21 de julio de 2016

Dersu Uzala y el baile sobre la propia tumba de Akira Kurosawa


Hace más de diez años, cuando todavía era un articulista literario con talento y no se había convertido todavía en la clase de columnista político en que ha desembocado después, Javier Cercas, hablando de sus orígenes como escritor, concluyó: ser original no consiste en no parecerse a nadie, sino en parecerse a la mayor cantidad de gente posible. Digo esto, y vendrá al caso o no, a propósito del reciente descubrimiento (uno más) de que una de las películas más admiradas por cierto público cinéfilo es también (como muchas otras) la adaptación de un libro que ya había sido trasladado al cine anteriormente; es decir, lo que habitualmente se conoce como remake, aunque habría que analizar hasta qué punto puede llamarse como tal a una película que adapta de nuevo una obra escrita que cuya tenía suficiente entidad en sí misma. ¿Puede decirse que El valle de Abraham (1993) de Manoel de Oliveira es un remake de la poco afortunada Madame Bovary (1991) de Claude Chabrol, y que la Madame Bovary (2014) de Sophie Barthes -estrenada este año en España- es un remake de ambas, y que todas ellas lo son de las adaptaciones anteriores de Jean Renoir, Carlos Schlieper, Vincente Minnelli y Alexander Sokurov? Entiendo que no, pero tampoco tiene mucha importancia a qué le llamemos remake y a qué no: no existe un género cinematográfico llamado "remake", es sólo una convención y un vocablo poco preciso, de nulo valor literario. 


Sobre todo esto ya escribí a propósito de Paulina (2015) y La patota (1961): y no dije lo mismo que ahora, utilicé repetidamente el ahora criticado término. Así pues, manifestada la incoherencia, continúo, porque a donde quería llegar no era a una teoría sobre los remakes o sobre la coherencia, sino a Dersu Uzala, el popular y antropologista largometraje que sirvió a Akira Kurosawa para salir de su grave crisis personal en 1975, oferta de la Mosfilm mediante, adaptando el libro del explorador militar Vladimir Arseniev y dándole el aliento vital imprescindible para convertir lo que podría haber sido una anodina y correcta ilustración de una obra para especialistas en una película de culto, de extraña aunque cierta popularidad y cuyos pases en cualquier filmoteca registran, por lo que he podido comprobar recientemente (a propósito de la emisión de la no demasiado brillante restauración en DCP), invariables llenos. 

Pero volvamos a corregirnos: el libro de Arseniev no era "para especialistas", fue un éxito de ventas en la Unión Soviética desde su publicación en 1923; aunque convengamos en que hay épocas en las que la masa de lectores de un país es capaz de convertirse en "lectores especialistas", y ésas son las épocas de entusiasmo revolucionario, que, si alguna vez existió en la URSS más allá de lo que nos transmitieron sus más entusiastas partidarios en el mundo intelectual (y, especialmente, en el cinematográfico), fue sin duda en los años 20. 



Dersu Uzala conoció una adaptación anterior, 14 años antes de la del realizador japonés, dirigida por Agasi Babayan y que desprende un alegre aroma a exótica película de aventuras: además de filmar animales con cierta espectacularidad, convierte la relación personal entre Arseniev y Dersu en una excusa argumental para que la cámara se centre en registrar el aspecto del paisaje y obvia la real y posterior visita del nómada protagonista a la ciudad natal del explorador. Babayan reduce a una las dos expediciones del ejército ruso a la taiga siberiana que relataba la obra original e incluye algún episodio de "humor" demasiado fácil (la picadura de una avispa por un imprudente acercamiento a un panal) para ridiculizar la poca inteligencia y arrogancia de algunos miembros del grupo que camina a las órdenes de Arseniev. Por otra parte, en el actor que encarna al protagonista, Kassym Zhakibayev, nunca dejamos de ver a un hombre ruso esforzándose por imitar al Nanook de Robert Flaherty mediante unos andares impostados y un acento poco trabajado; muy distinta es la impresión que nos causa Maksim Munzuk, convertido con justicia en la imagen icónica de la segunda versión y sobre cuya inmersión en el carácter original que intenta representar, con todas las limitaciones propias de estos casos, nos genera una profunda sensación de autenticidad. 





A la notoria diferencia de exhaustividad entre los dos films (el de Kurosawa dura 50 minutos más y transcurre en cuatro espacios temporales distintos, frente a los dos del largometraje de Babayan), habría que añadir una notoria disparidad en el tempo, mucho más lento y reflexivo en la película de 1975, y en el tono: la obra de Kurosawa es irremediablemente melancólica y deja el triste poso del tiempo transcurrido y desperdiciado, de la pérdida y el fracaso. Muestra de ello son dos detalles que verbaliza el protagonista: en primer lugar, el recuerdo de su mujer y sus hijas, muertas por la viruela, que lo sumieron en una nómada e irreversible soledad y que explican su impreciso vagar por la taiga, en busca de caza (en la película de Babayan, este modo de vida no parece más que una atávica costumbre étnica); en segundo lugar, el encuentro con otro cazador, en este caso chino y viejo amigo de Dersu, sumido en el silencio y el retiro perpetuos porque hace la friolera de cuatro décadas que su mujer lo abandonó por su hermano. 

