No puedo estar más en desacuerdo con la vieja expresión que sentenciaba que a escribir se aprende leyendo. A escribir se aprende nada más que escribiendo, y si en algún momento pensé, cuando, con periodicidad variable pero con cierta constancia, efectivamente yo escribía, que esa actividad era una obligación autoimpuesta y artificial que poco tenía que ver con el verdadero pensamiento, ahora, que me dedico de manera consciente a no escribir -o, dicho de otra manera, a evitar hacerlo- creo exactamente lo contrario: que escribir es una actividad natural que ayuda y enriquece la tarea de la reflexión, y que su falta no hace más que diluir y dejar en un lejano y olvidable limbo cualquier labor intelectual digna de tal nombre. Por eso ahora, que llega el momento de dar a la luz el único texto con intención de ser publicado de los últimos doce meses, las ideas se agolpan, impacientes, con ganas de salir de manera desordenada y poco fértil, y con ellas la advertencia: éste tampoco es el camino.