Hace un poco más de tres lustros, Antony Beevor (entonces, uno de los historiadores con mayor presencia mediática, gracias al extraordinario éxito de libros como Stalingrado o Berlín. La caída, 1945) publicó una sorprendente obra, un tanto alejada de sus anteriores intereses y de su especialización en historia militar, sobre la actriz rusa de origen alemán conocida, según el país, como Olga Chejova o Tschechowa. La primera de las denominaciones, acentuando la matriz rusa, fue la utilizada por el historiador británico para titular su biografía; la segunda fue la que usó ella misma durante su carrera cinematográfica en el cine alemán.
El misterio de Olga Chejova tenía dos llamativas peculiaridades: en primer lugar, la fotografía de portada, en la que aparecía la biografiada junto a Adolf Hitler; en segundo lugar, el paratexto que ubicaba a esta actriz como estrella del cine alemán durante el nazismo y, simultáneamente, como espía soviética, circunstancia a la que se añadía que la sospecha sobre su apellido resultaba cierta: era familiar (sobrina) de Anton Chejov. Con tales ingredientes, mi predisposición para recrearme en una figura así era máxima y, sin embargo, el tiempo transcurrido entre el momento en el que tuve conocimiento de su existencia hasta que, hace pocos días logré ver, por primera vez, un película suya, en medio de esta primavera tan singular, ha sido de dieciséis años.
Esto no significa que la hubiese olvidado: alguna que otra vez la busqué, pero de la manera equivocada, porque para el cine no existe el apellido Chejova: como actriz ella fue siempre Tschechowa. Si ahora han aparecido por fin imágenes suyas es por un equívoco para el que tengo que remontarme a hace más de una década: en concreto, a septiembre de 2009, y a una visita a la biblioteca pública de Cuatro Caminos, que también tiene una historia relacionada con el cine y con el espionaje. La parte más obvia de esa historia es que, pese a su pequeño tamaño, está especializada en cine y un recorrido por sus estanterías resulta bastante emocionante a ese respecto; también, que se ubica al lado de las abandonadas salas del cine Renoir Cuatro Caminos, cerrado hace siete años por la crisis, que parecía terminal, de Alta Films. Otra parte, más oblicua, de la historia de esta biblioteca viene por el nombre con el que fue bautizada, Ruiz Egea, que hace alusión al bibliotecario Florián Ruiz Egea, ejecutado durante la Guerra Civil por el anarquista Felipe Sandoval, al que Carlos García-Alix dedicó un extraordinario documental, El honor de las Injurias, centrado en su trágica y violenta figura y en la despiadada vida en el Madrid paupérrimo y miserable de principios del siglo XX, en lo que hoy son las proximidades de los paseos de las Acacias y Yeserías y que formaba parte del considerable océano de barrios "insalubres y muy insalubres" que el ayuntamiento acertó a censar en 1914.
Florián Ruiz Egea no fue ejecutado arbitrariamente: era parte de la llamada "quinta columna autónoma" en el Madrid republicano; es decir, de una organización en la que todos los miembros compartían simpatías hacia las tropas de Franco y tenían como función propagar noticias falsas para esparcir el derrotismo entre la población, a las órdenes del Servicio de Información y Policía Militar franquista. En su caso era la Sección de Archivos y Bibliotecas del Sindicato Único de Técnicos de la CNT, formada en febrero 1937 y, en la práctica y por órdenes del Comité Regional de Defensa del sindicato, aniquilada en agosto de 1938, ante las evidencias de su actividad facciosa.
Bajo el peso de esta historia, que me ha hecho evitar siempre referirme a esta biblioteca por el nombre propio al que está dedicado, me topé, en su sección de revistas, con sendas entrevistas a Quentin Tarantino por el estreno de Malditos bastardos, publicadas por la entonces llamada Cahiers du Cinéma España y por Fotogramas. En la segunda, una de las respuestas del director estadounidense me llamó particularmente la atención:
-¿Se documentaron viendo viejas películas de propaganda nazi?
-La verdad es que vimos algunas, pero había relativamente pocas que hablaran directamente de la construcción del Tercer Reich y del antisemitismo. La mayoría de películas que se hicieron bajo el control creativo de Goebbels eran comedias, Krippenspiel-Musicals... Si quieres ver nazis marchando con el paso de la oca necesitas recurrir a las películas de propaganda de los aliados. Si en esa época eras un ciudadano alemán y tu único conocimiento de la guerra provenía del cine, quizás ni siquiera supieras que había una guerra en marcha.
