2 de octubre de 2019

Zinemaldia 2019 (3): La guerra sin cine



En una secuencia de Mientras dure la guerra, la película que Alejandro Amenábar presentó en la Sección Oficial del Festival de Donostia, vemos al protagonista, Miguel de Unamuno, discutir sobre las implicaciones de la Guerra Civil que acaba de estallar con su amigo Salvador, profesor de literatura y, en la medida en la que el chato guion del realizador y de Alejandro Hernández se lo permite, simpatizante de la República. El diálogo entre ambos está marcado por la reciente detención y probable ejecución del habitual tercer miembro de la tertulia, Atilano, un pastor protestante miembro de la masonería, y se lleva a cabo a las afueras de la ciudad de Salamanca, dado que dentro de su casco antiguo ya no se sienten seguros para hablar. Al poco de comenzar la discusión, la cámara se eleva y una música elegante y académica ensordece la secuencia, y ya no volvemos a saber más de la literalidad de la controversia hasta que una elipsis de varias horas nos sitúa en el final de la jornada y el regreso de los dos a la ciudad. 

De esta forma, Mientras dure la guerra está proporcionándonos una información clave sobre su ideología y sus intenciones. Por un lado, esa cámara elevándose y esa música ensordeciendo parecen querer subrayar que el contenido de la disputa es lo de menos, que solo son dos amigos entrañablemente parlanchines a los que debemos dejar a sus cosas. Pero el contexto lo impide: estamos en la Guerra Civil y todas las vidas están en riesgo, ¿cómo puede ser irrelevante el contenido de lo que hablen en tales circunstancias? Otra posible interpretación de esa decisión cinematográfica es hacernos ver que la contienda, es realidad, es un elemento más del eterno cainismo español, un rasgo atávico en el que las causas y las motivaciones son lo de menos: se trata de pelear por pelear, en eso consiste ser español, y por lo tanto la cámara hace bien en elevarse y la música en ensordecer, porque digan lo que digan da igual, solo pelean por el capricho que les ha concedido su simpática nacionalidad. Una tercera visión de esta secuencia, más prosaica, es que ni Amenábar ni Hernández querían meterse en las honduras que una disputa larga sobre los orígenes y las causas de la guerra les hubiera obligado, bien sea por pereza, bien sea por consideración hacia ese gran público supuestamente alejado de ideologías y con una visión neutral de las guerras civiles, los holocaustos y cuantos crímenes funden nuestra realidad presente, no vaya a ser que les obliguen a cuestionarla. 


Esta línea discursiva principal se ve contradicha, quizá en contra de los deseos de su director, por la desagradable impresión que sacamos del intelectual desdeñoso y alejado de la realidad de su tiempo que acaba por transmitirnos este Unamuno (a la que contribuye la inadecuada interpretación de Karra Elejalde, uno de los actores menos idóneos para el cometido), impugnado de forma justa e impecable por una de sus hijas y por el citado Salvador. Son ellos, quizá, el único rastro que queda del combativo Amenábar de Tesis y Abre los ojos: sus ideas formales, sin embargo, parecen haberse agotado desde entonces. 

Así, Mientras dure la guerra, largometraje, por un lado, sobre la vivencia de la Guerra Civil de Miguel de Unamuno desde que decide apoyar económicamente a los militares sublevados hasta que es destituido de todos sus cargos y recluido a arresto domiciliario por esos mismos militares, y por otro lado, sobre las artimañas del entonces "solo" general Francisco Franco y sus adláteres para construir una dictadura vitalicia concentrada en su persona aprovechando las circunstancias bélicas, convierte estos motivos en una mera excusa para construir un producto comercial, con estética televisiva, extremo conservadurismo en las formas, banda sonora enfática y, en definitiva, impresión de cartón-piedra. El sugestivo plano inicial, en el que una bandera en blanco y negro va progresivamente tomando los colores que le son propios, los de la Segunda República, y algunos aciertos actorales (Eduard Fernández es capaz de transmitir un histrionismo siniestro, más allá de la caracterización humorística, a Millán-Astray) no impiden que resulte incomprensible la elección de una obra tan chata y pobre en lo cinematográfico para una sección oficial de este festival, salvo que el objetivo fuese contraponerla con la mucho más meritoria La trinchera infinita, y abrir un debate, tantas veces esbozado, sobre el cine español y la Guerra Civil. 

