1 de octubre de 2018

Zinemaldia 2018 (1): El canto del cisne

El poeta ourensano José Ángel Valente empezaba su poema Melancolía del destierro de esta manera
Lo peor es creer 
que se tiene razón por haberla tenido
El sentido de estos versos es igualmente válido a la inversa, sobre todo si nos adentramos en un terreno sobre el que existen casi tantas ideas como personas que los formulan, casi tantas teorías como teóricos. Por ejemplo, los festivales de cine. ¿Qué debe ser un festival de cine? En palabras de uno de los miembros del comité de selección del Festival de San Sebastián, Quim Casas, 
El equilibrio entre las películas esperadas, la presencia de sus autores para defenderlas y el sentido de las actrices y actores que dan sentido al concepto de alfombra roja. 
Hace un año citábamos al mismo Casas y nos ofrecía una verbalización distinta, no completamente contradictoria con la actual, pero que chocaba con la realidad que habíamos visto en el certamen. Para encontrar otras definiciones o apariencia de tales, no hay más que entrar en una red social durante el transcurso de cualquier festival con cierta repercusión mediática y observar cómo, desde posiciones muy disímiles, la presencia de alguna película o la concesión de algún premio produce escándalo, entusiasmo, peticiones de destitución o sangrantes ironías que ponen en cuestión hasta la existencia misma de este tipo de eventos. El discutible concepto de "alfombra roja", por otra parte, parece querer incidir en la condición espectacular y no en la estrictamente cinematográfica, que es la que nos parece relevante: pero, por supuesto, cualquier organizador de un festival de gran presupuesto argumentará que sin estrellas no hay autores, que lo uno financia lo otro. 

Desde aquí, con muy poca práctica de viajar para observar una diversidad suficiente de certámenes de este tipo, las únicas ideas que hemos ido hilvanando sobre lo que debe ser un festival de clase A han venido de la práctica de haber acudido, siempre de un modo inmersivo, al Zinemaldia durante cinco años consecutivos, intentando programar un horario exhaustivo que nunca bajase de las cuatro decenas de películas y en el que, además de la exigencia cinematográfica, primase, por qué no decirlo, un punto de excentricidad (la categoría "películas de estreno imposible" siempre desempeña un papel, mayor o menor según la edición, a la hora de decidir entre sesiones en disputa). Dicho esto, podemos concluir que la 66ª edición del Zinemaldia, que ha traído consigo algunos cambios ya desde la misma apariencia (la renovación de la imagen gráfica, ahora más moderna y atractiva, se ha emborronado un tanto por su desconcertante y poco afortunado cartel oficial, protagonizado por una Isabelle Huppert que no tenía ninguna película presente, ni a competición ni en ninguna sección paralela), se aproxima mucho a lo que aquí entendemos que debe ser un festival de cine. 



¿Por qué motivo? Porque entre entre los 42 largometrajes, 3 cortos y una miniserie que hemos podido ver en los nueve días de festival no hemos encontrado propuestas de apariencia caprichosa o gratuita, ni sesiones que finalizasen con la amarga sensación de tiempo perdido. Tampoco ha aparecido la impresión de que la acreditación verde que cuelga de nuestro cuello no es más que el equivalente al cencerro de una vaca, ni la idea de que nuestro consumo de películas no implica más inteligencia que la de pastar en un prado. Al contrario: de los números reseñados, al menos media docena de películas hacen palidecer cualquier lista, por esforzada que sea, de los estrenos comerciales de los nueve meses precedentes, y al menos otros siete títulos deben ser calificados, como mínimo, de buenas películas, y en todos estos casos y algunos otros de valoración más discutible encontramos buenos motivos para reflexionar sobre sus formas, para debatir sobre su alcance y su complejidad, para volver sobre ellas y sentir que están interpelando a nuestro presente o a un pasado reconocible en busca de respuestas, de nuevas preguntas o del origen de nuestros difíciles tiempos actuales, tan llenos de duros interrogantes y tan marcados por la desesperanza. 

En definitiva, este año el Zinemaldia ha marcado las diferencias, ha sabido traer un cine importante, interesante y capaz de dejar huella, no solo como películas individuales sino como un conjunto de propuestas coherente y detrás del cual se reconoce un criterio. Y todo ello con el mismo equipo que hace dos años programó una edición que nos pareció desastrosa. Ante ello, podemos concluir: si una virtud tienen los actuales rectores del festival de San Sebastián es la capacidad para la autocrítica. La realidad y los cambios en su programación de una edición a otra indican, desde luego, una nula autocomplacencia y describen, en el último lustro, un camino virtuoso que recoge y confirma los buenos síntomas que ya percibimos en 2017.   



Por todo ello, esta 66ª edición merece ser calificada al menos con un notable, y si no la elevamos al sobresaliente es quizá por pudor a un exceso encomiástico que pueda obviar algunas deficiencias en la organización, derivadas de una mejorable organización de los pases de prensa y de la lentitud de los métodos de acceso a las entradas de acreditados (cuestiones técnicas que, por otro lado, no rivalizan en importancia con la programación en sí misma) y, sobre todo, por el criterio, que sigue escapando a nuestra comprensión, para elegir las películas de apertura y clausura, sendos agujeros negros cuya pertinencia e interés comercial o de cualquier otro tipo (en el caso de la película de apertura, El amor menos pensado, era una obra que además llevaba dos meses en cartelera en su país de origen) resulta, como mínimo, dudoso. 

A esta gran edición también ha contribuido el juicio del jurado oficial, que con la Concha de Oro a Isaki Lacuesta por Entre dos aguas, además de haber premiado a una obra gran relevancia cuyo recorrido comercial no se augura fácil, ha sabido dar el empujón necesario a un cineasta marcado últimamente por las dudas y por unas poco afortunadas (y no muy coherentes entre sí) incursiones en la ficción pura. Esperemos que esta decisión contribuya a la recuperación del gran realizador de no ficción que siempre ha sido. Por otro lado, los tres premios a Rojo de Benjamín Naishtat (mejor director, actor y fotografía) suponen un reconocimiento a un cineasta joven que, como dijo su protagonista Darío Grandinetti, "no había nacido en 1975 [año en el que transcurre la película] pero se interesó, investigó" para desarrollar un denso discurso sobre la miseria ética en la que se funda toda caída en una dictadura criminal, como fue el denominado Proceso de Reorganización Nacional que dio lugar a lo que se definió, sin ánimo hiperbólico, como "el Auchswitz argentino". Dos grandes películas vencedoras cuyas características y virtudes vehiculan la potente idea que, al fin, este festival ha adquirido sobre sí mismo. 

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