6 de octubre de 2019

Zinemaldia 2019 (5): Los restos de la Revolución



En el mismo Zinemaldia en el que se entregó el Premio Donostia al cineasta político por excelencia, Costa Gavras, y en el que se proyectó su creación más reciente, Comportarse como adultos, sobre la malograda lucha de Yanis Varoufakis por la supervivencia del pueblo griego frente a la aberración económica europea (cinematográficamente apreciable, pero alejada del brío de sus obras más rotundas), apareció, refugiada también entre las proyecciones de los premios honoríficos del festival (en este caso, el concedido a Penélope Cruz) La Red Avispa, el ejemplo más contundente y poliédrico de cine político de esta edición del certamen y en la que el antes autor de Carlos y Después de mayo Olivier Assayas demostró que es, quizá, el cineasta más capacitado para coger el testigo del director francogriego y actual responsable de la Cinemateca Francesa, con una ventaja sobre su predecesor: un dominio mayor de los géneros y las formas cinematográficas y de las complejidades políticas. El que el amor al cine de Assayas sea al menos tan grande como su interés por la política y mala acogida (que en absoluto comparto) de La Red Avispa tanto en Donostia como en Venecia convierten esta posibilidad en improbable, pero desde luego capacidad no le falta: sí le falta, por lo que hemos podido comprobar, público.


A través de una narración fragmentada, con saltos temporales hacia adelante y hacia atrás y una interesante y buscada confusión argumental durante al menos la mitad del metraje, Assayas, al igual que en Carlos, consigue de forma morosa, paciente y didáctica iluminar una zona confusa de la historia reciente que, durante la década pasada, tuvo un episódico impacto mediático, casi siempre alejado de la neutralidad  y con protagonismo de importantes intelectuales y de Amnistía Internacional. Para que no queden dudas sobre la relevancia histórica de este episodio subterráneo de las intrincadas relaciones entre Cuba y Estados Unidos tras la caída de la Unión Soviética, La Red Avispa concede imagen y voz a sendas alocuciones reales de Bill Clinton y de Fidel Castro y muestra, en un plano breve pero harto significativo, a un sosias de Gabriel García Márquez mediando entre ambos, como realmente sucedió, a través de un escrito que da lugar a uno de los giros decisivos en la trama, aunque, como muestra de los contradictorios recovecos del poder y en consonancia con las predicciones de uno de los lúcidos villanos de esta historia, el exagente de la CIA Luis Posada Carriles, en sentido opuesto al esperado.

Assayas se sirve de elementos formales tan contradictorios como su costumbre, compartida con Mia Hansen-Love, de cortar los planos con un sobrio fundido a negro antes de lo esperado, explotando de manera tímida pero elegante las posibilidades de la elipsis, y la construcción de torrenciales y jadeantes secuencias de acción, propios de la más mastodóntica de las superproducciones, entre las que destaca una persecución y caza, con adrenalínicos planos cortos y muy efectivo e imprecador montaje de sonido, de dos aviones de la organización anticastrista Hermanos al Rescate por pilotos del Gobierno cubano. A base de ahondar en esa dirección, los 130 minutos de La Red Avispa acaban por dar lugar a una chocante colisión de subgéneros, cuyo mosaico resultante tiene la virtud de enlazar con las contradictorias identidades y razones de unos protagonistas entrenados en un arte de la simulación (a la que llegan desde los caracteres más opuestos, desde el cinismo más absoluto hasta las más diáfana de las dignidades) que provoca estropicios en diversas direcciones, desde la más íntima hasta la más pública y publicada. Es la primera de las esferas en la que destacan dos importantes interpretaciones, las de Penélope Cruz y Ana de Armas, que dan luz a dos personajes tan distintos en lo social e ideológico como, a su manera, idénticos en la honestidad y en su vivencia, entre estoica e incrédula, de las decepciones amorosas, coronadas en sendos y poderosos planos en los que sus rostros conocen la auténtica y disímil faz de los objetos de sus desazones.

