Después de ver Django desencadenado, no es difícil
concluir que las intenciones de Tarantino van mucho más allá de la simple
facturación de películas hipertrofiadas de citas y homenajes. Si en Malditos bastardos intentó redimir al
cine de su importante papel en la configuración el mito del nazismo (y en aquel
caso, los culpables aparecían con nombres y apellidos: Goebbels en su papel de
productor, sí, pero también Emil Jannings, Pabst y Leni Riefenstahl en su papel de cómplices), aquí la rabia del
director va dirigida contra la complicidad del arte cinematográfico con el
sistema esclavista (y su secuela segregacionista) en el Sur de los Estados
Unidos, señalando a esa criminal obra maestra llamada El nacimiento de una nación (realizada por D. W. Griffith, pero en
la que también colaboraron nombres como Raoul Walsh, Erich von Stroheim, Walter
Huston, Allan Dwan o el mismo John Ford que interpretaba a un miembro del
Ku-Klux-Klan y que con los años reivindicaría aquel papel dirigiendo El juez Priest y El sol siempre brilla en Kentucky).
Django es un viaje a los orígenes de Malditos bastardos: el mismo Christophe Waltz amoral y corrupto que
se moverá 80 años después como pez en el agua en los resortes de la
criminalidad nazi es ahora King Schultz, un personaje duro pero moral -hasta
donde pueda serlo un cazarrecompensas- que se asombra ante la crueldad del
esclavismo. Frente a la creencia de que los horrores del nazismo se gestaron en
Europa y que la intervención americana acabó con ellos, la película parece
afirmar que el sistema de segregación racial viajó de América a Europa y el
Holocausto fue su consecuencia. Ese viaje que se simboliza en Waltz es inverso
al que realiza el western, que nace en América como sublimación del genocidio
indígena y en su viaje a Europa adquiere un carácter revolucionario (recordemos
al Sergio Leone que cita a Mao al comienzo de Agáchate maldito y hace protagonistas a revolucionarios mexicanos;
y pensemos en la cita musical de Dos
mulas y una mujer, primer guión firmado del blacklisted Albert Maltz después de veinte años en el ostracismo).
Por
una vez, el director nos ofrece un protagonista con las trazas de un héroe
clásico, un esclavo rebelde que tras escuchar la leyenda de Sigfrido y Brunilda
de boca de Schultz se amolda al marco mítico que le ofrece su culto amigo
alemán (otro viaje de ida y vuelta Europa-América). Fiel al subgénero
homenajeado en esta ocasión, el spaguetti-western,
regresa al denostado zoom, a los duelos, a las visitas al saloon y a los
tiroteos inesperados. Si bien nos ofrece algunas secuencias memorables (la
negativa de Schultz a dar la mano a Calvin Candie y sus consecuencias) y la
película funciona exactamente en el mismo sentido moral que su anterior filme,
como venganza histórica con una víctima levantándose en armas y ejerciendo de
justiciero, no alcanza los logros de Malditos
bastardos, cuyo insuperable comienzo y su magnífica precisión en escenas
como la de la taberna no se ven aquí refrendados. Ello no quita méritos a Django, en la que el autor de Reservoir Dogs confirma su papel de
Prometeo ficcional que, en estos violentos años 10, vuelve a encender la mecha de la llama sagrada
de la lucha por la justicia; sólo falta que, en medio de la tormenta que nos
asedia, los espectadores la hagamos nuestra.
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