No puedo estar más en desacuerdo con la vieja expresión que sentenciaba que a escribir se aprende leyendo. A escribir se aprende nada más que escribiendo, y si en algún momento pensé, cuando, con periodicidad variable pero con cierta constancia, efectivamente yo escribía, que esa actividad era una obligación autoimpuesta y artificial que poco tenía que ver con el verdadero pensamiento, ahora, que me dedico de manera consciente a no escribir -o, dicho de otra manera, a evitar hacerlo- creo exactamente lo contrario: que escribir es una actividad natural que ayuda y enriquece la tarea de la reflexión, y que su falta no hace más que diluir y dejar en un lejano y olvidable limbo cualquier labor intelectual digna de tal nombre. Por eso ahora, que llega el momento de dar a la luz el único texto con intención de ser publicado de los últimos doce meses, las ideas se agolpan, impacientes, con ganas de salir de manera desordenada y poco fértil, y con ellas la advertencia: éste tampoco es el camino.
Y, para empezar a salir del túnel de silencio, regreso mentalmente al pasado invierno, a los primeros compases del año: en el frío mes de febrero, en el Doré, asistiendo a un coloquio entre Jaime Rosales y el director de fotografía de su ópera prima Las horas del día (2003), Óscar Durán. Los dos parecían llevar mucho tiempo sin verla y la impresión que sintieron por regresar a la proyección en celuloide no parecía menor: tras unos comentarios nada baladíes a preguntas del público, llegó la gran cuestión, planteada de director a director de fotografía: ¿tú echas de menos el fotoquímico? La respuesta de Durán y la intervención posterior de Rosales, en principio dubitativas, fueron abundando en ideas tales como que la película, materialmente, se ve hoy vieja; que sus personajes y sus motivaciones de actuación no se parecen apenas en nada a las de cualquier personaje actual; que cualquier parecido entre Las horas del día y un estreno de hoy en día es menor que el que pueda tener Las horas del día con cualquier película de los años 40. Y a mí, como espectador, me llegó la idea, que se había ido conformando lentamente, siempre a través del cine y desde comienzos de esta década (tan propicia, por otro lado, a conclusiones vertiginosas), de que ya no vivo en un presente continuo, ni como espectador ni en ningún otro ámbito; que existe un corte profundo entre las décadas de los 90 y los 2000, que viví como adolescente y como joven, pero ya como persona consciente, y el mundo actual, y que algunos de los mundos en los que viví ya no existen y son épocas históricas pasadas y hoy observadas críticamente, cuando no con severidad. Sucedió siempre, seguirá sucediendo, pero, como la enfermedad, como la muerte, como la desgracia, como la tragedia, es muy distinto cuando llega a sucederte a ti, y cuando llegan películas para transmitirte que todo eso que fue parte de tu vida ya no existe, que todo eso murió y que muchos ya no lo recuerdan, a pesar de que tú estabas ahí y, por momentos, has creído seguir estando ahí.
En el mismo mes de febrero llegó el primer gran ciclo en salas de cine: el de Jean Eustache en el Círculo de Bellas Artes, con algunas proyecciones abarrotadas, que propician reencuentros con viejos amigos tras ausencias de larga data y, como derivación, la necesidad de hablar y beber en algún lugar después de cada proyección, con la certidumbre de que esas películas no pueden quedarse ahí, limitadas a su duración. No es baladí que Eustache sea un cineasta suicida; tampoco, que su obra sea un largo reflejo del post-68 (que a tantos suicidas prematuros dio lugar, e incluso a dos memorables películas sobre esa trágica relación entre revolución fallida y abrupto fin de la existencia: Morir a los treinta años, de Romain Goupil, y No intenso agora, de Joao Moreira Salles). De esas largas conversaciones de taberna recuerdo, sobre todo, la del día de Mes petites amoureuses: por un lado, la impresión por su crudo cromatismo otoñal, tan frecuente en el cine francés de los 70 (pienso en Sautet, Chabrol, Pialat), tan triste y melancólico en su espíritu, tan marcado por la evaporación del frustrado paraíso sesentayochista, y la dura aspereza que desprende el trayecto de un protagonista obligado a trabajar con trece años en un oscuro almacén de herramientas, mientras observa a un Dionys Mascolo decrépito como jornalero español emigrado y al mismo Maurice Pialat soltando alguna de sus lúcidas coces ("serás un fracasado, como nosostros"). Y, por otro lado, la constatación de que tales reuniones post-proyección se habían evaporado desde el infausto 2020 y que, en el fondo, lo que estábamos haciendo era retrotraernos a cinco años atrás, y no construyendo nada nuevo. Sin futuro, sin presente, todo es pasado: el 68 para Eustache, 2019 para nosotros.
Sí fue presente, o pareció serlo, la inopinada pero en muchos momentos fértil comunidad creada alrededor de TopFilmTuiter, que creó su más hermoso efecto bola de nieve en la encuesta sobre las mejores películas realizadas en la década de los 20 del pasado siglo y gracias a la cual pude al fin explorar algunas obras largamente aparcadas, como la de los un tanto olvidados pero sobresalientes Ewald André Dupont, Anthony Asquith o Marcel L'Herbier, tan ambiciosos y rupturistas como profundamente excéntricos para la lógica cinematográfica actual, y que en realidad solamente fueron la punta del iceberg de una larga incursión por una de las décadas que por sí mismas justifican toda una vida dedicada a la búsqueda de piezas de orfebrería ocultas en los pliegues de la historia del cine.
