12 de octubre de 2019

Zinemaldia 2019 (6): La tragedia oculta en el paisaje

Uno de los motivos que fue hilando películas de diversas secciones en el último Zinemaldia y que resuena con mayor intensidad conforme pasan las semanas y el poso del festival se va haciendo más firme es el protagonismo del paisaje. En más de una notable película el entorno natural fue un personaje más pero, también, un síntoma de algo inquietante: de una tragedia oculta de la que es testigo mudo, y en la que su misma belleza parece constituirse en el detonante de las miserias, las injusticias, los crímenes o las vidas solitarias y tediosas que la acompañan, como si esa belleza fuese incapaz de crear felicidad a su alrededor. Tras este protagonismo no hay tan solo poéticas paradojas: también están el abandono y la progresiva extinción del mundo rural y de la cultura campesina, y el calentamiento global, causa y consecuencia de lo anterior. 

En La cordillera de los sueños, de Patricio Guzmán, el documentalista Pablo Salas afirma: 
Un país que da la espalda al 80 por ciento de su territorio no es un país viable. 

Estas palabras, referidas a Chile y a su cordillera de los Andes, podrían repetirse a propósito de Galicia y sus bosques, con la periódica repetición de las oleadas de incendios que los destruyen y la habitual impotencia a la hora de definir y consensuar unas causas creíbles y unas soluciones viables. Su reflejo, literal y en espíritu, en O que arde de Oliver Laxe tuvo su correspondencia inversa en la peor película de la sección oficial a competición, Y llovieron pájaros de la canadiense Louise Archambault, cuya presencia, al igual que la de la malograda incursión de Alejandro Amenábar en la Guerra Civil y en el mundo unamuniano con respecto a La trinchera infinita de Garaño, Goenaga y Arregi, tuvo la virtud de resaltar los aciertos de su antagonista y de iluminar, para los espectadores de ambas, el trecho que hay entre unas y otras formas cinematográficas, algo a veces tan difícil de definir si no es con ejemplos concretos y reflejos disímiles de unos acontecimientos análogos.



O que arde se cimenta en un reflejo realista de cierto carácter adusto, callado y estoico, curtido en la soledad y la ausencia de alegría, pero también en la sencillez y la carencia de pretensiones y, por ende, de competitividad: un espejo de cierto mundo rural, fácilmente reconocible para quien se haya criado en un entorno similar y muy alejado del denominador común de los cineastas más conocidos procedentes de esas mismas latitudes, empeñados en una visión exotista, acartonada y comercializada. O que arde es, espiritualmente, el opuesto absoluto a Arraianos (Eloy Enciso, 2012), Costa da Morte (Lois Patiño, 2014) y Trinta lumes (Diana Toucedo, 2017): por usar palabras del mismo Laxe no referidas específicamente a las citadas (sacadas de una magnífica entrevista en Sermos Galiza), es una película frente a tres productos, un tomate de huerto frente a pastelería industrial e intenta seguir el imperativo de Sohrab Sepehri en sus versos: "Hay que lavarse los ojos y ver las cosas de otro modo/ Hay que lavar las palabras / y las palabras han de ser el aire mismo, la misma lluvia".

Una secuencia de inicio de O que arde recuerda a Bresson y a otra similar en la que agentes del FBI se muestran con la cabeza fuera del cuadro en La Red Avispa de Olivier Assayas: en este caso, un sumario judicial que pasa de mano en mano mientras oímos las escépticas sentencias de los funcionarios sin rostro, en su papel de meros ejecutores de la justicia, sin capacidad para el discernimiento: se trata solo de obedientes seguidores de una fría colección de páginas de carácter punitivo. El contraste con los posteriores planos generales con protagonismo del paisaje y del clima es absoluto, desde el mismo momento en el que el personaje de Amador se baja del autobús que le traslada desde la cárcel hasta su pueblo natal y la grisura del lluvioso ambiente invernal le acompaña en su regreso a casa. 

