1 de octubre de 2019

Zinemaldia 2019 (2): Los fallos y los premios



El reciente León de Oro concedido por el Festival de Venecia a la película Joker, de Todd Phillips, con un jurado presidido por Lucrecia Martel, ha vuelto a poner de manifiesto (con todas las prevenciones que se deben hacer al desconocer la dinámica de las deliberaciones) la disonancia que tantas veces se produce entre el universo de un cineasta como realizador y sus decisiones al frente de un festival de cine, y del que ha habido ejemplos tan sonoros como el de George Miller premiando Yo, Daniel Blake, de Ken Loach en la edición de 2016 de Cannes o el de Quentin Tarantino otorgando la Palma de Oro a Fahrenheit 9/11 de Michael Moore, doce años antes. Programada en el Zinemaldia el último día de proyecciones bajo el rótulo de "película sorpresa" (noble tradición que convendría recuperar para romper la cuadriculada y nada espontánea dinámica de un festival afrontado siempre desde la más cuidada planificación, pero respetando la integridad de la palabra "sorpresa" y no desvelando su identidad cinco días antes, como se hizo en esta ocasión), Joker no nos transmitió más que la urgencia de una revisión a la baja de toda la filmografía de la directora de Zama y al alza del falso documental I'm Still Here, de Casey Affleck, capaz de marcar a fuego toda la carrera posterior de Joaquin Phoenix y de ilustrar el acierto de esta aseveración de Jonathan Rosenbaum, pronunciada a propósito del cortometraje de Hou Hsiao-Hsien The Son's Big Doll
Lo que fingimos ser al final se convierte en lo que somos, deberíamos ser muy cuidadosos con ello.

La presencia de Neil Jordan al frente del jurado del Festival de Donostia no auguraba un palmarés especialmente radical ni sorprendente y, en esta ocasión, el pronóstico no falló. Sí chocó que contraviniendo las normas no escritas, se concentrasen tres premios (incluido el principal) en una misma película, una muestra de que el jurado consideró absolutamente desechables la gran mayoría de las obras a competición o, sencillamente, una muestra de pereza: si Pacificado nos encanta, ¿por qué no darle todos los premios?



Dicho esto, esta cuestionable manera de concentrar galardones no debería opacar las virtudes, ciertas, de esta película brasileña de director estadounidense (Paxton Winters) y de productor célebre, aunque afortunadamente poco presente desde el punto de vista artístico en el resultado final (Darren Aronofsky). Pacificado tiene una clara textura comercial, pero también un desenlace provisional y anticlimático, un notable uso de los primeros planos, una indudable fuerza pese a no ofrecer las explosiones de violencia que se esperarían de un producto superficial (éste no lo es) sobre la realidad de las favelas y un complejo discurso sobre las oscilaciones del poder en una comunidad cerrada, las alianzas cambiantes e inestables sobre las que se asienta y sobre el papel que desempeñan en sus equilibrios los poderes exteriores, aunque sus nombres sean, para esta realidad en concreto, irrelevantes: no esperemos aquí encontrar ni la más mínima alusión a Bolsonaro, a Lula da Silva o a Dilma Rousseff (la película transcurre en medio del proceso de destitución de esta última y de los preparativos de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro). Sí encontramos, en cambio, los cambios en los métodos represivos de la policía, en las representaciones mediáticas de las detenciones y en las reglas del ejército (que incluyen, ahora, permiso para el narcotráfico), que llaman poderosamente la atención del protagonista masculino, Jaca, un antiguo líder de la comunidad que tras 14 años en la cárcel y mucho cansancio acumulado vuelve a un lugar ahora deteriorado y regido, sin su autoridad moral de antaño, por un joven sin escrúpulos, con la sola intención de montar un negocio legal, una pizzería, con el que mantener a su desestructurada familia. 

La magnitud de la tarea que tiene Jaca por delante tiene una inmejorable ilustración visual en el alargado y alejado plano en el que la cámara va ascendiendo por las interminables escaleras que ejercen de eje central y corte en dos a navaja de la favela (a la manera que lo hace la Avenida de la Albufera en el distrito madrileño de Puente de Vallecas) mientras él carga a sus espaldas con una vieja nevera, primer elemento de su pequeño proyecto empresarial. El actor protagonista, Bukassa Kabengele, cantante de origen congoleño y prácticamente un debutante en el cine, demostró, con su interpretación contenida y el aura que exhibió en sus intervenciones en la rueda de prensa posterior,  un indudable carisma del que, esperemos, haya más noticias a partir de ahora, al igual de la joven Cassia Gil, cuya ambigua tristeza y precoz sensualidad fueron claves para que la película no se deslizase nunca hacia la sordidez y, dentro de su duro contexto, nos mostrase, a través de un cromatismo vivo, un montaje ágil y unas focalizadas recreaciones en la belleza (femenina), que la vida está presente y se manifiesta en todos los contextos.