De regreso al Círculo de Bellas Artes y, de nuevo, sin salir del mes de febrero, volvió una costumbre casi anual, la del estreno de la nueva película de Pablo Llorca. La diferencia es que esta vez no fue un largometraje sino cuatro, y a este hecho insólito se le sumó la circunstancia de que dos de ellos, Película del hierro y la nieve y Sexo, drogas, rock 'n' roll y política. Instituto Santamarca, 1975–1985 fueron, sin atisbo de duda, los dos más importantes del cine español del presente año. Por las circunstancias habituales, ninguno de las dos es o será considerado como "estreno" y como siempre, su visibilidad a corto plazo no será la que merecería (aunque no está de más recordar que los tres pases en Madrid de la segunda cosecharon un sonoro abarrotamiento), pero no me cabe duda de que la obra de Llorca, que se va conformando con total independencia e insultante carencia de medios, dejará a largo plazo una huella mucho mayor que la de casi todos sus contemporáneos, con los que en realidad no se está midiendo porque juega, definitivamente, en una categoría distinta.
Después de un invierno tan fértil, ¿qué llegó? Más exploración de los años 20, el descubrimiento de Cinesa Méndez Álvaro -un cine, por tamaño y ambiciones, más propio de los años 90, y por ello es tan anacrónicamente hermoso que se haya convertido en mi sala comercial de referencia en 2024-, una irregular y por veces demente cadencia de estrenos (capaz de cargarse Sobre la hierba seca de Nuri Bilge Ceylan unos días antes de su estreno, el más deseado del año y, sospecho, ya perdido en el baúl de alguna lamentable distribuidora), y una Filmoteca hundida en la mediocridad y el oportunismo hasta que, en pleno mes de agosto y de manera inesperada, llegó el primer ciclo -ni mucho menos completo, pero ciclo al fin- de Yasujiro Ozu en más de dos décadas para sacar al Doré de su atonía. En un año en el que tan profundamente sentí el impacto del tiempo pasado transcurrido, no puedo dejar de traer a colación unas palabras de Luc Moullet en su Política de los actores, escritas a propósito de las películas-río (y, más concretamente, sobre una de las más populares, Centauros del desierto de John Ford):
Cuando nos enteramos de que transcurrieron tantos años al cabo de las dos horas de proyección, un escalofrío nos recorre el cuerpo: ¿no habremos nosotros también vivido veinte, cincuenta años o más sin habernos dado cuenta de nada, como si hubiéramos nacido ayer? ¿Será lo mismo para los años que nos quedan? ¿Moriremos sin haber tenido la impresión de haber vivido plenamente?
Si esas palabras se las aplicáramos no a un largometraje en el que las elipsis hacen envejecer imperceptiblemente varias décadas a sus protagonistas sino a la filmografía de Ozu concentrada en unas pocas semanas tendríamos un destilado exacto de su impresionante legado; al mismo tiempo, entenderíamos también que las pequeñas variaciones argumentales entre muchas de sus películas son en realidad bifurcaciones de algunas de sus grandes disyuntivas: si Setsuko Hara abandonó a su padre para casarse en Primavera tardía, ¿qué podría haber sido de ella de haber tomado la resolución contraria? ¿Y qué clase de padre podría haber sido Chishu Ryu si en vez de un respetable viudo hubiera sido abandonado por la madre de sus dos hijas, y qué efecto habría creado en ellas? Lo que Hong Sang-soo creyó inventar en sus películas partidas en dos estaba en varios pares de largometrajes de Ozu, y en el menos amable y más gélido de todos ellos, Crepúsculo en Tokio, llegó el momento cinematográfico más intenso del año, en el que la madre mencionada espera en una estación de tren la absolución y el perdón por parte de su hija mayor, una Setsuko Hara que no aparece ni aparecerá nunca, mientras el vaho que empaña el cristal de su vagón, el agresivo cántico de un grupo de universitarios que parece asimilarse a un desatado contingente militar inunda de estrépito y crispación el ambiente y la insoportable voz de información sonora va enumerando una a una las interminables paradas del trayecto al compás de los latidos y del ruido de la conciencia de la angustiada protagonista del momento, que, al fin, se sabe definitivamente expulsada del mundo.
Tras las estela de Ozu llegó, en octubre, mi veinte aniversario como espectador del Doré, solo dos meses después de los diez años de mi primera visita a un Zinemaldia al que ya solo puedo evocar melancólicamente, por la certidumbre de las obligaciones de mi vida adulta me impedirán volver. De ambas efemérides, recuerdo algunos nombres: en el primer caso, Victor Sjöström, Anthony Mann; en el segundo, Xavier Dolan, Carlos Vermut, Lisandro Alonso. Efectivamente, ha pasado mucho tiempo.
Coda: este texto pretendía construirse, como es habitual, alrededor de mis diez estrenos preferidos del año, y al final, quizá, son lo menos importante de todo. Pero llegan: las diez me gustaron, algunas me conmovieron. La número uno, primera película realizada plenamente alrededor del confinamiento de 2020, realizada con toda la honestidad que su inteligente y políticamente hiperconsciente director es capaz, que es mucha; la número tres, la que más me inquietó y entristeció y más poderosamente se inscribió en mi memoria. Sin más motivos ni argumentos, ahí las dejo:
1. Tiempo compartido (Olivier Assayas, 2024)
2. The Beast (Bertrand Bonello, 2023)
3. El cielo rojo (Christian Petzold, 2023)
4. Jurado Nº 2 (Clint Eastwood, 2024)
5. How to Have Sex (Molly Manning Walker, 2023)
6. Emilia Pérez (Jacques Audiard, 2024)
7. Cloud (Kiyoshi Kurosawa, 2024)
8. Segundo premio (Isaki Lacuesta, Pol Rodríguez, 2024)
9. Memory (Michel Franco, 2023)
10. El aprendiz (Ali Abbasi, 2024)
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