Las virtudes de O que arde se centran en su capacidad inmersiva, hasta la fascinación, en dos realidades: por un lado, la vida de campo y sus prosaicas servidumbres, con el paseo diario a las vacas y la búsqueda de pastos, la cocina de leña, la parquedad comunicativa, la dificultad de crear nuevas relaciones y la imposibilidad de empezar de cero, por tratarse de una comunidad que observa recuerda y juzga todas las acciones de la vida, casi desde el nacimiento; por otro lado y no solo como dramática realidad, sino también como metafórica válvula de escape, los incendios, con toda su inmensidad y poder destructor, y las titánicas dificultades para su extinción, en cuyo reflejo Laxe construye unas secuencias de gran valor documental, así como de una plasticidad y belleza tan inquietantes que no resulta difícil entender, desde un esteticismo amoral, las razones de la piromanía.



Además del virtuoso trabajo de Mauro Herce como director de fotografía, del que cabe alabar la perfecta nitidez y contraste obtenidos en las secuencias nocturnas del fuego y en el humo contaminando el ambiente y dejando al sol como una figura traslúcida, destaca la acertada elección de los protagonistas, Amador Arias y Benedicta Sánchez, ambos debutantes en el cine, que a través de su rostro y sus modos y maneras de andar, hablar y comportarse, muestran algo más que una interpretación: por usar términos de Laxe, que parafrasean aquella sentencia de Godard sobre Tarantino ("él habita el cine y el cine habita en mí"), sus personajes habitan en ellos, y no ellos en sus personajes.



La recepción entusiasta, casi unánime, de O que arde, que tuvo que transitar por una de las secciones secundarias y aparentemente más comerciales del Zinemaldia (Perlas) puso más de manifiesto las carencias de su sección oficial, que se tuvo que conformar con una pobre sustituta de la creación de Oliver Laxe: Y llovieron pájaros de Louise Archambault, que pretende reivindicar la memoria histórica de los grandes incendios del norte de Canadá a base de repetir unas pobres imágenes cenitales, en blanco y negro y recreadas digitalmente, que ejercen de telón de fondo de una comercial historia de autodescubrimiento femenino, narrada con simpleza y sin claroscuros, con unos subrayados musicales enfáticos y aderezada por un discurso de superación y peligrosos coqueteos con el anticientificismo médico.

Con algo más de mérito y sintonía con Laxe en lo que respecta a la honesta filmación del entorno natural y los elementos de western rural surgió otra ignota película en la competición: la kazaja A Dark-Dark Man, de Adilkhan Yerzhanov, cuyos toques de crueldad y cinismo la situaron  más cercana en coordenadas al universo de Bruno Dumont y a P'tit Quinquin en particular que a O que arde. La inmensidad de las llanuras desérticas del rural kazajo, muy bien encuadradas, son aquí el testigo mudo de una pléyade de crímenes y corrupción, resumidos en la trayectoria del protagonista, un policía en cuyo currículum reciente resaltan once "suicidios" bajo su custodia. Con una fotografía en tonos color tierra, cierto espíritu a lo Zvyagintsev y a lo Nuri Bilge Ceylan y un desenlace a lo Taxi Driver, parece ser un producto medidamente destinado a la exportación, aunque se agradecen su aridez no impostada y sus escasas concesiones comerciales.

Otro paraje de memorable belleza y capacidad de evocación que refulgió, en este caso, en la sección de Horizontes Latinos fue la parte chilena de la cordillera de los Andes en la ya citada La cordillera de los sueños, de un ya cansado (por el tono de su narración) pero irreductiblemente lúcido Patricio Guzmán. Si Laxe se fija en el paisaje para registrar la inminente extinción del mundo campesino, con sus miserias y sus grandezas, Guzmán extrae de un entorno igualmente bello el acta de nacimiento de nuestro mundo actual, con el golpe de Estado militar de 1973 en Chile, liderado por Pinochet, y la llegada, por la fuerza de la represión y el aplastamiento, del neoliberalismo. El fin de un mundo y el nacimiento de otro en el que ya no hablaremos de miserias y grandezas: hablaremos, como dice también Pablo Salas en su metraje, de unos acontecimientos a los que se le quiso dar 
una reinterpretación desde un punto de vista mítico, épico, cuando lo que ocurrió fue vulgar, banal y asqueroso. 

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