Sobre este particular, como casi todos los debates que se ponen encima de la mesa con la conclusión por delante, el mero planteamiento de que existen "demasiadas" películas sobre la Guerra Civil está al servicio de los mismos intereses reaccionarios que aquél que plantea la excesiva presencia del travestismo y la transexualidad en el mismo cine español, o el que habla de la "sobrecualificación" de los trabajadores en el mercado laboral, o del "excesivo" aumento de la esperanza de vida en la población. Si existiese "demasiado" cine sobre la Guerra Civil, ello redundaría en un mayor conocimiento de este hecho histórico clave en nuestro devenir colectivo posterior, en una interpretación crítica de sus detalles y errores, en una visión mucho más madura para afrontar el presente y para impedir que los mismos comportamientos políticos grotescos y potencialmente criminales pasasen desapercibidos sin una severa penalización moral y electoral (y digo "políticos" en el sentido más amplio del término, trasladado a todas las relaciones de poder además de a la administración de las altas esferas). ¿Por qué no sucede esto? Porque, como hemos comprobado una vez más en Mientras dure la guerra, si algo le falta a la Guerra Civil española es cine: porque, hasta donde yo conozco, no existe ninguna gran película sobre la contienda; existen películas sobrias y honestas ambientadas en la misma, pero los mejores ejemplos (Sierra de Teruel de André Malraux, Rojo y negro de Carlos Arévalo o El frente infinito de Pedro Lazaga) son demasiado lejanos en el tiempo y están lastrados y sesgados por las servidumbres de su época. Existen abundantes películas en las que la Guerra Civil forma parte del paisaje (como La vaquilla de Luis García Berlanga o ¡Ay, Carmela! de Carlos Saura, con impacto comercial en su día pero cinematográficamente muy endebles), o en las que la guerra marca a fuego la trayectoria de sus protagonistas (como la magnífica Vida en sombras, de Llobet-Gràcia), o en las que la población civil sufre sus efectos en la vida cotidiana sin llegar a participar directamente (como en las interesantes Las largas vacaciones del 36 de Jaime Camino o Las bicicletas son para el verano de Jaime Chávarri) pero películas que afronten la Guerra Civil como temática principal y que se adentren en sus complejidades y en sus motivaciones económicas o políticas, que tengan un necesario protagonista colectivo, y no la utilicen como mera excusa para manufacturar un producto comercial que quiera conmover o "reconciliar", como el caso que nos ocupa, sólo existen con precariedad y cuentagotas, y es por ello que la Guerra Civil sigue siendo, de momento y en contra del tópico, una guerra sin cine. 



Dentro de este panorama, La trinchera infinita, primera película en castellano del trío de realizadores vascos Aitor Arregi, José Mari Goenaga y Jon Garaño, cuya carrera ha sido vigilada de cerca por el Zinemaldia (y esta vez, recompensada con justicia por el jurado con los premios al mejor guion y la a mejor dirección), se diferencia de forma notoria del intento de Amenábar gracias a su meritoria construcción de una subjetividad primero asfixiada, luego angustiada y finalmente acomodada; su gran trabajo de sonido natural (impactante y esencial en su primer tramo) y su huida de la grandilocuencia al desdramatizar momentos de importancia histórica con naturalidad y llaneza. Lo mejor es sin duda su arranque, filmado en planos subjetivos y secuencias llenas de vértigo y violencia, en lo que es una aplicación estricta del bando de guerra al personaje de Higinio (Antonio de la Torre), un animal acosado, apoyado en un preciso montaje sin concesiones ni subrayados de cara a la galería. 



Este primer tramo da lugar a la larga vivencia del encierro, también subdividido en dos partes bien diferenciadas: una primera, en la que se produce una inmersión en el aislamiento del protagonista y en el peligro que le acecha: los planos subjetivos siguen predominando y el ángulo de visión es mínimo; y la segunda y más larga, en la que el traslado a una vivienda más grande y el mayor espacio disponible, unido a la propia evolución del país y de los personajes, hace que se adueñe de la narración una vivencia de la cotidianidad con encuadres más amplios y menor identificación con el punto de vista de Higinio. En esta realidad, fundamentada en la conmovedora lealtad que Rosa (Belén Cuesta) profesa a su marido, pese a las inequívocas diferencias de mentalidad les separan, no se obvian los claroscuros y la asunción de los roles tradicionales, que van más allá de la impugnación del régimen ahora establecido: por un lado, Rosa exige a Higinio una hombría a veces suicida, que da lugar a una impactante secuencia, un intento de violación seguido de un estrangulamiento, en el que el estruendo de una marcha religiosa se enseñorea del plano; por el otro, Higinio obvia a veces los deseos de Rosa y la utiliza como simple desahogo, además de mostrar unos celos y un afán controlador indignos de su causa. Una causa que, por otra parte, va desapareciendo del horizonte conforme se va consolidando su condición antes de frustrado que de resistente, y que se resume en el único consejo que acierta dar al joven comunista amigo de su hijo: "Tú búscate una mujer guapa y buena, y ten hijos con ella". 



Algún episodio aislado, como la aparición de dos homosexuales clandestinos, parece más una filtración del presente en el pasado que una necesidad narrativa y, por otro lado, los ingenuos comentarios de Rosa al comentar la primera vez que escucha hablar a Franco, que le provoca una sensación de "mujer disfrazada" que "no parece un jefe" (ante las risas, seguramente buscadas, del público), deberían llevar a la reflexión sobre ciertos aspectos de la caracterización del franquismo: la risa, creo yo, no es la respuesta, aunque es obvio que las hay peores. En cualquier caso, la evolución del personaje de Gonzalo, un  "tonto despelucao" y ejemplo del resentimiento hecho poder (una de las claves de la represión y la miseria moral de la Guerra Civil), que acaba alcoholizado y multado, da muestras de que el poder solo utiliza a peones que luego descarta y que la ausencia de razón moral nunca puede gobernar de forma permanente. 

En el tramo final, cuando la estética da ciertos síntomas de anquilosamiento y la vida de Higinio parece irremediablemente fallida ("no eres un héroe, pero sí una víctima", se dice a sí mismo por fantasma interpuesto), un acertado y metafórico desenlace, en el que su autoridad moral se convierte en dedo acusador a través de un último y polisémico plano, conecta de forma directa a La trinchera infinita con una de las mejores películas de Fernando Fernán Gómez, Mambrú se fue la guerra, que comienza exactamente donde aquí termina y con la que conforma una posible contrahistoria desde la que construir algo semejante a un cine español sobre la Guerra Civil, una historia en la que todavía está todo por filmar. 


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