De ahí surge una pregunta: si el cine alemán de la República de Weimar era una de las cinematografías más potentes, ricas e interesantes de todo el mundo y de cualquier época, con una nómina de cineastas tan impresionante como la conformada por Murnau, Lubitsch, Lang, Dreyer, Pabst, Max Ophüls, Richard Oswald, Joe May, Robert Wiene, Slatan Dudow, Walter Ruttmann, Hans Richter, Karl Grune, Arnold Fanck, Paul Leni, Werner Hochbaum, Lotte Reiniger, Zoltan Korda, Anatole Litvak, Robert Siodmak, Michael Curtiz, Edgar Ulmer y Fred Zinnemann, entre otros, ¿qué sucede a partir de enero de 1933, cuando Hitler toma el poder y, cinematográficamente hablando, una de las primeras medidas de Goebbels es prohibir El testamento del Dr. Mabuse, que tacha de "guía práctica para el crimen"? A pesar que una parte de sus talentos ya hubieran emigrado a Hollywood en la década de los 20 y no por motivos políticos o raciales (Lubitsch en 1922, Murnau y Paul Leni en 1927), el corte que sufre en 1933 parecía haber tenido algo de radical y definitivo, provocando la práctica desaparición del cine alemán hasta, al menos, mediados de los 60 (entonces desconocía la pujanza del cine de la RDA ya a finales de los 40), aunque muy lejos del irrecuperable esplendor de cuatro décadas atrás.
La realidad es que las palabras de Tarantino hacen surgir la duda sobre si dicho lugar común no será tan exagerado como el de Godard sobre el cine británico y encienden la curiosidad por seguir la pista de esas películas, descritas de manera tan sorprendente -aunque, como todo lo que voy relatando, ese interés tarde algunos años en concretarse-. Las primeras visitas al cine alemán hecho bajo el Tercer Reich, más allá de Leni Riefenstahl, tienen un poco de todo: por un lado, un desaforado antisemitismo en las aleccionadoras sesiones del Círculo de Bellas Artes que, bajo el título de El celuloide del odio, proyectan la interesante El judío Suss, de Veit Harlan y las repulsivas Los Rothschild y El judío eterno, de cuyos creadores prefiero olvidar el nombre; por el otro, el agradable descubrimiento de Las aventuras del barón Münchhausen, de Josef von Báky, película alegre, imaginativa, llena de ingenuidad y de vida, salida de un guion del autor de novelas infantiles, pacifista y antinazi Erich Kästner -que tuvo que firmar con el pseudónimo de Berthold Bürger- aunque, paradójicamente, su origen estuviese en un encargo de Goebbels por el 25 aniversario de la UFA, en plena guerra y con el país acercándose al abismo. Más adelante, la penosa decepción por el lamentable regreso de Georg Wilhelm Pabst a Alemania en 1941 y su acomodamiento al nazismo a través de un pésimo largometraje (Los comediantes) y el maravilloso descubrimiento de Helmut Käutner y su hermosa y antibélica Hacemos música, en pleno 1942. Finalmente, la prueba definitiva de que las palabras de Tarantino no son una idiotez o una provocación llega con los siete largometrajes alemanes de Douglas Sirk, realizados entre 1935 y 1937 (esto es, todos bajo Hitler y Goebbels): con ellos, la misma sensación que al ver las películas silentes de Yasujiro Ozu, realizadas en la apoteosis del militarismo japonés, y cuyo espíritu y común antagonismo con el mundo en el que surgen se podría ilustrar con estas palabras de Marco Aurelio:
El verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele.Como indicio, estas capturas de La muchacha del páramo, de 1935:
Aunque las visitas a este período oscuro de la cinematografía germana se vayan espaciando bajo el manto de la inconstancia, por la sospecha de que, por cada Sirk y Käutner (impermeables a la ideología fascista) hay varios Veit Harlan (cineasta conservador y nacionalista, funcional al nazismo y soportable solo en pequeñas dosis), hace pocos días le llega finalmente el turno a la figura del vienés Willi Forst, con el que me enfrento para empezar a un pobre cortometraje propagandístico, Berlin Reichshauptstadt, realizado con ocasión de los Juegos Olímpicos de 1936 y lleno de esvásticas y pasos de oca, pero realizado con tan poco espíritu y entusiasmo que pareciese que Forst estuviese boicoteando su propia película. Tras este indigesto aperitivo llega Maskerade, de 1934, y en los créditos iniciales, por fin y de manera inesperada, el viejo nombre:
Enfrentado por primera vez a las imágenes de la actriz y espía, sin saber a ciencia cierta quién es físicamente, durante el visionado, además de una creciente admiración por la belleza y elegancia de la película (sobre la que el historiador del cine Fernando Martín Peña afirmó, sin que me atreva a corregir ninguna de sus palabras: "Uno de los musicales más hermosos de la historia del cine... Los personajes se mueven por la trama como si fuesen parte de un baile, y todas las piezas se agitan con un sentido"), me fijo en una de las protagonistas: en su gracia, su llaneza y su carisma, y en su arrolladora manera de adueñarse de la escena, pese a no aparecer hasta el minuto 27, y me pregunto, ¿será ella Olga Chejova?
