Existen unas coordenadas políticas en las que se mueven el cine y la visión de la Historia de Quentin Tarantino y que dan sentido, más allá de su evolución estética, al discurso de fondo de sus películas. Si para explicar la continuidad entre Malditos bastardos y Django desencadenado el cineasta declaró, en una entrevista y con una contundencia poco habitual entre su gremio, que “la Esclavitud es el equivalente americano al Holocausto”, en Los odiosos ocho se adentra en cuestiones tan relacionadas con su anterior largometraje como las secuelas de la Guerra de Secesión, la causa de la Confederación y los métodos y la personalidad de buena parte de quienes la defendieron.
En primer lugar, el personaje de Samuel L. Jackson, un cazador de recompensas cuya fama se remite a sus años de ángel vengador de los ex esclavos contra los rebeldes sudistas, concentra en sus propias carnes algunas de las contradicciones de la Historia americana que Los odiosos ocho quiere poner de manifiesto. Su fama como soldado de la Unión se ve desmentida por algunos crímenes de guerra que se descubren durante la narración, siempre verbalizada y fragmentada, de los demás personajes, mientras que sus propias palabras son puestas en solfa y aceptadas como falsedades instrumentales por él mismo: por un lado, las supuestas cartas de Abraham Lincoln de las que es orgulloso portador, que dan sentido a un antológico plano final que remite a todo el western crepuscular y que certifica, con singular claridad, los materiales con que se construye la Historia oficial; por otro lado, la peculiar y grotesca venganza que él mismo narra al antiguo general confederado Sandy Smithers sobre su hijo, y que por sus excesos no podemos menos que poner en duda y considerarla una posible hiperbolización destinada provocar el esperado duelo a pistolas con un antiguo adversario bélico –y que, dadas las condiciones físicas de uno y otro, no podemos considerar más que un vulgar homicidio-.
El citado ex oficial Smithers, que encarna Bruce Dern, rumiante de resentimiento en su sillón e incólume en su odio racial y su apego al “viejo Sur”, representa un tipo de personaje muy frecuente en el western, pero muy pocas veces mostrado en toda su crudeza (aunque Tarantino, aquí más comedido que en sus dos anteriores obras, tampoco quiere poner en evidencia más allá de lo imprescindible): el de los antiguos combatientes sudistas que, tras de las cesiones en materia de derechos civiles de los presidentes posteriores al ex líder militar de la Unión Ulysses S. Grant y el regreso en los estados ex esclavistas de gobernadores del entonces racista Partido Demócrata, volvieron a campar a sus anchas. El resultado fue la vía libre al Ku Klux Klan como instrumento informal de terrorismo racial de Estado y restituidor del estado de cosas anterior a la Guerra de Secesión, con la esclavitud abolida formalmente pero con una nueva legislación segregacionista que posteriormente inspiraría a la mismísima Alemania de Hitler.
Por último, la banda de asesinos que intenta, con camuflajes diversos, cerrar el camino que conduce al patíbulo al personaje de Jennifer Jason Leigh, es, por su ferocidad y falta de escrúpulos, el reverso opuesto a la suerte de caballeros neoceltas en que una parte del cine de Hollywood –el orientado a los estados en los que regía la segregación-, durante varias décadas, había convertido a grupos semejantes que operaban en el mismo Sur y que compartían idiosincrasia con el anciano oficial ya descrito: ex combatientes esclavistas que no aceptan la derrota y se dedican a sembrar el terror de forma caótica hasta que encuentran su forma de organizarse a través del Ku Klux Klan. La banda de Jesse James es paradigmática al respecto, y su entrañable imagen como unos amables justicieros predominó, prácticamente, hasta la estocada final en su reputación que supuso El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford.
De este modo, si en Los odiosos ocho no encontramos novedades discursivas que vayan más allá de lo que el western crepuscular ha venido mostrando desde los años 60 y desde que la guerra de Vietnam dio un violento giro a la respetuosa visión del siglo XIX estadounidense que predominaba en sus representaciones cinematográficas hasta entonces, sí reconocemos una coherencia en la cosmovisión de su director, aunque, en este caso, la prudencia y un evidente deseo de volver a los orígenes (y a Reservoir Dogs en particular) circunscriban sus aportaciones y su habitual audacia a un perímetro muy delineado.
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