29 de octubre de 2019

Zinemaldia 2019 (8): La última película



Así como a veces es posible elegir los principios, suele ser mucho más difícil poder elegir los finales. Mi primera sesión en el Zinemaldia, en la edición de 2014 y en el Teatro Principal de Donostia, fue para ver el serial de Bruno Dumont P'tit Quinquin: curioso, pensado ahora, que mi debut en un gran festival de cine fuese con una serie producida para televisión, aunque entonces me pareció que dicha clasificación solo obedecía a una servidumbre del director para con sus productores y que, en realidad, su división en capítulos no estaba justificada: se trataba de una obra plenamente cinematográfica y coherente con el resto de la obra de su director, y su posterior estreno en cines me pareció que venía a corroborarlo. Desconozco cuál será la última de mis sesiones en el festival de Donostia, y mi deseo es que esté todavía muy alejada en el tiempo: de poder elegir, sería dentro de muchos años, en plenitud de facultades y con capacidad para disfrutar del cine y del ritmo, a veces maratoniano, de un certamen tan inmersivo y exigente como éste. 

Ya no podrá ser, en cualquier caso, la uruguaya Los tiburones, ópera prima de Lucía Garibaldi: ni siquiera lo fue de este 67SSIFF, ya que, a pesar de haberla visto el último día, todavía le siguieron Joker de Todd Philips, Waiting for the Barbarians de Ciro Guerra y Chicuarotes de Gael García Bernal. Sin embargo, en todas las ediciones hay una película que se convierte en "la última", con independencia de que efectivamente lo sea, por las circunstancias que rodean a su visionado, y que suelen estar relacionadas con una conciencia de término, de fin de etapa, de melancolía. A veces, entremezclada con las anteriores sensaciones, aparece la satisfacción por la grandeza de la película en cuestión, que compensa la tristeza por el término de los días de más intensidad cinematográfica del año: eso sucedió en la edición de 2018, en la que puse punto y final al festival con Petra de Jaime Rosales, o en la de 2015, en la que la protagonista de la última sesión fue Une jeunesse allemande de Jean-Gabriel Périot. 



En esta ocasión, esa "última" película mereció ser Los tiburones. El ambiente era propicio: último día, nueve de la mañana, sueño acumulado: tan sólo faltaba la lluvia para sentir que todo se estaba terminando y que lo mejor se había ido para no volver. A esto se le unía el infrecuente aspecto de una sala semivacía, en un festival acostumbrado a las multitudes y a las largas colas, pese a contar con la luminosa presencia de la directora, que tras la proyección se sometió a un breve coloquio en el que escasearon las preguntas; sobre todo, las mías. Mi impresión de la película fue tan favorable que sentía que le debía a Lucía Garibaldi algún tipo de felicitación o comentario encomiástico sobre alguna de las magníficas composiciones de planos que abundaban en su largometraje. Por supuesto, me quedé callado, tanto en la sala como después, en la salida, cuando la vi en la puerta de los cines Príncipe y parecía un buen momento para abordarla, tan bueno que lo desaproveché, como tantos otros momentos momentos desaprovechados en la existencia que se acaban yendo por el desagüe.



Sirvan, en fin, estos excesos melancólicos para entrar en materia y decir que Los tiburones fue la mayor sorpresa del festival, en el que apareció un talento visual fuera de lo común, casi abusivo en algunas composiciones, al servicio de una mirada adolescente en el sentido más complejo, problemático y auténtico del término. A esta mirada contribuyó la buena labor de la actriz protagonista, Romina Betancur (Rosina en la película), cuyo rostro con acné insistentemente escudriñado por la cámara y puesto en situación a través de sugerentes metáforas visuales consigue transmitirnos la adecuada mezcla de inexpresividad y confusión. Como verbalizó la propia cineasta, en Rosina hay "maldad o picardía", "lo tierno en lo oscuro" y para ella, "lo indefinido es lo natural". 



Lo indefinido es la atracción que siente hacia Joselo, que aparece como destilación de su fascinado descubrimiento, al inicio de la historia, del mundo de la camaradería masculina en el trabajo, y mientras la desordenada fuerza de la sexualidad aparece para descolocar el mundo, algunos problemas de fondo vienen a acentuar la sensación de caos y peligro de fondo en una narración que está siempre muy apegada al punto de vista de la protagonista. Estos peligros van desde lo muy concreto y prosaico de los problemas económicos de su familia, hasta lo mítico y figurado de la rumoreada presencia de tiburones en la playa, pasando por lo simbólico de la falta de agua corriente en un pueblo costero tan alejado de las multitudes y propenso a la melancolía como la misma sala de los cines Príncipe en que se proyectaba la película. 



En este contexto, Rosina se atrinchera en sí misma con el orgullo de la adolescencia y su fallido intento de salir de su aislamiento, a través de un frustrado encuentro sexual, da lugar al desencadenamiento de su propio y peculiar concepto de venganza, acentuado por unos desenfocados de fondo que dan fe de su desubicación y retomando, a su escala, el espíritu de Pickpocket de Robert Bresson: la pequeña delincuencia como una forma de rebelión pero también como una vía para entrar en el mundo, por el deseo latente de ser cogida y juzgada. A pesar de esta gradación de la protagonista, la película consigue mantener un tono ligero e irónico gracias a su viveza cromática y a unos insertos televisivos con un descacharrante acompañamiento musical, que van desde un programa de "talentos" juveniles hasta una risible pieza informativa en el que se descartan los peligros para los bañistas. 

Con todo ello, Los tiburones construye de manera ejemplar una subjetividad en rebeldía a través de bellas composiciones, alejadas de lo puramente contemplativo, con el grado justo de abstracción y capaces de dar cuenta de las sutilezas de una trama que termina por ofrecer una idea de circularidad a través del sugestivo encabalgamiento entre el plano inicial, en el que Rosina escapa corriendo de un peligro al que vuelve la cabeza una y otra vez y el plano final, ya en calma, con una sonrisa esbozada, un refresco en la mano y regresando sin prisa a través del mismo camino: ha alcanzado, al fin, la calma. 


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