Suele existir cierta desconfianza de partida cuando nos
encontramos con un remake: en muchas ocasiones, volver a rodar el mismo guión
no esconde más que falta de ideas o el intento de explotar el éxito de una
antigua película sin aportar nada nuevo o estropeando buena parte del material
original, sin estar a la altura de la
primera versión. En ciertas épocas, sin embargo, ha sido una costumbre más de
los estudios, antes de la existencia de vídeos y filmotecas, para rescatar
grandes obras y evitar que el gran público las echase demasiado pronto en el
olvido: así, en el Hollywood clásico casi se convirtió en una costumbre rodar
una versión muda, años después una sonora y pasado un tiempo la versión en
color. Y ha habido todo tipo de resultados como para evitar hacer una teoría
cerrada sobre la calidad de unas y otras: si sabemos que Imitación a la vida de Douglas Sirk es
un remake, tal vez nos sintamos obligados a despreciar el original en que se
basó, pero ello en modo alguno haría justicia a la más que notable película que
John M. Stahl realizó veinticinco años antes. Y lo mismo nos pasaría con el Ordet (1955) de Carl Theodor Dreyer, versión de la misma obra teatral que doce años antes había adaptado con notable acierto (y Victor Sjöström en el papel protagonista) Gustaf Molander, o con La chienne de Jean Renoir y su magnífica sucesora, Scarlet Street de Fritz Lang.
Si bien en la época contemporánea es más difícil encontrar un remake que deje atrás o al menos iguale los méritos de su predecesora (ejemplos como Vanilla Sky, Todos los hombres del rey, Perros de paja o King Kong no son muy alentadores al respecto), en el reciente Festival de Donostia pudimos encontrar una obra mayor que dejó rotundamente atrás a la película que en que se inspiró. Hablamos de Paulina, de Santiago Mitre, que venía precedida de una buena expectación después de la sutileza y complejidad políticas que nos ofreció este cineasta argentino en su anterior obra, El estudiante, y que fue uno de los momentos estelares del festival, siendo proyectada dentro de la sección Horizontes Latinos y obteniendo el premio a la mejor película de esta categoría, que se suma al premio FIPRESCI ya obtenido en la Quincena de Realizadores de Cannes.
Paulina está inspirada en La patota, de Daniel Tinayre, realizada
en 1961 y uno de los clásicos del cine argentino, y a la que podemos achacarle
hoy algunos defectos que la dejan en mal lugar en comparación con la gran película a
la que ahora ha dado lugar: su subrayado cariz católico, la lastrante voz en
off de la protagonista que añade una innecesaria victimización que desaparece
en el fortísimo personaje al que ahora da vida Dolores Fonzi (actriz cuyas rotundas cualidades interpretativas dejan muy atrás la anterior encarnación del mismo personaje por parte de Mirtha Legrand: como dice en Silvina Ajmat en su crítica comparativa en el diario argentino La Nación, "todo el recorrido dramático se apoya en sus ojos"), una figura
paterna mucho más autoritaria, conservadora y alejada del interesante e
izquierdista juez al que ahora encarna Óscar Martínez y, finalmente, un tono aleccionador,
incluyendo un lamentable rótulo final que contrasta con los créditos finales de
Paulina, absolutamente decisivos en
su modo de situarnos frente a frente con la persona que ha sido puesta entre la espada y
la pared y cuyo desconcertante comportamiento nos adentra de lleno en los
terrenos de lo imprevisible, de lo polémico y de lo incómodo.
El comienzo de la película de Santiago Mitre nos confronta con los dos personajes principales en un largo plano secuencia de más de ocho minutos de gran densidad discursiva: ahí conocemos, de forma ejemplar, la clase social de Paulina y de su padre, sus ideas, su determinación, sus orígenes, las inquietudes vitales de ambos, su fuerte personalidad, los reproches de fondo que cada uno está en condiciones de dirigir al otro, lo que él espera de ella y lo que ella espera de sí misma. Su llegada a una escuela rural, en una zona selvática de Misiones y limítrofe con Paraguay, en donde buena parte de los alumnos hablan guaraní, supone algo más de una inmersión en un mundo nuevo: es su forma de llevar hasta las últimas consecuencias su ideal de democracia, de darle un contenido real a la palabra "pueblo" incluyendo en la misma hasta a sus representantes más fronterizos, eludiendo dejarlos de lado como mera abstracción y tratando de formar parte de sus vidas no desde la lejanía, sino como una más. El proyecto parece fallar desde el primer momento, y los conceptos básicos de ciencia política que Paulina intenta hacer entender son motivo de chanza entre los alumnos: nada más desalentador que comprobar la distancia entre la teoría política y el día a día del funcionamiento práctico del Estado, pese a que Paulina insiste una y otra vez en que no es más que una "empleada" de los alumnos, y el gobierno les pertenece a ellos.
La película tiene la habilidad de trasladar posteriormente el punto de vista a Ciro, el futuro violador y mostrarnos su casa, su mundo y sus frustraciones: de nuevo Mitre nos adentra en los terrenos de lo incómodo y nos muestra el punto de vista de un personaje al que una narración previsible situaría como un secundario sin alma, y al que en ningún caso se arriesgaría a acercarse para provocar una peligrosa empatía con la peripecia vital anterior a su crimen. El punto culminante del largometraje, la violación, está rodada sin énfasis, en plano fijo, con poca luz y sin recrearse; incluso durante buena parte del mismo tenemos dudas de quién está siendo la víctima, si Paulina o la antigua novia de Ciro, probable destinataria inicial de las intenciones criminales del grupo que rodea al citado.
Los posteriores cambios de punto de vista, incluidas las anacronías que nos sitúan a la protagonista declarando y dando explicaciones ante la juez que lleva su caso, consiguen conformar un efectivo puzzle en el que, definitivamente, la oscura materia de que está conformado el mundo ha alcanzado a Paulina, a su padre, al poder judicial que éste moviliza para que torture a los responsables, a la extraña lógica de condiciones para abortar que desconcierta a los espectadores y desespera al personaje de Óscar Martínez en los momentos más desafiantes de la película y que deja definitivamente fuera del relato al novio de Paulina, encarnado por el mismo Esteban Lamothe que había protagonizado El estudiante. La renuncia a los privilegios y a una mínima reparación, el regreso al colegio para hablar de los derechos humanos y enfrentarse a la realidad, desarmando moralmente a sus agresores, nos terminan por dar la medida exacta de uno de los personajes más potentes y complejos que nos ofrece el cine contemporáneo y que nos llevaremos de Donostia y seguirá creciendo, mes tras mes, año tras año, en el complejo mundo en que vivimos.
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