De entre las muchas influencias que hemos creído ver en la nueva creación de un cineasta que inició sus andanzas como crítico en Cahiers du Cinéma (lo que puede explicar, en parte, la recepción habitualmente negativa de sus películas en festivales: como decía Alain Bergala, "la pertenencia a una instancia simbólica fuerte pesa más que aquello que uno ha hecho realmente en ella") podríamos dividir hasta en cinco las patas principales que la sostienen. En primer lugar, el cine que tiene como principal motivo temático la aviación, con sus toques espectaculares y su habilidad para componer encuadres de gran plasticidad a base de conjuntar un elemento natural con gran capacidad de evocación (el cielo) con uno de los avances tecnológicos que mejor conecta con la mitología de la lucha de la humanidad contra sus límites, el avión; y aquí los poderosos antecedentes van desde Los ángeles del infierno (Howard Hughes, 1930) hasta El aviador (Martin Scorsese, 2007), pasando por Aerograd (Alexander Dovzhenko, 1935), Almas en la hoguera (Henry King, 1949) o Alas (Larisa Shepitko, 1966). En segundo lugar, el de las películas que han reflejado con crudeza el mundo de la antigua oligarquía cubana antagonista de la Revolución, con su afán desmedido por el lujo y una desubicación pareja a la sufrida por los rusos blancos décadas atrás (impugnando así el famoso comienzo de Anna Karenina de Tolstoi: las familias desgraciadas también se parecen, sobre todo si son ricas y expropiadas); las influencias más obvias en este campo son El padrino II (F. Ford Coppola, 1974) y Scarface. El precio del poder (Brian de Palma, 1983); las menos, las de las cubanas Los sobrevivientes (Tomás Gutiérrez Alea, 1979) o Un hombre de éxito (Humberto Solás, 1986). En tercer lugar, como thriller de espionaje en el que los verdaderos intereses de los protagonistas no son el punto de partida, sino el de llegada, hay ejemplos tan conocidos como La carta del Kremlin (John Huston, 1970) o Triple agente (Eric Rohmer, 2004), y uno menos popular y más significativo, El hombre de Maisinicú (Manuel Pérez, 1973), quizá el principal antecedente de La Red Avispa en algunas de sus singularidades aunque con el plus de radicalidad de haberse guardado todas sus cartas hasta el mismo desenlace. Como cuarta vertiente y dentro los inquietantes paralelismos del personaje de Juan Pablo con Ramón Mercader, el asesino de Trotsky fallecido en Cuba (y los de Sylvia Ageloff con Ana de Armas), conviene citar, por un lado, El asesino de Trotsky (Joseph Losey, 1972) y el notable y un tanto olvidado documental español Asaltar los cielos (Javier Rioyo y José Luis López Linares, 1996). Y, en quinto lugar, la ya citada influencia del cine político en su sentido más diáfano y comercial, con el aroma a ciertas películas de Costa Gavras (las más complejas y contundentes, como Estado de sitio, de 1973) y sin renunciar al gran público a través de un presupuesto obviamente abultado y con la presencia de algunas estrellas en el elenco actoral. 


Es en este último aspecto donde Assayas acentúa su condición de hijo ideológico del 68 y nos sitúa de nuevo ante la sospecha de que, pese a haber sido capaz de crear películas tan profundamente cinematográficas como Irma Vep, Demonlover o Personal Shopper o tan inequívocamente vitalistas como Finales de agosto, principios de septiembreClean o Las horas del verano, es la sublimación de la imposibilidad revolucionaria y de las frustraciones y traiciones políticas de las últimas décadas un elemento clave a la hora de explicar su obra, como un hilo subterráneo que se manifiesta de manera explícita en contadas ocasiones pero nunca de manera casual. No parece casual, tampoco, la trama aquí elegida, en la que un estado cubano agonizante intenta a la desesperada salvar los pocos y viejos muebles que le quedan a su Revolución, ya desprovista de todo rasgo utópico y orientada nada más que hacia la supervivencia, aunque sea a través de una realpolitik tan prosaica que las mismas palabras y el tono que Fidel Castro emplea en la película merecerían un largo y detallado análisis.

La Red Avispa huye, en consecuencia, de lo panfletario y deja muy pocos títeres políticamente con cabeza, sin dejar de ajustar cuentas ni en los créditos finales (especial atención merece, ahí, la suerte del personaje de Juan Pablo),  pero las sutilezas de su puesta en escena le permiten tomar posición dentro de un intrincado panorama de corrupción moral generalizada. En este sentido destaca la utilización de la dialéctica en el montaje cuando, a una secuencia de alegría, triunfo y derroche inundada de tonos blancos, la de la boda de los personajes de Wagner Moura y Ana de Armas en Florida, le suceden los tonos oscuros y los fondos vainilla del fatigado y estoico personaje de Penélope Cruz limpiando pescado en La Habana, en una secuencia que no desentonaría con la del arranque de La hija de un ladrón, con su protagonista trabajando como limpiadora industrial. Otra poderosa secuencia al respecto es la que precede al primer salto hacia atrás en la narración, con unos espías del FBI allanando el piso del protagonista René, en la todos ellos actúan con la cabeza fuera del encuadre; el mismo FBI muestra su dureza en la detención de René y su impopularidad entre el pueblo estadounidense a través de la reacción del empresario del centro de llamadas en el que trabaja la mujer del ahora señalado espía. Este detalle contrasta con el sobrio tratamiento de los agentes de la Seguridad del Estado de Cuba, cuyo mejor ejemplo es el modélico plano en el que interrogan, en ligero contrapicado y ocupando el extremo izquierdo del encuadre, al terrorista hondureño ahora sin rostro y recién detenido en una operación de alta precisión en lo policial y en lo cinematográfico. 

Tal vez, el mejor resumen del espíritu último de La Red Avispa y del Assayas político viene dado por la reacción de René ante la oferta de colaboración mediante la delación y la evidencia de que buena parte de sus compañeros detenidos optarán por ello: "Esa es su moral, no la mía". Esta visión nada complaciente de los restos de la Revolución y sus estrategias de resistencia nos deja como poso una decencia básica, una moral mínima, una noción de lo digno que, emergiendo tras un complejo laberinto y antes de que sean los próximos conceptos a desterrar de los diccionarios, todavía es capaz de señalar la fidelidad a algún bien y la lucha contra algún mal.


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