16 de abril de 2020

Apenas náufragos



Recuerdo las primeras noticias: en enero, en la radio, con el frío de una madrugada de invierno, la oscuridad exterior, desayunando entre bostezos, asimilando unas vagas informaciones sobre sus efectos en el PIB de China. Con los días, los primeros comentarios en el trabajo, el asombro por los hospitales chinos levantados a toda prisa, el comienzo de la obsesión por las mascarillas, las comparaciones con la gripe común, con la gripe A, la sospecha de hipocondría. Con las semanas, el aparente absurdo de las sucesivas retiradas del Mobile Congress, el asombro italiano, el primer muerto en España (neumonía: nada infrecuente), las primeras indicaciones sobre la tos y las manos, el pasmo ante Lombardía, los primeros casos, el improbable señor de jersey dando ruedas de prensa. Finalmente, la mañana del 9 de marzo, los casos multiplicados, el cierre de las clases en Madrid, Vitoria y Labastida, los comentarios en Twitter de esa noche: hay colas en los supermercados, la mentalidad de posguerra ha vuelto. Al día siguiente, el personal de la Filmoteca, a las cinco y media, antes de la primera sesión, marcando de blanco una de cada tres butacas: el pensamiento, entonces, tan mezquino que avergüenza recordarlo: ojalá tarden en cerrar y podamos terminar el ciclo de William Wyler, y ver la única película dirigida por Anna Karina, y los cortos infantiles de Kiarostami; al día siguiente, la ambición decae, el realismo se impone: por la mañana, la Cineteca anuncia su cierre inmediato "por quince días", y ya nos conformamos con acabar Wyler, entramos a Counsellor at Law (1933), admiramos a Isabel Jewell, comentamos la obra maestra de tres días atrás (Dodsworth), y, al fin, llega, extraoficialmente, la confirmación: no hay más Filmoteca, el Doré cierra mañana. No hay desconcierto: se veía venir; sí hay tristeza ante lo inevitable, algunas preguntas ingenuas: ¿las películas canceladas las programarán en abril?, mi respuesta fatalista: no habrá programación en abril. No, y escribo en una red social: han cerrado la Cineteca y la Filmoteca, tardaremos en verlas abiertas de nuevo. El telón se cierra, empieza lo duro. 

Ese mismo día, el 10 de marzo, después de despedirme de mis compañeros de sesión en el Doré, me encamino, solo, hacia los cines Conde Duque Alberto Aguilera: sé que voy a ver la última película en salas en mucho tiempo, y no por ello está escogida especialmente como "la última": solo es una película que quiero ver, que se ha estrenado de manera casi clandestina, como Domino de Brian de Palma -vista en los mismos cines quince días atrás-, y que sentiría perderme, aunque no tenga más referencias que los actores, y especialmente la actriz protagonista, Anaïs Demoustier, descubierta hace un lustro en mi primer Zinemaldia (en aquella película fallida de François Ozon: pero su rostro, su sonrisa, se quedaron) y redescubierta, solo unas semanas antes, en una sesión matinal de los Cines Renoir,  dando vida al personaje principal de una película seria, hecha con ganas y sin cinismo, sobre la política contemporánea: Los consejos de Alice, de Nicolas Pariser. Los Conde Duque Alberto Aguilera son unos cines amplios, de aliento antiguo y decoración hermosamente arcaica: lo opuesto, en definitiva, a las apretadas multisalas, aunque, desgraciadamente, casi siempre estén semivacíos, algo a lo que yo mismo he contribuido con mis dos años largos de ausencia; si la memoria, y la ayuda de FilmAffinity no me fallan, desde marzo de 2017, con el pase de El bosque de los sueños de Gus Van Sant hasta hace dos meses escasos, con la referida Domino. Al entrar en esta ocasión y ser recibido por el mismo amabilísimo acomodador que semanas atrás, lamento, de nuevo haber abandonado esas salas por tanto tiempo: la errática política de intercalado de versiones dobladas y versiones originales (tras una inicial apuesta por la VOSE con la compra de los cines por A Contracorriente), la atención diaria al Doré y a la Cineteca y la costumbre y la cercanía de los tres cines de Plaza de España para los estrenos propiciaron este largo paréntesis.

Llego, en fin, para ver Salvar o morir de Frédéric Tellier, película de 2018 pero solo estrenada ahora y en muy pocas salas: llego, como digo, por la imagen de la protagonista, con su inconfundible sonrisa, en el cartel.




El acomodador me indica que deje al menos dos butacas de distancia con cualquier otro espectador, pero la medida de seguridad se hará innecesaria: cuando entro, la sala está vacía, y solo unos instantes antes de que empiece la película veo entrar a un rostro conocido: no sé su nombre, sí sé que es una cara habitual en la Filmoteca y que, alguna vez, hace años, alguien me lo presentó y le di la mano. Suficiente para, desde entonces, poder intercambiar con él algún "hola", algunas veces -no muchas- al año. En esta ocasión, el "hola" reaparece: tímido antes de empezar, sonriente al despedirnos. Creo, aunque no estoy seguro, que un tercer espectador entrará con las luces ya apagadas. 

En tan desangelado ambiente, empieza Salvar o morir, que tras arrancar como una aleccionadora y familiar visión de la fuerza del deber que anida tras la labor del cuerpo de bomberos, sufre un abrupto giro hacia una historia de pérdida y autosuperación del protagonista, convertido en otra persona tras un severísimo accidente. Una descripción que, estoy seguro, sonará poco prometedora, pero que no impide situar a Salvar o morir en un pequeño grupo de películas que transitan por el fino alambre que separa el ridículo de la grandeza, la sensibilidad de la sensiblería, la emotividad de la autoayuda: una película, en definitiva, arriesgada, que no me atrevería a recomendar a nadie pero que lamentaría no haber visto.

En una de sus secuencias, su protagonista habla a su enfermera de esta manera:



En otra, pronuncia un discurso en el que se incluyen estas palabras:














Durante estas semanas, he pensado, con particular intensidad, en la sesión y en la película que acabo de describir. También he recordado, paralelamente, la famosa anotación de Franz Kafka en su diario el 2 de agosto de 1914: 
Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar.
y en el tiempo en el que me parecía que la actitud que se traslucía en esas palabras era la más sabia y la más subversiva. Hoy, sé que aunque Kafka escribiese también: "Todo lo que no es literatura me aburre. Y lo odio porque me estorba", seguramente sí le importaba la guerra: su biógrafo de referencia, Reiner Stach, asegura
Se puede decir que la guerra, no sólo le influyó mucho, sino que le destrozó. 
Quizá a partir de mañana piense menos en Salvar o morir y deje de darle vueltas a Kafka, pero tal vez seguiré sintiendo, como estos días, un extraño sabor metálico en el paladar, que a veces me asusta y, tras oír el anuncio del ¿futuro? estreno en cines de Bergman Island, recuerde con más frecuencia alguna sesión de cine relacionada con el cineasta sueco, como, por ejemplo, la de En el umbral de la vida





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