Hace dos meses, en una abarrotada proyección de Vacaciones en Roma de William Wyler, sucedió algo que explica, por sí mismo, por qué el cine visto en el silencio de una sala, con una gran pantalla y rodeado de espectadores es una experiencia que no debería desaparecer de nuestro mundo, porque no tiene equivalente posible: los visionados caseros de películas, por valiosos que puedan llegar a ser, no dejan de depender, casi en exclusiva, de nuestra esfera individual y a ella quedan circunscritos en la mayoría de los casos, y su calidad depende, en buena parte, de la calidad del domicilio de cada uno.
Sucedió, decía, en la parte final: la princesa Anna, a la que interpreta Audrey Hepburn, después de su fuga de incógnito por la ciudad de Roma acompañada del desastrado periodista al que, por los azares de la producción, da vida un actor nada identificable con dicho perfil (Gregory Peck), vuelve a retomar sus obligaciones como parte de la familia real a la que pertenece y celebra un acto protocolario con los corresponsales de prensa acreditados en la capital italiana. Lo que en principio es un evento meramente ornamental, con tres preguntas de compromiso y tres respuestas de trámite, se convierte en algo distinto, en el momento que describen estas imágenes:
La cara de sorpresa de los dos personajes que rodean a Audrey Hepburn, seguida de una mirada de preocupación entre ambos y una pequeña señal de la protagonista en la que les pide que no la sigan, porque quiere acercarse a la prensa sin escolta de ningún tipo, evidencia que en la solemnidad de la audiencia no estaba previsto el gesto que va a realizarse a continuación. Para acentuar la mínima ruptura del protocolo que supone el saludo cara a cara entre la princesa y los periodistas, lo que hace Wyler es filmar a los corresponsales de la prensa de entonces pronunciando su nombre real y el medio de comunicación para el que efectivamente trabajan y dando la mano, sin más actores mediante, a Audrey Hepburn.
Podemos ver un cierto patrón estético entre los corresponsales en Roma de la época: hombres de cierta apostura, perfectamente trajeados y, desde luego, muy entrenados para este tipo de actos, hasta el punto de olvidar cuál es papel de un periodista: no es, en ningún caso, el de agachar la cerviz ante un princesa, gesto que se va haciendo más explícito y sumiso conforme avanza el turno de saludos (aunque convenga recordar el carácter inequívocamente conservador, de hoy, ayer y siempre, del diario parisino Le Figaro, al que corresponde el servil saludo del último fotograma). Sobre una reverencia semejante realizada por el líder comunista español Santiago Carrillo en una recepción con la familia real fue capaz de nuclear el historiador Víctor Alba (activo militante del POUM durante la Guerra Civil española y activo propagandista antisoviético después) todo su recorrido sobre la trayectoria histórica del Partido Comunista de España.
Este patrón y la falta de sobriedad del saludo cambian en cuanto aparece la única mujer corresponsal de todo el grupo:
La contención de su gesto, que merece ser señalada por contraste con el exceso de Maurice Montabré, no impide que nos fijemos en la figura que desencadenará la interesante reacción del público y que aparece por primera vez en el encuadre: un periodista que llama la atención entre los demás, por su baja estatura y por su calva, y que rompe, a su manera (su traje es idéntico al de los demás), la uniformidad estética de los corresponsales. Los saludos avanzan hasta que llega su turno:
Fue el momento en el que el corresponsal del diario ABC tomó la palabra en el que se produjo la mencionada e imprevista explosión de los espectadores: una extraña risa, tan inesperada como la misma presencia de un representante de un diario monárquico español en esta película, que en todo resultaba disonante. Superficialmente, por su aspecto físico y su tono de voz, pero había muchos más motivos que quizá, sutilmente, estaban implícitos en ello, y que tal vez el público fue capaz de intuir.
