2 de octubre de 2018

Zinemaldia 2018 (2): Entre dos Conchas



Una de las labores que más dignifican la existencia de un festival de cine es la de orientar e incentivar una carrera de profundo aliento cinematográfico pero de dudosa salida comercial, ofreciendo, en forma de premios o a través de su programación en las secciones más visibles, el reconocimiento que dé sentido a la muchas veces ingrata, solitaria y llena de dudas tarea de realizar películas. Si en las últimas ediciones el festival de San Sebastián había renunciado a ello al galardonar obras de tan escaso recorrido como The Disaster Artist o Sparrows, este año ha dado el mejor volantazo al otorgar su máxima condecoración a una propuesta tan importante y trabajada como Entre dos aguas, de Isaki Lacuesta, siete años después de que el mal recibimiento a la Concha de Oro a Los pasos dobles abriese una etapa de cierta desorientación en su filmografía (llegando a afirmar, entonces, que "si pudiese elegir no iría a festivales), con picos tan bajos como el de la deslavazada sátira Murieron por encima de sus posibilidades que refulgió, en la edición de 2014 del Zinemaldia, como la peor de las películas.

Más allá del género cinematográfico en el que podamos ubicar a Entre dos aguas (su director la catalogó como "ficción hiperrealista", etiqueta que fue asumida de forma un tanto acrítica; desde aquí querríamos incluirla, en cualquier caso, en el terreno de la no ficción), este largometraje se inscribe en la senda de las grandes secuelas que muestran, por su modélica manera de capturar el paso del tiempo y las contradicciones entre las expectativas y la realidad o, dicho en palabras del propio cineasta, "lo que esperas de la vida y lo que te encuentras", el devenir de un país y de una época, como en su día hicieron, de distinta forma, Después de tantos años de Ricardo Franco o Veinte años no es nada de Joaquim Jordà. Sin obligar al espectador a tener que visionar La leyenda del tiempo, su anterior incursión en la vida de sus protagonistas  (aunque desde aquí recomendemos hacerlo), al incluir breves, justas y significantes inserciones de la obra realizada en 2006, Entre dos aguas quiere acentuar sus contradicciones con aquella a través de la propia textura de la imagen, ahora con aspecto de celuloide y estética documental. El propio Lacuesta justificó así su apuesta: 
El celuloide resalta la atemporalidad de la imagen (...) se pega al aspecto atemporal de sus formas de vida, de sus trabajos, de los rituales del mundo militar, de chatarrear o mariscar, de su forma de vestir...


Con una ejemplar construcción de la narratividad, sin atisbo de impostura y destilando gran autenticidad en los diálogos, los gestos y las reacciones de los protagonistas, Isra y Cheíto, dos hermanos gitanos que cargan de forma muy distinta con la pesada herencia de la muerte violenta de su padre, evocada hasta la obsesión, Lacuesta consigue hacer casi siempre imperceptible la presencia de un guion hasta conformar un retrato de profunda autenticidad sobre la España informal. Ubicada en la localidad gaditana de San Fernando, en Entre dos aguas no hay más perspectivas laborales que el trapicheo de drogas o el empleo público relacionado con algún cuerpo de seguridad del Estado (el niño Isra de La leyenda del tiempo ya lo tenía claro al hablar de su futuro como "guardia civil o albañil de los que mandan") y la posibilidad de alguna mejora, que en el caso de Cheíto viene marcada por su lejana ambición de montar una panadería, implica transitar el árido camino de estar durante largos meses alejado de su familia en alguna ignota misión militar, con el riesgo añadido de hacer que su matrimonio se tambalee. 

Sin traicionar su apariencia documental, en una imagen con grano y tonos amarronados, Entre dos aguas ofrece algunas composiciones de gran belleza, casi siempre nocturnas y encuadrando de forma lateral la silueta de los protagonistas al amanecer o al anochecer; una de ellas, por su potencial metafórico y basada en el puro poder de la imagen, podría haber sido el final más acabado para un largometraje que peca en ocasiones de reiterativo y de excesivo en su verbalización, aunque sobre el verbo construya dos de sus secuencias climáticas que confrontan las dos opciones de vida de los hermanos a las que hace alusión el título: por un lado, el duelo y la queja permanente, la tentación de vivir en el pasado (simbolizada en el tatuaje que llena el cartel de la película) y la constatación de la incapacidad para "dar la vuelta a la tortilla" y la caída en la "vía fácil" del narcotráfico; por el otro, la del trabajo duro y prosaico, sin capacidad para obtener lujo alguno pero sí de evitar problemas con la ley y de consolidar, mal que bien, una familia. Por entre las rendijas de ambas opciones y de las discusiones que Isra y Cheíto mantienen se cuela, además de una crítica a la mitificación de los orígenes y de la figura del padre tan propias del mundo gitano, una sutil impugnación del concepto de memoria histórica, algo que Isaki Lacuesta ya había introducido en anteriores obras suyas como Los condenados y que tuvo su reverso, en este mismo festival y con más sutileza si cabe, en la magnífica Petra, de Jaime Rosales, que sostuvo la posición opuesta. 




Mucho menos sutil, desde luego, es la forma en que el cineasta ampurdanés hace explícito en Entre dos aguas su posicionamiento político (y que nos recordó a algunos excesos de Murieron por encima de sus posibilidades): por un lado y en un aparente conversación casual en el coche entre Isra y sus hijas pequeñas, se habla de la cantidad de "leones" y "marcianos" pero, sobre todo, de "monos" que habitan en Barcelona, mientras la charla se alarga en ese sentido sin utilidad alguna en la narración; por el otro, se  inserta en el tramo final de una demorada secuencia en el que, sin ningún atisbo de ironía, se enfoca en contrapicado y de la forma más encomiástica la bandera española, mientras el rostro de Cheíto, henchido de honor y orgullo, llena el encuadre con la música militar de fondo. Sin que estos detalles invaliden en absoluto la valía de esta Concha de Oro, sí, por innecesarios y gratuitos en la trama y en el contexto de una obra de la significación política de la del autor de Las variaciones Marker merecen ser señalados. 

La melancolía que inevitablemente desprende Entre dos aguas es explicada por Lacuesta de esta manera: 
Ves cómo unos niños, que por definición en potencia pueden ser cualquier cosa, van concretando su camino. (...) Los de la primera película son personajes que están cambiando, y en ésta casi cuesta ver qué posibilidades les quedan. 
Otro cineasta presente en el festival, el japonés Mamoru Hosoda y hablando de su propia película Mirai pronunció estas palabras: 
Los niños son seres llenos de dinamismo que evolucionan a una velocidad de vértigo. Los adultos, por el contrario, aunque queramos cambiar apenas lo hacemos, somos bastante rígidos en ese sentido. Me gusta la idea de que mis películas puedan inspirar el deseo de cambio en los adultos tomando como referencia a los niños que aparecen en ellas. 
En este sentido, más allá del duro retrato de un país y de una época en el que las drogas están en primer plano, las personas clave en una vida desparecen (la mujer y la madre de Isra, presencias ausentes), la religiosidad fundamentalista, (filmada con respeto pero desnudada en su absurdo) se convierte en una opción inquietante y el futuro se va convirtiendo en un muro ciego, el espíritu de esta película acaba inundado de aquella sentencia memorable de Grupo salvaje, de Sam Peckinpah: 
Todos soñamos con volver a ser niños. Incluso los peores de nosotros. Quizá sobre todo los peores. 

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