Existen muchas maneras de enfocar un año cinematográfico y elaborar la subsiguiente lista de películas más significativas: la más subjetiva de ellas es englobar las películas vistas, en cualquier contexto, durante los últimos doce meses y rodadas en cualquier época y lugar, sin ningún tipo de acotación; la más objetiva (y más considerada para los lectores, al ofrecerle un terreno de juego muy delimitado, aunque quizá por ello la menos interesante), acotar el terreno al máximo y circunscribirse a estrenos comerciales proyectados en pantallas de cine. Hace una década opté por la primera opción y el año pasado por la segunda, y esta vez me inclinaré de nuevo por la esta última, aunque con la idea de que una de las menciones compense, en parte, esta limitación.
Por más que no haya sido el mejor año de una década irregular, considero que las diez mencionadas (y en especial, las cuatro primeras, que podrían intercambiarse sus posiciones porque entre ellas solo veo diferencias de matiz) son lo suficientemente buenas en sí mismas como para ocupar una lista en cualquier otra temporada: ninguna, en definitiva, aparece como relleno. El balance de 2017 es necesariamente incompleto y, por ello, trata a las películas mencionadas como síntomas, fragmentados pero significativos, del momento presente.
1. El otro lado de la esperanza (Aki Kaurismäki, 2017): La primera película en seis años del cineasta finlandés tiene un aroma a fin de etapa, a recapitulación de toda su obra; quizá, a despedida. A pesar de todo el optimismo y de la dignidad que nos han transmitido su filmografía, una de las más significativas de nuestra época, este inhóspito y desangelado mundo ya no parece ser lugar para él, como dejó de serlo para algunos de sus actores más carismáticos (Matti Pellonpää, Esko Nikkari, Markku Peltola...), fallecidos con desalentadora premura. Aquí el ánimo se ve vencido ya desde el mismo título, con una serie de elementos (el juego y las apuestas, los ultras que atacan a indigentes, el espíritu cooperativo de la pequeña empresa) repetidos como guiños o como parodias de sus obras maestras, y con un desenlace inevitable, por más que los colores que pinta Timo Salminen y la fuerza moral del protagonista le concedan a su historia la viveza y el orgullo de quien consigue que su accidentado paso por el mundo no sea vano. No, al menos, en el universo de Kaurismäki.
2. Sieranevada (Cristi Puiu, 2016): Por más que llegase a las carteleras con un año de retraso (en contraste con la llamativa y elogiable premura en el estreno de la anterior obra reseñada, a cargo de la misma distribuidora, Golem), la más reciente creación del autor de La muerte del Sr. Lazarescu dejó huella con sus casi tres horas de conflictivo retrato familiar en el que la crispación se enseñorea del ambiente, la huella de siete décadas de historia rumana se apropia del presente y una cháchara interminable se transforma en elemento bloqueante de toda comunicación transparente.
3. Sólo el fin del mundo (Xavier Dolan, 2016): "No siempre resulta sencillo compartir las emociones con los demás. (...) Todo lo que uno hace en la vida lo hace para sentirse querido, aceptado, al menos en mi caso (...) Como decía Anatole France, prefiero la locura de las pasiones a la sabiduría de la indiferencia". Si estas palabras del joven autor canadiense produjeron la burla de una parte de la prensa acreditada en el Festival de Cannes de 2016, cuando recogía el Gran Premio del Jurado, podemos concluir que el deseo que manifiesta en la segunda frase no está ni estará nunca a su alcance, como tampoco el del protagonista que interpreta Gaspard Ulliel de recuperar, aunque sea tarde y con un fin muy concreto, un pequeño resquicio de conexión con su opresiva familia, ni el del espectador de conseguir construir un recuerdo menos lacerante del contexto en que la vio. El modélico empleo de primeros planos, que aprisionan de dreyeriana manera los rostros de los componentes de esta cárcel familiar, la brillantez y pertinencia de una virtuosa fotografía y la profundidad psicológica de unos personajes memorables, entre agresivos y asustados, siempre al borde de la explosión, consiguen componer un notable largometraje cuya mala recepción nos ubicó en una inquietante, aunque quizá merecida, marginalidad.