Porque Julián Cortés-Cavanillas no se limitó a ser un periodista español enviado a Roma durante el régimen de Franco. Fue otras muchas cosas, y una simple consulta a la Wikipedia nos da una idea del tenor de sus ocupaciones: en los años 20, comenzó a militar en el partido oficialista durante la Dictadura de Miguel Primo de Rivera, la Unión Patriótica; en los 30, fue un activo miembro de la Unión Monárquica Nacional y fecundo panegirista del destronado (según él, "por el influjo artero de la masonería, maléfico engendro de Israel") Alfonso XIII; también, un activo antisemita, asiduo citador de Los protocolos de los siete sabios de Sion o del sacerdote (y autor de notorias y largas listas de judíos y masones con fines represivos) Juan Tusquets. Pasó buena parte de la Guerra Civil en la Cárcel Modelo del Madrid republicano, pero sobrevivió para incorporarse con entusiasmo a la España de Franco y escribir, el 2 de mayo de 1945 y en el diario Ya, que acababa de morir "un hombre excepcional", "defensor de las últimas murallas de la civilización occidental". Se refería a Adolf Hitler.
Ese mismo año, como pago a sus servicios a la causa, el ABC lo puso al frente de la corresponsalía de Roma, que ocupó hasta que en 1962 volvió a Madrid como secretario de redacción; regresó a Roma entre 1967 y 1970 y a partir de 1971 fue "secretario de relaciones políticas" del mismo periódico, desde donde todavía tuvo tiempo para alabar la "pasión por la justicia social" de Sadam Husein, entonces aliado y admirador de la dictadura franquista, en un artículo de 1974.
Bastan estos detalles biográficos para entender que la presencia de Cortés-Cavanillas dando la mano a Audrey Hepburn solo puede, conmiserativamente, mover a una risa incómoda. Sabemos que Vacaciones en Roma fue el primer papel protagonista de la actriz y el que la catapultó al estrellato; hoy también sabemos que, mientras el periodista esparcía por las páginas de la prensa española su rendida admiración hacia el dictador nazi, la entonces adolescente, con solo 15 años, se dedicaba a hacer recados clandestinamente para la Resistencia holandesa antinazi y a participar en espectáculos de baile clandestinos para recaudar fondos, mientras buena parte de su familia era ejecutada. También sabemos que el director de la película, William Wyler, nacido como alemán en la hoy localidad francesa de Mulhouse, en Alsacia, judío y emigrado a Hollywood en 1921, gracias al parentesco del productor y dueño de la Universal Carl Laemmle con su madre y convertido en director de cine en 1925, estaba, en 1945, participando en la guerra con las fuerzas aéreas estadounidenses, no solo como un cineasta de inequívoca y merecida reputación de izquierdista, sino también como piloto: en calidad de tal, perdió buena parte de su audición por el ataque de un tanque alemán. Por último, hoy sabemos también, aunque no fuese reconocido en los créditos de la película hasta 1991, que detrás del guion estaba el nombre de Dalton Trumbo, seguramente el más notorio y el más aguerrido políticamente de los Diez de Hollywood encarcelados por desacato al Comité de Actividades Antiamericanas en 1950: se trató, además, de uno de los Oscar que ganó pero no pudo recoger por no aparecer en los créditos, como señaladísimo integrante de las listas negras (su tapadera en esta ocasión, Ian McLellan Hunter, encargado de recoger el galardón, tampoco acudió a la ceremonia: había huido a México para eludir otra citación en el mencionado comité, que pronto lo expulsaría también de la industria legal del cine). Huelga añadir que en 1945, mientras Cortés-Cavanillas escribía las palabras que no volveremos a mencionar, Trumbo era militante del Partido Comunista estadounidense.
Las risas del público ante Cortés-Cavanillas se repitieron, aunque un tanto más moduladas, en cuanto hizo su aparición un segundo periodista español, en este caso Julio Moriones, que fue corresponsal en Roma del entonces llamado La Vanguardia Española desde 1951 hasta 1977. Su trayectoria, aun no siendo tan significada como la de su hipermonárquico y hitleriano colega, incluyó su nombramiento como miembro del Servicio Nacional de Prensa del Estado franquista en fecha tan temprana como 1938, a las órdenes de José Antonio Giménez Arnau. Su saludo, mucho más sobrio y elegante, ayudó a que pasara más desapercibido.
Solo dos días después de la proyección de Vacaciones en Roma a la que aludo y ya conociendo buena parte de la historia de la infausta representación española en esta película, me encontré casualmente, curioseando por una librería de saldo, con uno de los libros que con prodigalidad (y buen manejo del plagio) dio a la imprenta el señor Cortés-Cavanillas. Por supuesto, no lo compré.
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