Si los premios principales del palmarés del reciente Festival de Donostia premiaron obras profundamente fallidas y difícilmente vendibles en una -solo en apariencia- arriesgada apuesta (tan aparente como el acierto de dichas películas), los premios secundarios fueron sobre seguro y se decidieron por propuestas más conservadoras, de mayor solidez pero poco novedosas y, de nuevo, discutible oportunidad para ser incluidas en una sección oficial.
Así, Los caballeros blancos de Joachim Lafosse, Concha de Plata al Mejor Director, se alejaba de la mediocridad de buena parte de sus vecinas de competición y nos mostraba una historia sin fisuras ni paternalismo, inspirada en el caso real de la ONG El Arca de Zoé y ambientada en el mundo de la cooperación humanitaria con África (en este caso, con el Chad). Aun sin salir del tono realista, funcional a la narración, por momentos rodada cámara en mano y con cierto aroma convencional (creemos que dejará menos huella que la notable predecesora en la filmografía de este cineasta belga, Perder la razón, de 2012, con una excepcional Émilie Dequenne), hay en esta obra una acertada y nada complaciente visión del colonialismo de nuestra época, en la cual sus nuevos valedores se arman de un amable discurso de generoso bandolerismo y utilizan el viejo método de sacar un fajo de billetes en el momento adecuado. Mientras sus razones se va haciendo cada vez más endebles y surgen las defecciones en el grupo, el siempre férreo Vincent Lindon va conformando su personaje autoritario, dispuesto a emprender una cruzada personal con la carne humana como materia y embarcando en su proyecto a una periodista, interpretada por Valérie Donzelli, presente para documentar que "no todas las ONG son corruptas" (partimos, pues, de la base de que lo son). El aroma a podredumbre presente en el proyecto se va poco a poco desvelando, siendo especialmente significativo el logotipo de la misma organización -Move for Kids-: una silueta del mapa de África con un niño corriendo, lo que ya nos muestra quién se mueve y quién se limita a esperar, y con el que sabemos que el mismo nombre de la ONG es la primera mentira, de la que derivarán las demás.
El premio al Mejor Actor recayó en los protagonistas de Truman de Cesc Gay, Ricardo Darín y Javier Cámara, en una poco comprensible decisión dada la endeblez del personaje que interpreta el segundo, que se va desdibujando hasta convertirse en una mera comparsa del supuesto recital interpretativo del primero (basado, en primer lugar, en un maquillaje propio de un prolongado insomnio). Con Truman tenemos una película dirigida al gran público, que gustará "a toda la familia" y de la que podemos iniciar la convencional retahíla de que se trata de una buena historia, con un buen guión, unos buenos diálogos, que no incomodará a nadie y que tendrá unos más que aceptables resultados de taquilla. Pero nada más: Cesc Gay parece haber iniciado una trayectoria descendente, lejos de la sutileza emotiva de Ficció o En la ciudad, y se limita a ilustrar con corrección y abuso del plano/contraplano grandes temas como la amistad, la enfermedad y la soledad. La película nos ofrece una planicie estética y su huella, demasiado tenue, sería definitivamente inexistente si no fuese por su excelente reparto, en el que relucen nombres como el de Eduard Fernández, José Luis Gómez, Dolores Fonzi o Àlex Brendemühl.
Con más fuste llegó de Georgia y se fue de vacío Moira, intenso drama con mafias al fondo y cierto aire de familia con Leviatán, de Andrei Zvyagintsev. Los problemas de subsistencia y la inevitabilidad de sumergirse en el mundo mafioso para salir adelante, en el marco de un mar embravecido que actúa como metáfora de la dureza del contexto en que se mueven unos personajes con un difícil futuro (llegan a la constatación de que "no se puede ni vender pescado sin contactos") son representados mediante una bella estética, en la abundan los cielos nublados cortados por los rostros, interiores iluminados con el intenso crepitar amarillo de unas bombillas de coloración añeja y un largo plano final que aunque previsible nos muestra la poca querencia de su director, Levan Tutberidze, por aspavientos innecesarios. Si bien Moira tampoco implica especial novedad, ni argumental ni estética, y casi podríamos encuadrarla en el subgénero de "cine eslavo de mafias" como un hermano menor del largometraje ruso anteriormente citado, sus buenas hechuras dentro de sus constricciones la hubieran hecho una digna ganadora de cualquier premio del palmarés, que seguramente le habría supuesto una inyección mucho más justificada que la que necesitaban obras tan obviamente distribuibles como las de Lafosse o Cesc Gay. Esperemos, en todo caso, que sus cualidades no hayan pasado desapercibidas.
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