiva emoción de los asistentes de sentirse testigos presenciales de un divertido, por enorme, disparate. Los jurados, cuya función arbitral les pide ser todo lo contrario, se convirtieron en protagonistas, desplazando a los cineastas y sus películas. Nadie hablaba aquí ayer, tras el acto, de la película ganadora, que es agradable pero de corto alcance, sino de qué alambiques mentales han permitido a profesionales del cine de tanta experiencia como el director polaco Jerzy Skolimovski, la actriz italiana Valeria Golino y su colega mexicana Patricia Reyes, firmar un acta que sanciona a una trivial película hinchada, resultona e insignificante, prototipo de las que engañan a los cinéfilos poco expertos o incautos.
Como comentó en su día el músico y crítico de cine Jonay Armas a propósito de otro polémico texto de Fernández-Santos, "eran otros tiempos, en los que quizá la honestidad desempeñaba un papel más importante". Sea como fuere, y sin necesidad de acudir a un ejemplo tan extremo como el de la edición de hace 18 años, si ponemos el Zinemaldia en perspectiva histórica y echamos un vistazo a su palmarés a lo largo de los años no resulta difícil llegar a conclusiones poco alentadores sobre su apuesta por el riesgo, su coherencia o su capacidad para marcar la agenda de lo más radical o más relevante, cinematográficamente hablando, de cada año.
Así las cosas, al regresar de una edición como la actual, la primera tentación podría ser caer en el vituperio y la iracundia justiciera: qué pobre sección oficial, qué criterios tan extraños para colar de rondón obras muy menores y otorgarles una categoría que ni de lejos merecen, qué desaprovechamiento de las dos películas auténticamente relevantes a competición (Lo tuyo y tú, de Hong Sang-soo y Nocturama, de Bertrand Bonello) en lo que a premios se refiere, cuántas decepciones. En definitiva: qué horror. Otra opción es culpar a las circunstancias: Cannes lo acapara todo, Venecia ha sido más hábil, las fechas no han ayudado, el año cinematográfico ha sido mediocre. Pero, en fin, cayendo en el realismo, o en conformismo (que tanto tienen en común), podemos enunciar: este festival es el que es, ¿qué esperamos, si su mismo director, José Luis Rebordinos, no desaprovecha una entrevista para mencionar "el glamour" como uno de sus elementos consustanciales; si Quim Casas, en el diario oficial del festival -que se distribuye gratuitamente durante su celebración-, asume que los cineastas que tienen larga relación con el festival tienen garantizada su presencia, independientemente de las características o la calidad de la obra que hayan realizado en esta ocasión?
Nos planteamos, en definitiva, esta cuestión: ¿el Zinemaldia es así por su propia naturaleza de festival creado en pleno franquismo, por motivos que tenían que ver sobre todo con el potencial turístico de la ciudad, y debemos considerarlo irreformable? A esta pregunta, solo puedo responder con un rotundo no: hemos visto cambiar profundamente de idiosincrasia en pocos años, para bien o para mal según los casos, a festivales como el de Locarno, el de Venecia, el de Valladolid, el de Gijón, el de Sevilla o a DocumentaMadrid. Y por lo tanto, si tiene algún sentido seguir prestando atención a este certamen es porque, por su tamaño, capacidad de arrastre y medios a su disposición, tiene todas las posibilidades para hacer otro tipo de apuestas, y que éstas tengan una incidencia profunda en la legión de acreditados, de jurados jóvenes y de curiosos que se acercan por tradición, como quien va al evento cultural del año, y que, desde luego, en muy pocos casos abandonarían el festival si en lugar de una sucesión de planos plano-contraplano (valga la doble redundancia) se les presentase una radical apuesta por un cine arriesgado en las formas.
Dicho esto, añadamos a esta primera reflexión sobre la 64ª edición del Festival de Donostia con una autocrítica, personal y de grupo. En primer lugar, las reflexiones vertidas hasta ahora tendrían un poco más de credibilidad si, precisamente, no siguiésemos actuando como si el Zinemaldia fuese "el evento cultural del año", no nos pasáramos buena parte del verano comentando, en privado y en público, cada pequeño detalle de una programación cuya trascendencia sabemos que acabaremos poniendo en solfa, y que, a pesar tal actitud gregaria, actuemos después con unas ínfulas de superioridad que al común de los lectores resultará incoherente e insoportable. Y, en segundo lugar, qué menos que señalar el fracaso que resulta de volver de un festival al que acudes con pretensión de exhaustividad sin haber visto el premio principal, I Am Not Madame Bovary, película china dirigida por Feng Xiaogang, en este caso llevados por el total rechazo causado por una anterior obra suya, Back to 1942, muy poco veraz y destinada sin disimulo al consumo masivo, pero ignorando que una obra de parecidas características e idéntica nacionalidad (Ciudad de vida y muerte, de Lu Chuan) se alzó con la Concha de Oro en 2009 y que el miembro a día de hoy más conocido del jurado, Jia Zhang-ke, procede del mismo país. Si no sacamos conclusiones de estas insuficiencias, esta cobertura estará destinada a la misma esterilidad que todo aquello que pretendemos criticar, ahora y en el futuro.
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