La película galardonada con la Concha de Oro en la 63ª edición del Festival de Donostia venía precedida de cierta expectación: se trataba de la nueva obra de un cineasta islandés (Rúnar Rúnarsson), poco conocido, con un único y buen largometraje a sus espaldas (Volcán, de 2011, Cámara de Oro en Cannes y con un parecido más que sospechoso en ciertos aspectos con Amour, de Michael Haneke, un año posterior) y con una interesante carrera anterior como cortometrajista, lo que podría hacer pensar que su selección para la sección oficial era algo más que un accidente y que Sparrows podía ser una de esas obras que, por lo poca popularidad de la filmografía de que procede, justifican por sí mismas el criterio de un festival como Zinemaldia.
Y, sin embargo, la decepción fue considerable. Sparrows supone un importante paso atrás en la carrera de Rúnarsson, que apuesta por dar unos tonos extremadamente fríos al metraje para acentuar el tono deprimente de esta relato iniciático, aunque adereza la gelidez general con arranques forzados de furia y de violencia, mal insertados y poco justificados, a la vez que fuerza dos encuentros sexuales con vocación de impacto para hacer que su obra se acerque en su desenlace al apocalipsis. Un apocalipsis que se desmiente a sí mismo por una extraña presencia de la religión que hace que todo se perdone, desde una pésima paternidad hasta una violación en grupo, trasladando un peligroso mensaje de impunidad y asimilando mal una supuesta influencia dreyeriana que exigiría un dominio de las formas que vaya más allá de algún acertado y sutil desenfoque de espejos, y que se aleja mucho del único intento serio de introducir el espíritu del cineasta danés en nuestra descreída época, el de Carlos Reygadas en Luz silenciosa.
Los defectos de Sparrows se quedan, sin embargo, muy cortos en comparación con los de Evolution, Premio Especial del Jurado y también segundo largometraje de su directora, Lucile Hadzihalilovic. Se trata de una obra silenciosa, sinuosa y pesadillesca, rodeada de una estética de la fealdad y del desagrado; árida, lóbrega y ensimismada. Por momentos parece que estemos recreando de forma futurista Las Hurdes de Luis Buñuel, en un mundo en el que la sensualidad ha sido expulsada y el ambiente de paredes desnudas y sucias, de niños destripados en bruto, de embarazos monstruosos y aberrantes y de un incoherente y demasiado tardío intento de acercamiento sentimental que terminan por un conformar un desagradable cuadro de lo grotesco. Hadzihalilovic insiste en la temática de una infancia sumergida en el horror de su anterior película, Innocence (2004), pero su particular universo te expulsa a pedradas y parece emitir gritos silenciosos para apartarte de su enfermiza influencia.
Con tan poco estimulantes ganadoras, cabe lamentar que sólo se haya concedido una pequeña mención honorífica a El apóstata de Federico Veiroj, de las pocas obras que hubieran merecido salir de este Zinemaldia con la inyección de prestigio y el empujón de popularidad que siempre supone un gran premio en un festival con impacto mediático. Al igual que hacía en La vida útil, pero perfeccionando su estilo y añadiendo unos interesantes matices de sensualidad al relato, Veiroj nos muestra sin aspavientos y de forma casual la odisea del hombre contemporáneo. La apostasía a que se alude en el título es un primer gesto de disidencia que supone un paso hacia la dignidad y el respeto por sí mismo, frente a lo establecido, la tradición y la comodidad. El protagonista, interpretado por el también coguionista Álvaro Ogalla, fracasa en los estudios, en el amor por su prima y en la consideración que obtiene de su familia, pero su obstinación frente a la presión de su madre y a la "troika" de sacerdotes que examina su pretensión de abandonar la Iglesia católica lo redime. Son tiempos mediocres, sí, pero nosotros no tenemos por qué serlo, parece querer decirnos El apóstata: el mundo no tiene por qué limitarnos ni encerrarnos en su sombría tela de araña. O, como escribió en su día Alejandro Gándara,
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