9 de julio de 2014

Prometeo bastardo

Después de ver Django desencadenado, no es difícil concluir que las intenciones de Tarantino van mucho más allá de la simple facturación de películas hipertrofiadas de citas y homenajes. Si en Malditos bastardos intentó redimir al cine de su importante papel en la configuración el mito del nazismo (y en aquel caso, los culpables aparecían con nombres y apellidos: Goebbels en su papel de productor, sí, pero también Emil Jannings, Pabst y Leni Riefenstahl en su papel de cómplices), aquí la rabia del director va dirigida contra la complicidad del arte cinematográfico con el sistema esclavista (y su secuela segregacionista) en el Sur de los Estados Unidos, señalando a esa criminal obra maestra llamada El nacimiento de una nación (realizada por D. W. Griffith, pero en la que también colaboraron nombres como Raoul Walsh, Erich von Stroheim, Walter Huston, Allan Dwan o el mismo John Ford que interpretaba a un miembro del Ku-Klux-Klan y que con los años reivindicaría aquel papel dirigiendo El juez Priest y El sol siempre brilla en Kentucky).


Django es un viaje a los orígenes de Malditos bastardos: el mismo Christophe Waltz amoral y corrupto que se moverá 80 años después como pez en el agua en los resortes de la criminalidad nazi es ahora King Schultz, un personaje duro pero moral -hasta donde pueda serlo un cazarrecompensas- que se asombra ante la crueldad del esclavismo. Frente a la creencia de que los horrores del nazismo se gestaron en Europa y que la intervención americana acabó con ellos, la película parece afirmar que el sistema de segregación racial viajó de América a Europa y el Holocausto fue su consecuencia. Ese viaje que se simboliza en Waltz es inverso al que realiza el western, que nace en América como sublimación del genocidio indígena y en su viaje a Europa adquiere un carácter revolucionario (recordemos al Sergio Leone que cita a Mao al comienzo de Agáchate maldito y hace protagonistas a revolucionarios mexicanos; y pensemos en la cita musical de Dos mulas y una mujer, primer guión firmado del blacklisted Albert Maltz después de veinte años en el ostracismo).


Por una vez, el director nos ofrece un protagonista con las trazas de un héroe clásico, un esclavo rebelde que tras escuchar la leyenda de Sigfrido y Brunilda de boca de Schultz se amolda al marco mítico que le ofrece su culto amigo alemán (otro viaje de ida y vuelta Europa-América). Fiel al subgénero homenajeado en esta ocasión, el spaguetti-western, regresa al denostado zoom, a los duelos, a las visitas al saloon y a los tiroteos inesperados. Si bien nos ofrece algunas secuencias memorables (la negativa de Schultz a dar la mano a Calvin Candie y sus consecuencias) y la película funciona exactamente en el mismo sentido moral que su anterior filme, como venganza histórica con una víctima levantándose en armas y ejerciendo de justiciero, no alcanza los logros de Malditos bastardos, cuyo insuperable comienzo y su magnífica precisión en escenas como la de la taberna no se ven aquí refrendados. Ello no quita méritos a Django, en la que el autor de Reservoir Dogs confirma su papel de Prometeo ficcional que, en estos violentos años 10,  vuelve a encender la mecha de la llama sagrada de la lucha por la justicia; sólo falta que, en medio de la tormenta que nos asedia, los espectadores la hagamos nuestra.

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