Estos detalles y este tono se insertan muy bien en el cine soviético de los 70, un reflejo del estancamiento y la decadencia de una URSS que bajo Leonid Brezhnev se convirtió en un océano de gerontocracia y corrupción y la dislocación absoluta entre discurso oficial y realidad alcanzó unos extremos que abonaron la futura llegada de Mikhail Gorbachov y la pulverización del país como tal. Pero también, haciendo un psicologismo no demasiado arriesgado, podemos asimilarlos a la situación personal de Akira Kurosawa, cuya carrera parecía haberse deslizado hacia una pendiente sin fin tras el absoluto fracaso (justo fracaso, hemos de decir) de su anterior película, Dodeskaden (1970), y el improcedente despido que sufrió antes de poder dar la forma definitiva al fragmento que iba a dirigir de la superproducción bélica estadounidense Tora! Tora! Tora! (del mismo 1970). Su aparatoso intento de suicidio, el 22 de diciembre de 1971, parece tener cierto reflejo en la autobiografía que, a pesar de publicar en 1981, solo abarca hasta el estreno de Rashomon (1950) por motivos que explica así su prologuista y traductor al inglés, Audie Bock: 
Akira Kurosawa ha escrito por voluntad propia tan solo una autobiografía parcial. Si hubiese escrito toda la verdad sobre mucha de la gente que tuvo algo que ver con él, algunos que aún viven y otros que ya no, inevitablemente el resultado habría producido cierta vergüenza y resentimiento. Kurosawa, como mostrarán estas páginas y todas sus películas, tiene la capacidad (o quizá el fallo) de decir más verdades que nadie. 

Y digo que tiene cierto reflejo porque en ella habla del suicidio de su hermano mayor, de quien siempre se consideró poco más que un pobre epígono. Las palabras que escribe sobre él son harto significativas de la profunda impresión que le causó su ejemplo:
Le abrumó el primer fracaso que tuvo cuando suspendió el examen de entrada al instituto. En ese momento desarrolló una sabia, aunque pesimista filosofía de la vida, al darse cuenta de que cualquier esfuerzo humano era vano, un baile sobre la propia tumba. 
En la presentación de esta autobiografía, el director de El infierno del odio muestra una actitud ante los cineastas a los que aprecia parecida a la de Arseniev ante Dersu: la modestia, la admiración sin límites, la confesión de pequeñez frente a quienes le sirvieron de guías vitales. En primer lugar, ante Jean Renoir:
Estoy convencido de que si tuviera que escribir sobre algo, no sería de otra cosa más que de películas. En otras palabras, "yo" menos "películas" igual a "cero". Sin embargo, no hace mucho que dejé de negarme, y creo que mi capitulación proviene de la autobiografía que hace poco leí del director de cine francés Jean Renoir. (...) Tuve la oportunidad de conocerle en una ocasión, incluso cené con él, cena en la que hablamos de muchas cosas. En este encuentro me dio la impresión de que Jean Renoir no era en absoluto la típica persona que podría sentarse a escribir una autobiografía. Así que el saber que se había aventurado a hacerlo, me produjo una sensación explosiva. (...) Una gran impresión me causó Renoir cuando lo conocí, una sensación de desear hacerme viejo de la misma forma que él. 
Y en segundo lugar, ante John Ford: 
Hay otra persona a la que me gustaría parecerme a medida que me hago mayor: al fallecido director de cine norteamericano John Ford. También me ha motivado mi pesar de que John Ford no dejase una autobiografía. Claro está que comparado a estos dos maestros ilustres, Renoir y Ford, yo no soy más que un pequeño chaval. Pero si hay tanta gente que dice que les gustaría saber qué tipo de persona soy, es probable que sea mi deber que les escriba algo. No confío demasiado en que lo que escriba sea leído con interés...

No parece accidental, pues, que de forma inopinada la inagotable productora Mosfilm recurriese a Kurosawa (un cineasta que no militaba en el comunismo y que no tenía lazos anteriores con la URSS) para sacar adelante este proyecto, en el que echó el resto: los dos años de rodaje y los 141 minutos de notable película final resucitaron de una vez por todas su obra, que a pesar de que las penurias del cine nipón posterior a los 60 no remitieron le insuflaron el suficiente prestigio mundial (artístico y comercial) como para permitirle financiar proyectos de la ambición de Kagemusha o Ran. Las sabias conclusiónes de este difícil proceso esto las puso por escrito años después:
El público no tiene por qué saber cuánto ha trabajado el director, el ayudante de dirección, el cámara o los técnicos de sonido. Lo importante es enseñarles algo acabado que no tenga excedentes. Cuando se rueda por supuesto sólo filmas aquello que tú crees que es necesario. Pero muy a menudo te das cuenta cuando acabas de rodar de que una toma determinada no la necesitas. No se necesita lo que no es necesario. Pero la naturaleza humana se empeña en darle valor a las cosas en relación directa con el esfuerzo que se ha realizado al hacerlas. En el montaje de películas esta inclinación natural es la actitud más peligrosa que se puede adoptar. 

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