4 de octubre de 2018

Zinemaldia 2018 (4): Corrupción y ambigüedad



De todas las decisiones del jurado oficial del Festival de Donostia que presidió Alexander Payne, la que menos aplausos suscitó fue la de conceder el Premio Especial del Jurado (segundo galardón en importancia) a  Alpha, The Right To Kill del filipino Brillante Mendoza, acogida con una frialdad rayana en la indiferencia. Si bien ésta fue la actitud generalizada, desde aquí queremos ensalzar las virtudes de una obra que contrastó, para bien, con las carencias de El reino, de Rodrigo Sorogoyen, un intento de abordar el mismo asunto de la corrupción institucional pero de forma mucho más tenue y ambigua y rechazando la frontalidad con la que Alpha miró de frente las sórdidas derivadas del mal funcionamiento del Estado. En un alarde de coherencia, el jurado decidió ignorar en su palmarés el largometraje producido por Atresmedia. 

Brillante Mendoza apuesta por construir secuencias de acción de gran fuerza en los primeros compases de su película, subrayadas por una música impactante y un tanto excesiva y deslizándose incluso hacia una cierta espectacularización hollywoodiense que en un principio parece que nos va a dirigir hacia un solvente thriller comercial "con características filipinas". No obstante, su búsqueda por otro lado del aspecto documental, a través de la cámara en mano, la imagen en baja resolución y los planos detalle, así como el inequívoco tono de denuncia (o hasta panfletario) con el que va desnudando el funcionamiento interno de la corrupción policial en un contexto de "guerra contra las drogas" y de militarización extrema de la sociedad hacen que Alpha acabe virando hacia la dialéctica de la lucha de clases.



El reiterativo y llamativo contraste entre los modos de vida de un policía corrupto y los de su confidente, un joven en libertad condicional, se va poniendo al descubierto del modo más sangrante hasta llegar a su punto culminante en el reparto de los beneficios de una operación de venta de drogas: un billete para el confidente y 99 para el policía. El sangrante funcionamiento del capitalismo queda desnudado en un simple gesto. Así, nada más lógico que la puesta en práctica de la máxima "el perro siempre es fiel al amo, pero el amo nunca es fiel al perro" que pronunció Carlos García-Alix a propósito de Felipe Sandoval y que acaba por convertir esta película en una bomba de relojería, de militancia inequívoca y efectiva, reflejando un envilecimiento institucional extremo y legitimado en base a discursos y parafernalias de escasísima enjundia (con coartadas tan pobres como "las generaciones venideras", "el país" o la "salud pública"). 


La honesta y brutal radiografía que nos ofrece Alpha no nos ahorra tampoco lod detalles trato vejatorio con que un poder humillante y extraordinariamente represivo va construyendo un gigantesco campo de concentración en Manila a través de sus controles policiales permanentes y cacheos en cada esquina, en el que prácticamente toda la población es sospechosa de narcotráfico mientras tiene que malvivir en la economía informal mediante pequeños trapicheos o clasificando basuras. Así, las imágenes de un grupo de detenidos al azar, arrodillados y obligados a despojarse de su camiseta ofrecen el suficiente poderío visual y se van acumulando a un océano de injusticia que acaba por exigir un final a lo Los santos inocentes. 




El tercer largometraje de Rodrigo Sorogoyen, por su parte, hace también explícita desde sus inicios su apuesta por el thriller al arrancar con un largo travelling de seguimiento y una música adrenalínica que marcan las coordenadas del envidiable sentido del ritmo con el que irá avanzando una trama bien armada, con un fuerte engarce en la actualidad y en el que su larga duración se acaba por convertir en una anécdota. La lograda verosimilitud de sus personajes y el buen manejo de los códigos del género convierten a El reino en una película apreciable, que sin embargo acaba por resultar fallida a causa, en buena parte, de sus contradicciones discursivas -especialmente llamativas en su tramo final- y del paratexto con el que se quiso adornar desde que llegaron las primeras noticias de su rodaje, en el que se llamaba la atención sobre su carácter de "película sobre la corrupción política". 




Porque, al contrario que Alpha, El reino decide obviar cualquier descripción del funcionamiento interno de la corrupción (primer paso para desmontarla: poner al descubierto sus mecanismos) y se centra en las reacciones a la misma por parte de los propios corruptos, sin que recibamos sobre su comportamiento anterior más que ambiguas pistas que, si bien no dejan lugar a dudas sobre la cantidad de tropelías en que se funda su poder, nos dejan huérfanos de cualquier concreción sobre los hechos: qué hicieron realmente para llegar hasta ahí. 

Por otra parte, el detalle, que podría haber pasado desapercibido si el director y su coguionista Isabel Peña no lo hubieran recalcado en su rueda de prensa, de mostrar, de manera gratuita y efectista, al cliente de un bar recogiendo un cambio que no le corresponde con cara de circunstancias es utilizado para incorporar a la película la aberrante tesis de que el comportamiento deshonesto no es en realidad imputable a unas personas reales y concretas, ni a unas siglas y a una ideología cuya cosmovisión del mundo lo convierten en aceptable, sino a toda la sociedad que sería, en realidad, la verdadera autora de las fechorías. En estas coordenadas morales se movió en todo momento Sorogoyen, afirmando en diversas entrevistas que hubiera sido "bastante injusto, deshonesto y poco acertado" concretar nombres y lugares, y, sobre los protagonistas, que "son gente que podría ser tú o podría ser yo, si hubiéramos tenido una carrera política (...) tiene una empatía con el espectador brutal, en el sentido de que podrían pensar 'yo también haría esto'". 




En esto, al menos, la película es capaz de superar las lastimosas palabras de su creador y lo que muestra es una pléyade de tipos humanos ante los que no podemos sentir ni un atisbo de simpatía, aunque se reserve el culmen de su ambigüedad para su desenlace, una secuencia final de toma y daca entre Antonio de la Torre y Bárbara Lennie, que no podemos interpretar sino como una servidumbre (una más) de El reino a su productora Atresmedia, la auténtica ganadora en este revoltijo discursivo en el que nada se pone en cuestión, la ética y la empatía se vuelven incompatibles y Sorogoyen nos deja claro el tipo de cineasta incoloro, indoloro e insípido que quiere llegar a ser. 




Preguntado en rueda de prensa sobre una situación política filipina que quedaba a los pies de sus caballos en su obra, Brillante Mendoza pareció por momentos querer imitar a su colega madrileño con cautos y apolíticos circunloquios, pero consiguió remachar así: 
Como realizadores, deberíamos abordar nuestros trabajos desde la verdad. Siempre he abogado a favor de la verdad y la honestidad en todas mis películas. 
Al menos, él sí lo consiguió.  

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