En una de sus más memorables críticas publicadas en El País, el ahora jefe de exposiciones del CCCB, Jordi Costa, sentenciaba a Machete de Robert Rodríguez como "un recital de virtuosismo basura de alma épica, que alcanza la gloria por el camino de la bastardía". Estas palabras resuenan en el momento de abordar una obra tan mayúscula como Zeroville, de James Franco, a la que sería erróneo calificar con un sintagma tan insuficiente como "un acto de amor al cine" (aunque ese peligro parece lejano: en el momento de escribir este texto, el crítico Charles Bramesco en The Guardian la llama "la peor película de 2019"): su categoría es mucho más esquinada y subversiva, y se acerca a lo que Slavoj Zizek acertó a verbalizar como "lo ridículo sublime".
Zeroville se aleja del espíritu y el cuerpo de The Disaster Artist, inopinada Concha de Oro en el Zinemaldia de 2017 y que parecía circunscribir el universo de James Franco al parasitismo de un inocente fenómeno fan a lomos del cual construirse una amable imagen de cineasta cinéfago con poco interés en crear disonancias. Dos años y media docena de denuncias por acoso sexual después, la aparición de Zeroville podría querer decirnos que el coprotagonista de Spring Breakers ha asumido una visión más conflictiva de sí mismo, espetándonos en primer plano todo su ego y su atormentada, esquizofrénica y mal deglutida papilla de referentes: un autor, en definitiva, que no se defiende más que a sí mismo y que no teme desnudar su propia y desquiciada subjetividad, su procaz sentido del humor y su desbocado narcisismo, tamizado por una feroz autoironía. Una descripción, en fin, que sentaría como anillo al dedo a este importante logro cinematográfico si no fuese porque su rodaje tuvo lugar entre octubre y noviembre de 2014 y solo la bancarrota de la distribuidora Alchemy un año después ha impedido que llegue a las pantallas hasta ahora: quizá, un acto de justicia poética que esta obra, mucho más madura que la que le ha dado reconocimiento hasta ahora, haya esperado al momento apropiado para ver la luz en mayor consonancia con las circunstancias vitales que el prolífico cineasta tiene que afrontar, al compás de la evolución de su imagen pública.
Del mismo modo, la sucesión de desastres que van empujando su trama no sería completa si no se hubiese coronado con el que supuso, a las tres horas de arrancar el Zinemaldia, su descalificación para la sección oficial a concurso por su estreno comercial en Rusia una semana antes, según la nota de prensa del festival, y a la ausencia de cualquier representante de la producción en el certamen. Así, sin opción a premios, sin rueda de prensa y sin declaración alguna, Zeroville tuve que defenderse por la mera fuerza de sus imágenes: y podemos decir que lo consiguió.
La "nueva" película de James Franco empieza justo donde acaba Érase una vez en... Hollywood, de Quentin Tarantino y, con el anacronismo de nuevo por delante, su espíritu está aquí muy presente, aunque parecería que Zeroville fuese una versión salvaje y libérrima del reciente estreno y nos mostrase hasta dónde podía haber llegado el autor de Malditos bastardos en su visión del nuevo Hollywood de haber tenido una carrera un tanto menos afortunada y aclamada por el mundo; de haber, en definitiva, fracasado. Si Tarantino ha constituido buena parte de su carrera a través del reciclaje de los géneros bastardos del cine, James Franco va un poco más allá y hace una deconstrucción de ese reciclaje, la cara B de la cara B, mostrando que en la historia del cine la distancia entre el canon y las profundidades más subterráneas es muy corta. Los ejemplos, más allá de sus 96 minutos y de La pasión de Juana de Arco de Dreyer que usa como lo haría un forense gamberro con un cadáver, son legión: la debilidad de Ingmar Bergman y Robert Bresson por las películas de James Bond; la presencia de Marika Green, protagonista de Pickpocket, en Emmanuelle quince años después, la práctica totalidad de las páginas de Hollywood Babilonia, de Kenneth Anger, la intuida fascinación de Godard hacia la prostitución y la pornografía o estas palabras de Javier Maqua sobre Douglas Sirk, que casan tan bien con su carrera:
Parece que Sirk fue educado desde niño en un ambiente de refinada cultura europea entrenándole en el conocimiento de los clásicos y la devoción a una Cultura con mayúsculas, cejijunta y estudiosa. De ahí que sus fugas con la abuelita en busca de las barracas donde se exhibían aquellos dramones filmados fueran considerados por el resto de la familia como poco menos que un pecado. El cine no gozaba de prestigio cultural alguno y aquellos celuloides eran monumentos al mal gusto comentados despectivamente por sus mayores con el altisonante orgullo de quien se sabe en posesión de un bagaje cultural superior.
