7 de octubre de 2015

Zinemaldia 2015 (7): Las incoherencias de Saúl

Hace unos días, una amiga me comentaba indignada que había visto en las ruinas del campo de exterminio de Auschwitz una pintada que rezaba: "Pepe, 2012". La seriedad y el sobrecogimiento que la memoria de dicho lugar provocaba no había sido suficiente, al parecer, para que un viajero con dudoso sentido del ridículo dejara su huella, como si hubiese estado visitando un lugar más de turismo y el Holocausto fuese un asunto al que dedicar frívolos ratos de ocio.



Una película como El hijo de Saúl hará muy poco por cambiar este estado de cosas, a pesar de los rotundos elogios que cosechó en el Festival de Cannes y de la conmoción que seguramente creará entre la crítica y buena parte del público cuando se produzca su estreno comercial en las carteleras españolas, tras su paso por la sección de Perlas de Zinemaldia. Algunos de los comentarios que ya propiciado son del siguiente tenor: "Obra maestra incuestionable", "evita los clichés el cine de la Solución Final sumergiéndonos en una experiencia inédita", "impacta globalmente por su sobriedad, su rigor, su precisión formal, por unos planos prodigiosos", "lleva a un lugar insólito la representación cinematográfica de la Shoah"... Todo esto sin ir más lejos que a las críticas que FilmAffinity presenta en su ficha de esta película.

Modestamente, tengo que discrepar de tan encomiásticas valoraciones.

En mi humilde opinión, si queremos hacer una película sobre un asunto como el Holocausto judío, tan delicado, tan transitado cinematográficamente, tan utilizado políticamente para justificar todo tipo de tropelías que semeje ser la tragedia más manoseada, escarnecida y banalizada de todas cuantas han sucedido en el mundo contemporáneo, no podemos realizarla de cualquier manera. Como, creo, se ha realizado El hijo de Saúl, cuya única idea cinematográfica parece ser un registro formal incoherente, pobre y falto de interés. Nos encontramos con un muy añejo y nada original formato 1.33:1, pero con una cuidadísima y nada añeja fotografía que deje bien sentado la diferencia entre el primer plano y el fondo desenfocado. El horror desenfocado no es  una idea cinematográfica nueva, ni muy lograda si lo enfocamos a conveniencia, para mostrar, cual pirómanos, la "belleza" de una hoguera quemando cadáveres. Si, por otra parte, usamos a un actor debutante para hacer el papel protagonista y nos alejamos de figuras, ¿por qué reconocemos en los personajes secundarios a actores como Levente Molnár o Sándor Zsótér y perdemos así toda posibilidad de representar el campo de exterminio de Auschwitz sin acordarnos de papeles pasados de quienes supuestamente están padeciendo la muerte en vida (e insistimos de nuevo: con una muy cuidada fotografía)?


La incoherencia persiste con los supuestos planos de seguimiento, en lo que parece ser una cámara incrustada en la nuca del protagonista. Si ésa es la apuesta, ¿cuál es punto de vista? No existe el plano subjetivo, y por lo tanto no podemos, en puridad, ponernos en la piel del protagonista: tampoco somos capaces de creernos su alocada búsqueda de un rabino para enterrar a un supuesto hijo sobre el que la narración se encarga de sembrar las pistas suficientes como para que sepamos que tal vez no lo sea, o tal vez sí: qué más da. Unos prisioneros preparan una rebelión armada contra su segura conversión en cenizas humanas y la búsqueda del rabino se convierte en una cruel parodia de la falta de cordura, ante la cual, ¿qué importa el horror que estamos (entre)viendo y su enfoque o desenfoque? Si el hijo de Saúl no es su hijo, tal vez el campo de exterminio tampoco sea tal y nos sumerjamos en el relativismo total de la falta de credibilidad del punto de vista.

Un punto de vista que, por otra parte, se traiciona de nuevo para observar la citada hoguera (la cámara se aleja cuidadosa de la nuca para retroceder a unos metros de distancia, para mejor encuadrar lo que parecía que no deberíamos ver) o para mostrarnos un epílogo sentimental tan irrelevante como falto de emotividad, en el que un niño rubio y de ojos azules surge de la nada como supuesto representante de la inocencia perdida. La idea estética no avanza, no funciona, y termina configurándose como una nota al pie de la obra mayor con la que comparte cierto aire de familia pero ante la que resiste mal la comparación, Masacre: ven y mira (1985), en la que Elem Klimov aprovechó los primeros resquicios de la perestroika para enfocar, de frente y sin miramientos, con un niño cuerdo como protagonista y en un brutal relato de iniciación, el horror que sí existió y que El hijo de Saúl parece poner en cuestión, a su pesar.

                                         

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