Es probable que el sintagma "extrema izquierda japonesa" suene hoy a chino, valga la vulgaridad de la expresión, a la mayoría de comunidad cinematográfica, y en mucha mayor medida a la sociedad en general. Japón es uno de los países más estables políticamente en su conservadurismo, gobernado casi sin interrupción por el derechista Partido Liberal Democrático desde el fin de la II Guerra Mundial y sin más opciones de alternancia que un partido casi gemelo y de nombre semejante (el Partido Democrático Japonés). Sin embargo, durante toda la década de 1960 y principios de los 70, a raíz de la firma del Tratado de Seguridad y Cooperación entre Japón y los Estados Unidos, la extrema izquierda, hegemonizada por el maoísmo, fue un contrapoder con presencia real en la sociedad y profunda influencia en la cinematografía nipona, siendo algunos de sus más importantes realizadores militantes a su vez en grupos revolucionarios (entre los que destacaba el Bund, la Liga Comunista de Japón). Los nombres de Shuji Terayama, Yasuzo Masumura, Masahiro Shinoda, Yoshishige Yoshida o Masao Adachi, además de dar lugar al movimiento conocido como la Nuveru Vagu, no abandonaron su militancia al convertirse en directores de prestigio y dieron lugar a filmografías de admirable coherencia, sobresaliendo entre ellos el nombre de Nagisa Oshima, dirigente estudiantil antes que cineasta y a quien Zinemaldia y la Filmoteca Española dedicaron una completa y admirable retrospectiva en 2013.
Estrechamente relacionado con Oshima en cuanto a temática, inquietudes estéticas y radicalismo político está el nombre de Koji Wakamatsu, no en vano productor ejecutivo de El imperio de los sentidos y hombre cuyos comienzos, vinculado a la yakuza y condenado a penas de cárcel, marcaron para siempre su posición de radical oposición al sistema. En sus propias palabras,
Cuando salí de la cárcel tenía muchas cuentas pendientes contra las autoridades y su brutalidad, pero pensé que si utilizaba la violencia, iba a terminar en la cárcel otra vez. Así que decidí usar otra arma: el cine. Utilizar la violencia en las películas forma parte del imaginario de un director de cine, así que al menos no puedes ser acusado de criminal.
El punto culminante de su compromiso político llega con la filmación de Declaración de Guerra Mundial (1971), panfleto en forma de documental en favor de las tesis del Ejército Rojo Japonés y el Frente Popular para la Liberación de Palestina, entonces en estrecha alianza. Su codirector, el cineasta experimental Masao Adachi, se integraría tres años después en la organización armada nipona, trasladándose al Líbano y desapareciendo en la clandestinidad hasta su detención en 1997 y su deportación a Japón tras tres años de cárcel. Hablando sobre esta experiencia, diría posteriormente:
El cielo sin el infierno no significa nada.
Y sobre sus diferencias con Wakamatsu, que nunca llega a lanzarse a la lucha armada y se queda un paso por detrás de la línea que él mismo cruza, añadió:
Yo estaba más bien en la resistencia, él en la venganza.
Treinta y seis años después de esta incendiaria película y con el movimiento político que le dio origen desaparecido de la faz de la Tierra, Wakamatsu se acerca a uno de los grupos cuyo extremismo y desquiciamiento fueron en gran parte responsables del descrédito y la disolución de lo que era un potente magma de radicalismo revolucionario: el Ejército Rojo Unido, fusión de dos grupúsculos surgidos de diversas escisiones y dirigido por Tsuneo Mori y Hiroko Nagata, en el homónimo largometraje United Red Army. Programado como plato fuerte de la retrospectiva temática Nuevo Cine Independiente Japonés 2000-2015, y en 190 largos minutos, comienza con un largo recorrido por la izquierda nipona y el sinfín de escisiones acaecidas en su época de apogeo, con la dinámica música de Jim O'Rourke como recurso para destrabar una narración marcada por la exhaustividad de datos: movilizaciones, antidisturbios, detenciones, torturas, muertes, descabezamientos, en un poliédrico rompecabezas que nos da una idea de la complejidad y dureza de unas luchas que tuvieron a la universidad como epicentro y foco de contestación al extremo conservadurismo imperante. Todo ello hasta desembocar en la conformación de este grupo armado, conformado por selectos militantes que habían tenido un papel protagonista durante las movilizaciones de la década de los 60 y que se dirige a las montañas de Gumna con el fin de iniciar un entrenamiento militar, dando lugar al sombrío segundo acto de esta película.
La dinámica de United Red Army cambia entonces por completo y, sumidos los aspirantes a guerrilleros en el aislamiento y derivando hacia una suerte de progresiva locura, el grupo se va transformando en una secta autodestructiva que nos da la medida exacta de la desorientación, lo despiadado, el culto a la personalidad y el arbitrario absoluto. El entrenamiento se convierte en un alucinado ritual de torturas, palizas a muerte, caprichosas exigencias de autocrítica, en el cual un aspecto físico bello, ir al baño sin permiso o cambiarse de ropa son señales de actividad fraccionalista y desembocan en "muertes por derrota", que Wakamatsu no quiere en ningún caso banalizar y homenajea a los sorprendidos en tan infernal dinámica con rótulos detallados de su fecha de muerte, actividad militante anterior e imágenes de luchas pretéritas, que nos implican a fondo en la infamia de semejante final. El clímax del horror viene dado por uno de sus personajes femeninos, acusado por su aspecto físico, que termina siguiendo esta lógica de pesadilla autolesionándose hasta la muerte para deformar su rostro, y cuyas atroces heridas vemos en detalle durante repetidos planos, puntuados por una angustiante música elegíaca.
La película sigue con una tercera parte en la que los miembros sobrevivientes del grupo se atrincheran en un albergue y luchan en una batalla de varios días frente a la policía que tiene rodeado el lugar. Entre tiro y tiro reciben la noticia de la reunión entre Mao Tse-tung y Richard Nixon, preludio a la progresiva integración de la República Popular China en la diplomacia internacional y a la consecuente derrota del discurso de este grupo estrechamente seguidor de las tesis de la Revolución Cultural, impulsada hasta entonces por el líder comunista chino. Es una increíble argumentación sobre una "galleta antirrevolucionaria" la que propicia la tardía reacción de un miembro de la célula y la asunción de lo lejos que han llegado en el delirio argumental, pero ya es demasiado tarde: por ese delirio han muerto 14 de los 30 miembros del grupo.
El penoso y sangriento destino final de la extrema izquierda japonesa, del que no dejamos de tener registro ni aun en los créditos finales, supone el terrible colofón con el que un consternado Wakamatsu -fallecido cinco años después de este largometraje tras ser atropellado por un taxi- levanta acta de defunción de un movimiento al que entregó buena parte de su vida y que, al contrario que otros grupos armados (el italiano o el alemán, del que tuvimos notable ilustración en Una juventud alemana, de Jean-Gabriel Périot, presente en la sección de Zabaltegi), no sufrió sus principales derrotas a manos de la represión policíaca ni de los métodos exterminacionistas del Estado, sino a través de una infernal lógica de autodestrucción, dejando un melancólico legado de desesperanza.
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