Tras verla, llegan las comprobaciones y se derrumba el castillo de naipes. Para empezar, la actriz en la que me había fijado no era la esperada, sino Paula Wessely, sobre la que averiguo detalles desalentadores: su pronunciamiento público a favor de la anexión de Austria por Alemania en 1938, su participación en 1941 en la película de propaganda nazi Heimkehr, de Gustav Ucicky (el mismo que había dirigido a Willi Forst como actor en la primera película importante de Marlene Dietrich: Café Elektric, de 1927), su ostracismo, conocidas sus simpatías, tras la II Guerra Mundial y como guinda del pastel, andando el tiempo y ya en 1957, su papel protagonista en la película homófoba Anders als du und ich, dirigida por un viejo conocido: Veit Harlan, el director de El judío Suss. Para seguir, el siguiente naipe tumbado es la adscripción histórica de la la película: no es cine alemán bajo el Tercer Reich: ni siquiera es alemana, sino austriaca cuatro años antes del Anschluss; de hecho, su protagonista masculino odiaba a Hitler hasta el punto de cambiarse, dos años después, su nombre artístico (Adolf Walbrook) por el de Anton. ¿En dónde quedaban Olga y su doble apellido? En este personaje, sin duda interesante, pero, lamentablemente, preterido por mi culpable fascinación por la nazi Wessely:
Una vez descubierta la variante germana de su apellido, aparecen en días sucesivos otras dos películas suyas, magníficas: Liebelei (1933), de Max Ophüls, y Mary (1931), de Alfred Hitchcock. De la segunda (versión en alemán, plano por plano, de Murder, del mismo Hitchcock), además, resultan llamativos ciertos avatares sufridos por su personaje. Aquí vemos, por ejemplo, su reacción después de ser condenada a la pena de muerte, ante la propuesta de una posible apelación:
Encontrar la pista de estas películas es relativamente fácil, pero, adentrándonos en territorios un poco más arcanos, aparece un largometraje muy llamativo, que supuso además el primer papel protagonista de Olga Chejova en el cine alemán, después de haber emigrado desde la Rusia soviética en enero de 1921: Der Todesreigen (1922), de William Karfiol, un tremendista drama de propaganda antibolchevique en el que ella misma hace el papel de rusa perseguida por unos caricaturizados guardias rojos. Si bien este monumento al trazo grueso adolece de todos los defectos que pueda tener una simple traslación de la propaganda reaccionaria a unos personajes arquetípicos, la corrección formal y las pistas que nos traslada sobre la cosmovisión de la Alemania nacionalista la convierten en un producto de indudable interés histórico.