El Premio Especial del Jurado recayó en Proxima, de Alice Winocour, sensible drama de aventuras espaciales con la maternidad de fondo que se aleja de cualquier tipo de fetichismo tecnológico y pone siempre en primer plano la frágil y precaria condición de quienes se implican en el proyecto. Es, también, una película sobre la autoexplotación y sobre los peajes de la ambición, que nos deja dudas sobre cuál, de los dos desenlaces posibles, habría sido más incómodo y radical. En esta película destaca la notable composición por parte de Eva Green de un personaje protagonista complejo e inseguro, que acepta y asume las dificultades que significa asumir dos vocaciones igual de poderosas e inmersivas, y en ella podemos percibir ecos de La llegada y del personaje que allí bordaba Amy Adams: un nuevo tipo de ciencia ficción alejado de la grandilocuencia, consciente de la difícil gestión emocional que implica el empequeñecimiento de la humanidad y, por ello mismo, profundamente humanista. Destaca también en Proxima una bella fotografía naturalista, con toques por momentos panteístas, y unos magníficos secundarios cuya presencia parece estar en total consonancia con su filmografía anterior: por un lado, Matt Dillon, que da vida a un personaje tosco que acaba por demostrar inteligencia y tacto; por el otro, Sandra Hüller, de cuyo memorable papel en Toni Erdmann parecen llegan poderosas reminiscencias al espíritu de esta notable película.

El palmarés oficial tampoco se olvidó, en forma de reconocimiento a la protagonista Greta Fernández, de La hija de un ladrón, de Belén Funes y de la que esperábamos algo importante por la singularidad de ser una ópera prima española en Sección Oficial. Ese "algo importante" se intuyó en unas declaraciones previas al festival de la directora, que cuestionada sobre lo que puede ofrecer al cine español, respondió: 
Hago películas para explicarnos y es lo que he intentado hacer en esta. No sé si aporta algo.


Es insegura humildad se transfirió, con limpieza y sencillez, al gran plano final en el que la protagonista asume, ante la instancia administrativa más intimidante, la conciencia de una fragilidad al borde del precipicio. La hija de un ladrón es cine social con cámara en mano y protagonista pobre, con fotografía oscura y alguna pequeña sobrecarga a la condición menesterosa de la que parte: madre soltera, separada de su novio, con padre recién salido de la cárcel y problemas de audición, con un audífono bien visible ("había algo en el sonotone que, visto desde fuera, entristece un poco", dijo Greta Fernández en la rueda de prensa). Es todo eso, pero también es una obra que deja claro que la pobreza no es ninguna maldición, es solo una condición social que no implica no saber escribir, ni carecer de ética, ni maltratar a todo lo que te rodea; tampoco, ser carne de psiquiatra. La película de Belén Funes muestra la pobreza con dignidad, con cuidado por el entorno, con cariño por los que te rodean, con discretas sonrisas de triunfo cuando las cosas salen bien y con una firma, con su nombre (Sara) diáfano y en mayúsculas, que define ante todo una nobleza sin tacha. Es, también, una obra que muestra las paradojas y las miserias de la paternidad irresponsable y desganada, sintetizada aquí en dos secuencias: una, en la que el padre de la protagonista (Eduard Fernández) le exige que devuelva el bocadillo que está masticando; otra, más tarde, en la que la que Sara ve a su padre comer pan solo y le ofrece el fiambre de su nevera para completar una cena digna. Esta implacable inversión de los papeles que la antropología ha asignado a ambos es tan significativa como, abriendo el abanico, la posible lectura de La hija de un ladrón como muestra de las ambigüedades y equívocos del excluyente debate, entre lo académico y lo tuitero, dentro de la izquierda entre  por el reconocimiento o por la redistribución: Sara, la protagonista, es pobre y su lucha no se reduce al sustento diario: es, también, y esto se hace evidente en sus gestos, una persona que lucha contra el aislamiento y que necesita ser querida, y que parece descrita en este párrafo del filósofo Charles Taylor: 
La falta de reconocimiento o el reconocimiento inadecuado… pueden constituir formas de opresión, confinando a alguien en una manera de ser falsa, distorsionada o disminuida. Más allá de la simple falta de respeto, esto puede infligir un grave daño, encasillando a la gente en un sentimiento abrumador de autodesprecio. Prestar reconocimiento no es un mero acto de cortesía, sino una necesidad humana vital.

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