Tan llena de anacronismos e incoherencias como el mundo en el que se inserta, Zeroville tiene como punto de arranque histórico el asesinato de Sharon Tate, que sobrevuela durante todo el metraje y aparece en una fugaz imagen fotográfica, y la decisión de Vikar, el protagonista, un antiguo seminarista que ha descubierto el cine solo unos meses antes, de raparse la cabellera y lucir en su cabeza un tatuaje de Un lugar en el sol, de George Stevens, iniciando un viaje a la fama en paralelo al de Montgomery Clift. Su inmersión en las entrañas del celuloide cobra sentido en cuanto aprende el oficio de montador y, en consonancia, la película opta por convertirse en fiel reflejo de sus desequilibrados intentos, que tienen correlato en un montaje excéntrico y desconcertante, con los fotogramas del largometraje homenajeado colándose en el material presente y fragmentando el relato a base de imágenes que se van adueñando del destino de sus protagonistas, a la manera que los conceptos de la enciclopedia de Tlön se van enseñoreando del mundo en el relato de Jorge Luis Borges Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Los planos cortos y contundentes del arte del montaje y los irreverentes insertos musicales, que alcanzan su punto culminante al puntuar la indisimulada cita de Vivre sa vie de Godard, se relacionan a través de un lema que sin duda podría haber planeado en los comienzos del cineasta francosuizo: "¡A la mierda la continuidad!".
Con un gran dominio de la parodia, Vikar no deja de soltar tópicos masticados sobre sus películas favoritas pero, de manera inquietante, uno de los más repetidos a propósito de Sunset Boulevard, Centauros del desierto o Pasión de los fuertes, "películas que existían antes de existir", parece ponerse de manifiesto con el momento mismo de la aparición de Zeroville: cuando se cumple medio siglo exacto del asesinato de Sharon Tate, cuando ya ha sido galardonado por el mismo certamen que ahora da cobijo a este tardío estreno internacional y cuando la actitud del ficticio Vikar en el festival de Venecia (en el que va vestido con una extraña camisa sin botones que le avergüenza y en el que solo acierta a decir: "It's not my name" cuando es premiado) parece un remedo anticipado de la actitud de su director hacia la actual edición y la genuina sensación que nos transmite de no pertenecer al mundo de los reconocimientos y de la alfombra roja.
Si James Franco evidencia aquí sus problemas de identidad y su distancia de la fama, tampoco deja atrás su problemática visión del mundo femenino, que se concentra en el personaje de Soledad Paladin (un trasunto apenas encubierto de Soledad Miranda, musa de Jesús Franco y fallecida en 1970 a los 27 años, tras protagonizar Vampyros Lesbos, a la que se alude aquí) y en la perturbadora manera de montar sus secuencias sexuales, ante las que se detiene, ralentiza, observa y sufre, al igual que en el desenlace de su relación y en las palabras dichas en su homenaje, que dan lugar a una parodia, otro más, a Sunset Boulevard, puñetazo y piscina mediante.
Zeroville termina por parecer la creación de un perturbado a la manera del Jean-Pierre Léaud de Irma Vep, pero capaz de hacer una obra singular, construir un personaje fascinante y dar luz a las llanuras abisales de la historia del cine, en un potaje mal calentado, mal condimentado y con sus toques nauseabundos, pero sin lugar a dudas deslumbrante.
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