Haciendo balance del presente Festival de Donostia, dejamos claro que no habíamos encontrado obra maestra alguna entre el casi medio centenar de largometrajes vistos. Pero hay una película que se le acercó mucho, que nos produjo durante gran parte de su proyección las sensaciones que sólo las grandes obras consiguen abonar en la conciencia, y en la que creímos ver la manifestación más acabada del genio de Jia Zhang-ke, que tras casi dos décadas de notable carrera parecía por fin alcanzar la maestría que en algunas de sus propuestas anteriores merodeaba, siempre armado de un sólido discurso, entre melancólico y crítico, sobre la apoteosis del capitalismo en la República Popular China. Hablamos de Mountains May Depart, nuevo título del mencionado cineasta que procedente de Cannes (aunque sin mención alguna en su palmarés) se proyectó en la sección de Perlas. El hermoso título, en palabras de su director, alude al siguiente pasaje bíblico:
'Aunque los montes cambien de lugar y las colinas se desmoronen, mi amor por ti permanecerá inamovible'. Es la idea, lazos tan fuertes que no se romperán aunque quienes estén atados por ellos cambien de lugar, de vida o se alejen entre sí. Aunque el lugar de donde salieron parezca realmente perdido.
¿Consigue transmitir esta película tan poderoso mensaje? Rotundamente sí, durante noventa minutos, y rotundamente no durante los 40 restantes. El problema de Jia Zhang-ke es que no ha sabido finalizar lo que era una lección magistral de cine, con un rotundo dominio de las formas (sin excluir algún espectacular plano con pulso de superproducción) y la emotividad justa como para saber situar en el lugar adecuado cada elemento de un destructivo paso del tiempo que arrasa con las vidas de tres amigos separados por la unión sentimental de dos de ellos y la emigración del tercero, elemento sobrante en la ecuación y ejemplo de los "excedentes humanos" a que da lugar la modernización acelerada de las estructuras económicas.
Mountains May Depart transcurre en tres actos, cada uno con sus tonalidades cromáticas y su formato diferenciado. El primero, en 1999, en 1.33:1 y con una saturación de colores rojizos que ya era marca distintiva en Un toque de violencia, su anterior obra, y en la que vemos reflejada la energía de unos personajes que van a elegir su rumbo vital, marcados por la decisión sentimental de Tao, la protagonista femenina, entre el amor del ambicioso y superficial Jinsheng o el del honesto Liangzi. El significativo comienzo, con Tao participando en una fiesta de año nuevo al compás de "Go West" de los Pet Shop Boys, nos muestra el apogeo de un país cuyas arrolladoras cifras de crecimiento económico impulsan a Jinsheng hacia la cúspide, como bien capta su hasta entonces amigo y ahora rival sentimental Liangzi con sus irónicas palabras:
Déjame ver el rostro de la élite
La vida de los personajes se parte y mediante un poderío visual de primer nivel (destacamos un prolongado plano del rostro, empapado en detalladas gotas de sudor, de Tao al dar a luz), la película alcanza su punto culminante al nacer el pequeño Dólar y llegar la primera elipsis temporal, de una perfección tan rotunda que nos provocó lo más parecido que hemos sentido en este Zinemaldia a una genuina admiración.
La película vuela entonces hasta 2014, el formato se ensancha hasta el 1.85:1 y una melancólica música de piano se va enseñoreando de la narración, a la vez que el cromatismo rojizo se atenúa y se ve contrapesado por tonos grisáceos y verdes, ahora nuevos dueños del ambiente de nostalgia que envuelve el regreso después de tres lustros de Liangzi, enfermo tras años trabajando en la minería, a su ciudad natal. Con sobria delicadeza, la vuelta a su antiguo hogar, ahora abandonado y repleto de óxido, nos remite al comienzo de la tercera parte de El Padrino, cuyo enlace temporal con el fin de la segunda era una casa ahora recubierta de polvo, y a esa obra monumental del documentalismo chino que es Al oeste de los raíles, protagonizado por decenas de trabajadores abandonados en la soledad y la derrota, al igual que Liangzi. Su forma de desaparecer de la narración es muy coherente y sintomática del destino que le espera a la clase obrera china, mientras el amor entre Tao y Jinsheng, ahora convertido en un prócer empresarial embriagado de esnobismo (ha cambiado su nombre por el de Peter), se ha agotado definitivamente. La China de 2014 da síntomas de agotamiento y surge la emigración: los pobres a Kazajistán, los ricos a Australia y Dólar, un joven criado entre lujos y en idioma inglés, desconoce a su madre y lo que significa mirar un paisaje desde un tren.
Y, tras estos 90 minutos, Jia Zhang-ke da un inesperado giro a los acontecimientos, ensancha todavía más el formato hasta el 2.35:1 y huye hacia 2025, mientras intenta saturar las imágenes de un color blanco de sol de pesadilla (y, valga el exceso comparativo, aquí vemos rastros de Stockholm, como los vimos de Mommy en los saltos de formato). Y entonces, todo cambia: Peter vive aislado entre millones en Australia, Tao es una mujer mayor y solitaria que rumia su soledad por China y es Dólar quien se adueña de la película, llevándola al desastre con sus toques sentimentaloides, la nieve como ineficaz subrayado del invierno de las vidas que observamos, un intento de relación sentimental que roza el ridículo, metáforas pedestres sobre la libertad y las armas y la desconcertante conversión de una obra magna en una pobre ilustración de un futuro de incomunicación, falta de vínculos comunitarios y dispositivos electrónicos transparentes. Son 40 minutos de rotundo naufragio cinematográfico que nos hacen dudar de que se trate de la misma película que nos había estremecido durante los 90 anteriores.
Y, de esta forma, Jia Zhang-ke parece desmentirnos sus propias declaraciones: el amor no ha permanecido inamovible, los lazos se rompieron y el lugar del que salieron sí está perdido. Desapareció sin dejar rastro.
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