Dentro de las múltiples maneras de clasificar a cineastas, una de las más convincentes (aunque insuficiente y superficial, como todas las clasificaciones binarias) es aquella que separa a dos grandes grupos: por un lado, los que en cada película intentan comenzar de nuevo, plantearse un reto totalmente distinto del anterior y demostrar que pueden acometer proyectos de características muy disímiles, bien sea por su gran variedad de intereses, bien sea por su especial ductilidad y habilidad en el manejo de encargos. Por el otro, aquellos realizadores que en cada film cogen el testigo de su obra precedente y vuelven a los mismos temas, las mismas obsesiones, parecidos personajes, similar discurso, semejantes planos. El primer grupo ha sido en general menospreciado por buena parte de la crítica y el segundo, por buena parte del público, en ambos casos por motivos a veces arbitrarios; centrándonos en los segundos, no hay duda de que no es fácil apreciar a primera vista a un cineasta de estas características si estamos familiarizados tan solo con una pequeña parte de su obra: tiene el inconveniente de que su filmografía se explica en todo su conjunto, y la valía de cada una de sus piezas, sacadas de contexto, es mucho más relativa.
Si hay un claro y destacado representante en el cine contemporáneo del segundo de los citados conjuntos, ése es el surcoreano Hong Sang-soo, que a la similitud temática y formal de sus películas se le añade su especial fertilidad creativa: en 20 años de carrera, ha completado 19 largometrajes y 2 cortos. La esencia de su obra se puede explicar en dos sencillos planos, incluidos en Oki's movie (2010):
Sin duda, la filmografía de Hong Sang-soo se enriquece notablemente al contemplarla en su globalidad; empezamos a ver sus ahora recurrentes e irónicos zooms a mediados de la década pasada, a la vez que iban desapareciendo las escenas de sexo, y vamos encontrando parentescos y autocitas a veces desconcertantes por insospechadas. Por ejemplo, en la mitad del minuto 49 de La virgen desnudada por sus pretendientes (2000) pudimos capturar este momento, cautivados por la extraña belleza de sus líneas oblicuas que actúan como posibles elementos de reencuadre:
Y, en una película trece años posterior, Nuestra Sunhi, en el mismo minuto de metraje, estas dos imágenes, cuya similitud con las precedentes admite pocas dudas:
Entre los elementos que han ido marcando la dirección del cine de Hong Sang-soo están la presencia del alcohol como principal elemento de socialización, las conversaciones casuales y livianas, los encuentros espontáneos entre antiguos compañeros de estudios, las relaciones sentimentales marcadas por el aroma de lo efímero y lo fallido, algunos arrebatos de furia verbal que rozan el límite de la trifulca, una cierta sociopatía, la presencia de rumores maliciosos, ciertos o no (casi nunca llegamos a saberlo) que determinan la suerte de amistades y amores y, como parte esencial de la concepción de la vida que nos ha ido transmitiendo, la importancia de pequeños detalles, a veces imperceptibles, a la hora de decidir el cariz del corte profundo y doloroso que separa la felicidad de la infelicidad.
En buena parte de sus películas, esos pequeños detalles dan lugar a dos, tres o más historias distintas, con los mismos personajes y parecidas situaciones, pero con un resultado final muy diferente, dándonos pistas sobre la importancia de poder contar en la vida real con más de una oportunidad para poder, en definitiva, pulsar la tecla adecuada. Uno de los ejemplos más diáfanos es el que se muestra en estos dos fotogramas de Nobody’s Daughter Haewon (2013), separados por cuarenta minutos: en ambos el protagonista llora desconsolado mientras escucha una estropeada y pop versión del famoso alegretto de la Sinfonía Nº 7 de Beethoven; en un caso solo e inundado por las luces del crepúsculo, ha fracasado; en el segundo, a pesar de sus lágrimas y de que el cielo ha ocultado todo rastro solar inundando el ambiente de un azul intenso, la mujer ha regresado con él.
Con este importante bagaje y tras haber ido recalando con su obra anterior, de forma más o menos inconstante, en los festivales de Cannes, Berlín y Locarno, llegó ahora a la sección oficial de Zinemaldia con Lo tuyo y tú, película coherente con su anterior trayectoria pero en la que su estilo experimenta un cierto perfeccionamiento, el suficiente como para que la Concha de Plata al Mejor Director sepa a premio demasiado pequeño. En esta ocasión, los zooms actúan para reencuadrar sin recurrir al montaje, tras una secuencia inicial de diez minutos de duración que transcurre en el estudio de un pintor y en el que aparece el desencadenante del conflicto sentimental de la película: la afición desmedida por la bebida de la protagonista, que surge en una conversación entre el artista y el novio de la joven como el rumor malsano que emponzoñará su propia visión de la pareja.
En lugar de hacer recomenzar la historia hacia la mitad del metraje, tras insertar un engañoso fundido a negro que parece señalizarlo, el realizador surcoreano recurre a las fallas (reales o supuestas) de memoria de la protagonista -que deja de reconocer a antiguos amigos o parejas o dice ser una gemela idéntica a su personaje- para ir dirigiendo el relato por nuevos caminos, empezando de cero en algunos aspectos pero siguiendo un recorrido coherente en otros. Por mareante y ambigua que resulte esta narración, Hong Sang-soo sabe dirigirla hacia una conclusión magistral, tal vez la más hermosa de su carrera, en el que los pequeños y grandes placeres de la vida se unen al compás de una vela consumida, incluyendo de por medio un susto mortal que parecía llevarnos hacia el desenlace más triste, el de "haber tenido".
Antes, el uso del zoom alcanza una trascendencia pocas veces antes conseguida, en una secuencia que precede al antedicho fundido: por un lado, la protagonista, por el otro, un director de cine al que acaba de conocer y con el que está bebiendo, y en tercer lugar, un nuevo amante que aparece de forma imprevista, reclamando su posición y al que ella asegura no haber visto nunca. La insistencia del tercero provoca la tensión con su antagonista cineasta: están a punto de llegar a las manos hasta que ambos se reconocen como antiguos compañeros de instituto, y la protagonista, sorprendida, termina por hilvanar un discurso sobre la estupidez del género masculino. La cámara acompaña esta secuencia con diversidad de zooms, travellings y paneos que encuadran y reencuadran hasta conformar una asombrosa partida de billar visual sin cambiar de plano, en una demostración de que tras un aparente naturalismo y levedad en Hong Sang-soo están presentes buena parte de las claves, técnicas y morales, del cine contemporáneo.
Antes, el uso del zoom alcanza una trascendencia pocas veces antes conseguida, en una secuencia que precede al antedicho fundido: por un lado, la protagonista, por el otro, un director de cine al que acaba de conocer y con el que está bebiendo, y en tercer lugar, un nuevo amante que aparece de forma imprevista, reclamando su posición y al que ella asegura no haber visto nunca. La insistencia del tercero provoca la tensión con su antagonista cineasta: están a punto de llegar a las manos hasta que ambos se reconocen como antiguos compañeros de instituto, y la protagonista, sorprendida, termina por hilvanar un discurso sobre la estupidez del género masculino. La cámara acompaña esta secuencia con diversidad de zooms, travellings y paneos que encuadran y reencuadran hasta conformar una asombrosa partida de billar visual sin cambiar de plano, en una demostración de que tras un aparente naturalismo y levedad en Hong Sang-soo están presentes buena parte de las claves, técnicas y morales, del cine contemporáneo.
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