La sugestiva idea de encerrar en el plano a un personaje comunista dentro de una estrella de cinco puntas merece ser reseñada, pero todavía más la aparición del espionaje en medio de la trama, con Chejova, en este caso, en una situación inversa a la que desempeñaba en la vida real:
Con estos elementos cinematográficos sobre la mesa, conviene aclarar lo que realmente sabemos sobre las tareas de Chejova como espía. Un detalle de interés es la actividad de su hermano, Lev Knipper: destacado compositor musical, se incorporó al Ejército Blanco durante la guerra civil posterior a la revolución bolchevique, pero fue reclutado en 1922 por el servicio de espionaje de la policía secreta soviética, que no abandonó hasta su muerte, en 1974. Entre sus tareas, estuvo la de participar en un plan secreto en el que, en 1941 y ante la eventualidad de la caída de Moscú ante las tropas alemanas, tendría la responsabilidad de asesinar a Hitler durante un concierto (de nuevo, aquí resuenan los ecos de Tarantino). Sobre la emigración de Olga a Alemania, Antony Beevor cree que no fue "por razones ideológicas", sino "por sentido práctico", para dar empuje a su carrera como actriz, en un contexto de miseria en el Moscú de la guerra civil; en cuanto a las razones de su labor, éstas son las palabras de Beevor:
Cuando Olga Chejova acepta espiar para los soviéticos, no lo hace por creer en su causa, sino porque le preocupa la suerte de los suyos que quedaron en Rusia. El misterio aún no resuelto es descubrir hasta qué punto se implicó en esta tarea. Y no se sabrá hasta que se puedan consultar todos los archivos que están ahora cerrados. Lo que sí se sabe es que Olga Chejova fue muy bien tratada por los soviéticos cuando llegaron a Berlín.
También asegura que "Olga fue más que una espía durmiente", descarta cualquier indicio de cinismo en sus actos ("en las cartas que escribe a su tía vemos cómo se esfuerza en convencerse de las virtudes del estalinismo") pero también deja claro el ascendente que llegó a tener sobre los líderes nazis, que la llevaron a ser nombrada Staatsschauspieler (Actriz del Estado) en 1936, distinción que tuvieron muy pocos artistas en la época (entre ellos, Emil Jannings):
[Hitler] está junto a Olga Chejova, la elegante y sofisticada actriz rusa, y el amo de Europa parece un niño pequeño fascinado por la gran dama. El círculo nazi era muy poco cultivado y por eso se rodeaba del brillo de las estrellas.Tirando de este hilo y del nombre de la red soviética de espías a la que pertenecía, Krona, formada por 35 agentes, descubro, en una información de 2017, la noticia de que otra estrella del cine del Tercer Reich, Marika Rökk, a la que Goebbels quiso convertir en la "Ginger Rogers alemana" y cuya aparente cercanía a los líderes nazis provocó su apartamiento de la industria del cine entre 1945 y 1947, era parte del mismo grupo. De Marika Rökk encuentro una película de 1944, La mujer de mis sueños, musical escapista que encaja como anillo al dedo con las palabras de Tarantino, realizado cuando las tropas nazis estaban al borde la hecatombe, y un detalle nada desdeñable: el nombre de su director, Georg Jacoby, marido de Marika Rökk desde 1940 y entonces militante nada menos que del Partido Nacionalsocialista. Tras la guerra, idéntico período de ostracismo que el de su mujer espía.
Un último hilo nos lleva al responsable de esta red de 35 agentes, que operó con tanta discreción como para que dos actrices de la fama y popularidad de Chejova y Rökk pudieran operar en favor de la Unión Soviética y en alegre cercanía con la jerarquía nazi sin ser descubiertas, ambas, hasta después de su muerte; de hecho, las identidades de los demás componentes siguen siendo una incógnita. Fallecido en 1995, se llamaba Yankel Cherniak, y su eficaz trabajo inspiró uno de los mayores éxitos de la televisión soviética, la serie Diecisiete instantes de una primavera, de 1973, cuya repercusión fue tal que se convirtió en un lugar común la ausencia de delitos en las calles de la URSS durante sus horas de emisión, y que más tarde inspiró la creación de producciones similares en los países de la esfera soviética, como la cubana En silencio ha tenido que ser.
Una reseña biográfica escrita por Vladimir Levin describe los últimos años de Cherniak:
No tenía rango militar, ni recompensas, ni siquiera un plan de retiro respetable, y después de viajar por el mundo durante años se vio obligado a ganarse la vida a duras penas trabajando como traductor. Vivía en un piso de una habitación lejos del centro de Moscú y tomaba el metro para ir a trabajar.En una de sus escasas entrevistas, Cherniak resumió así las razones del éxito de su actividad:
Un agente secreto necesita suerte, simple y llanamente. Yo tuve suerte.
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