4. Stefan Zweig: Adiós a Europa (Maria Schrader, 2016): Había algo en la maravillosa y tristemente olvidada Aimée y Jaguar (Max Färberböck, 1999) que hacía presagiar que tras la forma de actuar y la mirada de Maria Schrader se escondía algo más que una actriz sobresaliente. Este aparente biopic de prestigio, de los que se suelen rodar con el piloto automático por la famosa personalidad del biografiado y por la época en que transcurre (años 40, nazismo, judaísmo, exilio), se convierte en un coherente ejercicio de estilo en el que un asombroso tratamiento de la luz y una precisa composición de planos consigue transmitir la plena contemporaneidad de la trágica peripecia vital del autor de Carta de una desconocida, en el cual una sutil y majestuosa secuencia final vienen a coronar una obra mayor, quizá la gran sorpresa de la temporada.
5. Lo tuyo y tú (Hong Sang-soo, 2016): El año más prolífico del director de La virgen desnudada por sus pretendientes fue también el año en el que por fin la distribución española y, en concreto, La Aventura, decidió por fin apostar por sus películas. Los dos estrenos de este año, y los dos anunciados para 2018 auguran un positivo cambio de actitud hacia la figura de este singular creador coreano, de cuyo progresivo perfeccionamiento dio fe Lo tuyo y tú (que preferí, por su hermoso final, a En la playa sola de noche), en la que consigue llegar a la maestría en su combinación de zooms, travellings y paneos y rompe -en apariencia- con su habitual método de hacer recomenzar la trama a la mitad del metraje para que sea la excentricidad de la memoria de la ambigua protagonista la que haga que los personajes que la rodean tengan que intentar empezar de nuevo ellos mismos, entre la incredulidad y el desconcierto, ante la mujer en la que cifran su felicidad.
6. La idea de un lago (Milagros Mumenthaler, 2016): La atroz fisura histórica que supusieron las Juntas Militares argentinas se traducen en un presente ascético, vacío de sensualidad, dolorido, frustrante, perdido, emocionalmente hundido, solo tamizado por el a veces amargo y a veces lúdico recuerdo de lo perdido. Quizá, una de las películas que mejor reflejan el espíritu del año, y que sirvió también para incorporar a las carteleras (por iniciativa de Numax) la anterior obra de Mumenthaler, Abrir puertas y ventanas, de idéntica valía.
7. La chica desconocida (Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne, 2016): Tal vez los hermanos belgas ya no anden muy sobrados de ideas, pero, acaso siendo conscientes de ello, han sabido ceder todo el mérito de su magnífica y más reciente película a Adèle Haenel, una actriz a la que parece fácil augurar un futuro detrás de las cámaras análogo al de Maria Schrader: su propia forma de actuar, echándose sobre sus espaldas una película en la que forma parte de casi todos los planos, parece un acto de creación cinematográfica. Sobre el personaje al que da vida, Jean-Pierre Dardenne dijo: "Rechaza un puesto muy bien pagado para trabajar en los suburbios. Es todo lo que necesitamos saber sobre ella", y su hermano Luc añadió: "Un ser humano siempre está en deuda con los demás, y el mal reside en no sentir esa deuda". No necesitamos decir nada más.
8. Toni Erdmann (Maren Ade, 2016): La interacción dialéctica entre una mujer cuya mente ha sido colonizada por un irracional y absorbente mundo laboral y su padre, entregado a la única causa que su solitaria y fallida vida le permiten, el humor absurdo, consigue configurar un efectivo cuadro del choque ideológico entre quienes están imbuidos por la aberrante lógica del sistema y la servidumbre de la ambición y quienes son capaces de desmontar su lógica por la mera fuerza de su marginalidad. Los resultados, por sorprendentes, poco realistas y esperanzadores, suponen un contrapunto a la tónica general de nuestra época, y por ello le confieren una especial congruencia al memorable personaje que da nombre a esta comedia alemana.
9. Billy Lynn (Ang Lee, 2016): Los riesgos técnicos y formales que asume esta película para mostrar la trastienda de la construcción de un joven héroe militar estadounidense, consciente de su propia precariedad y de la falsedad de una fama que sabe efímera, consiguen dar una vuelta de tuerca al género bélico a través de tres espacios (el escenario bélico de Iraq, la Super Bowl y la casa familiar) que se funden en la dislocada memoria del protagonista, al que concede particular verosimilitud el actor Joe Alwyn. La habitual sensibilidad del cineasta taiwanés, que no ha perdido un ápice de su capacidad para desnudar los arquetipos míticos de la sociedad estadounidense, y unos secundarios portentosos (con Kristen Stewart, Steve Martin y Vin Diesel a la cabeza) terminan por concederle a este largometraje la trascendencia que su precaria distribución pareció negarle.
10. Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016): Que el director de Finales de agosto, principios de septiembre haya optado por primera vez por un subgénero de tan escaso prestigio como el del cine de fantasmas, que las ambigüedades se cuelen por todos los resquicios del relato hasta el punto de que hasta el mismo desenlace se ponga en cuestión a sí mismo, que se demore buena parte del metraje en una larga y misteriosa conversación a través de WhatsApp y que, por primera vez en la carrera de Assayas, la protagonista sea una estrella de Hollywood como Kristen Stewart, y que a pesar de (o gracias a) todo ello los resultados sean tan estimulantes: ahí está la grandeza de Personal Shopper.
Parecidos méritos tenemos que concederle a otras películas, del mismo subgénero pero situadas en extremos estilísticos opuestos, que se quedan por poco fuera de esta lista de diez destacadas del año: A Ghost Story (David Lowery, 2017) y Abracadabra (Pablo Berger, 2017).
En esta ocasión, los añadidos son obligados: la mejor película no estrenada (por razones obvias: documental experimental, 58 minutos de duración, discurso marcadamente anticapitalista) es, a su vez, la mejor película en sentido absoluto de todas las vistas en 2017 y la única obra maestra de este texto, y llegó gracias a los renovados bríos de un festival al que debo señalar, también, como el mejor de todos a los que he acudido en esta última temporada, DocumentaMadrid (en llamativo contraste con las mortecinas ediciones anteriores). Me refiero a We Make Couples, de Mike Hoolboom, obra que, como escribí para el número de despedida de Revista Magnolia, arranca con las palabras de su título emergiendo en gris, sobre fondo negro, en una secuencia titubeante: en primer lugar, el término coup (golpe), luego el verbo “make”, en tercer lugar el sujeto “we” y finalmente, la terminación -les, que transforma “golpe” en “pareja”. De fondo, un solo inicial de violín se ve interrumpido por la ensoñadora música electrónica que anticipa la dotación de sentido del enunciado, y que de paso nos sumerge en el contenido de esta compleja película: una pugna por liberar a palabras y conceptos de las cárceles en las que están sumidas en el mundo actual, arrasadas por la apoteosis neoliberal y su interminable maraña de complicidades, de las cuales el mismo lenguaje no sale indemne.
La lucha que entabla We Make Couples, a través de una estudiada sucesión de breves imágenes y de una densa pero a la vez hipnótica carga textual, parece ciclópea para su escasa hora de duración: se trata de resignificar el amor, y en concreto, el amor de pareja, para recuperar sus orígenes liberadores, emancipándolo de sus servidumbres y sus miserias, de su reproducción de las formas de explotación capitalista, con el fin situarlo como el primer elemento de resistencia, como el primer modelo de sociedad justa. En definitiva, el regreso al amor como arma política, desvinculándolo de la privacidad precaria en la que parece estar sumido en una época que empobrece y envilece hasta lo más íntimo y lo más sagrado.
A pesar de su doloroso contraste con el inerte y depauperado mundo exterior al que apela y de la imposibilidad de contagiarnos la creencia en sus tesis, el resultado del trabajo de orfebrería de Hoolboom impresiona, no solo por su perfección, o por su constancia, o por su coherencia, o por los años (siete) que dedicó realizar y pulir su (quizá) summum fílmico y moral, o por el titubeo y la modestia con que sus dos rotas voces femeninas nos van dirigiendo hacia su conclusión, sino porque en su relativo fracaso está nuestra derrota como espectadores, que es capaz de poner frente a un llamativo espejo. Como dijo en una entrevista,
Estamos acostumbrados a centrar nuestra atención en los logros, los resultados, la expresión, no en los años de frustración y vacío. ¿Por qué no están nuestras revistas llenas de avatares de la frustración? ¿No sería eso mucho más útil que ver el desfile de todos esos ganadores de premios?A la visión psicotrópica de la Biblia que nos ofrece Darren Aronofsky en su desquiciada Madre! le concedo la categoría de peor película del año, aunque su naufragio sea peculiarmente inofensivo: nada restó ni nada añadió a lo vivido en durante un año fallido como tantos, frustrante como pocos, triste como ninguno. Un año sin esperanza.
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