26 de enero de 2015

Luz (tenue) de invierno

La misma argumentación sobre la valía de algunos segundos y terceros visionados que hicimos a propósito de Mommy de Xavier Dolan (y que nos hizo recordar obras de la importancia de Vértigo o Fresas Salvajes) habría que aplicársela también a Los comulgantes, una obra maestra de Ingmar Bergman que no se reveló con toda la rotundidad que llevaba dentro hasta que pudimos apreciarla en pantalla grande, 35 mm. y doce años después de haberla visto por primera vez en un añejo VHS. Y la misma distancia entre aquel viejo visionado y este último podemos encontrarla entre la larga secuencia inicial con que Bergman nos obsequia y el resto del metraje.

Porque Los comulgantes abre con un intachable oficio religioso, largo, solemne y monótono, en el cual la ortodoxia de la fe protestante parece guiar los respetuosos encuadres, los sobrios movimientos de cámara y el duro trazo que guía la puesta en escena, en el que no nos ahorramos la comunión con hostias y vino que da sentido al título. Con un comienzo así y sin conocer la obra del director, podríamos definirlo como uno de los ejemplos más acabados de cine-homilía, digno de ser emitido en algún severo y seco cursillo de cristiandad para arrepentidos.


Pero, tras diez minutos de estricto rigorismo, todo se quiebra. El rostro de Gunnar Björnstrand, en una interpretación para ser recordada (como la mayoría de las suyas en películas de Bergman), abandona repentinamente las supuestas virtudes de obediencia, humildad y falta de sentido crítico y tras encarnar a la perfección el papel de guía de una patética comunidad de conservadores rebañegos, se transforma en un ser humano desengañado, realista y sincero hasta la exageración, consciente del papel que está desempeñando y de la podredumbre que encierra su innoble lugar en el mundo.


Son dos conversaciones clave las que dejan atrás todo atisbo de hipocresía, para desolación de quienes buscan a un conductor que les libere de la dura tarea de pensar por sí mismos o de quienes esperan paños calientes ante la dramática situación en que se encuentran. La primera charla es con el personaje de Max von Sydow, Jonas, un pescador obsesionado con el devenir político y bélico del planeta tras la irrupción como potencia nuclear de la China de Mao, por aquel entonces principal antagonista del statu quo mundial tras los acuerdos de “coexistencia pacífica” entre los Estados Unidos de Kennedy y la Unión Soviética de Khruschev. Ahí nos encontramos una realidad que hoy parece olvidada, y es que, 18 años después del fin de la II Guerra Mundial (Los comulgantes es de 1963), la posibilidad de un enfrentamiento nuclear que acabase con buena parte de la humanidad no era en absoluto descabellada. Las repuestas de Tomas (así se llama el clérigo) no son alentadoras, no pueden serlo: el pescador busca una respuesta, una solución tranquilizadora, pero no existe. La sinceridad es dura, pero el confortable engaño lo es más:
Si de verdad Dios no existe, ¿qué más da? La vida cobra sentido. ¡Qué alivio! La muerte se vuelve una extinción, una desintegración. La crueldad de los hombres, su soledad, su miedo, todo resulta obvio, transparente. El sufrimiento no precisa explicación.

                   

El pescador, poco después de esta conversación, se pega un tiro y ahí tenemos las primeras consecuencias de vivir en la verdad y no poder agarrarse a vanas esperanzas. La vida vivida de frente no resulta soportable.

Tras esto, sin sobreactuación, con gesto serio, duro y cuajado, Tomas se tilda a sí mismo de “clérigo inmundo”; mira una imagen de Jesús crucificado y afirma:
¡Qué imagen más ridícula!
La segunda conversación del pastor Tomas es con su compañera, Märta, interpretada por una Ingrid Thulin que borda un papel de mujer sin inteligencia y sin atractivo que tantas veces alternó en la filmografía de Bergman con el papel exactamente contrario (Fresas Salvajes es el ejemplo más claro de lo segundo). Después de leer una larga carta de ella en la que se explicitan las características, poco estimulantes, de su nada envidiable relación -cuyos trazos menos amables acentúa Bergman al mostrarnos a la misma Thulin recitando la carta hacia la cámara, para resaltar la pesadez y atrofia intelectual de su personaje-, Tomas arrolla con sus duras palabras a su asombrada compañera. Sin sobreactuación, pero con firmeza, acierta a decirle que su fe es “sombría y neurótica, primitiva y cruelmente cargada de emociones”; recuerda a su fallecida esposa y le espeta: 
Tu forma de imitarla es patética.
Para añadir:
Estoy harto de tus atenciones, de tus ñoñerías, de tus buenos consejos, de tus velitas y tus mantelitos. Estoy harto de tu miopía, de tus manos torpes, de tu congoja, de tus ansiosas muestras de cariño. Me obligas a ocuparme de tu salud, de tu dolor de tripas, de tu eczema, de tu regla, de tu cara congelada. Necesito librarme de este marasmo de imbecilidades. ¡Estoy harto de todo, de todo lo tuyo! 
Sin dejar de poner en cuestión su papel como representante religioso (“Dios calla porque no existe. Es terriblemente sencillo.” es otra de sus lúcidas sentencias), acaba poniendo freno a sus brutales confesiones: 
Será mejor que me vaya para no seguir diciendo barbaridades.
Pero Tomas ya es otra persona. En una secuencia que, intuimos que de forma intencionada, pudimos ver de muy semejante forma en Sueño de invierno de Nuri Bilge Ceylan, la luz le ilumina a través de una cristalera y sabemos que su vida de oscuridad, mentiras y religión ha quedado atrás. Él mismo es consciente de la importancia de su sinceridad cuando afirma: 
¡Al fin soy libre!

Pero Bergman es cualquier cosa menos un cineasta complaciente y tranquilizador. El arranque de autenticidad no basta y Tomas sigue posteriormente actuando como si nada hubiera sucedido. Con el piloto automático puesto e incapaz de llevar a las últimas consecuencias la verdad que acaba de verbalizar, vuelve a dirigir una misa, aunque solo haya cuatro fieles para escucharla; vuelve a aceptar la compañía de Märta, a pesar del profundo rechazo que le produce; y los espectadores volvemos a escuchar a un personaje desesperado ante la realidad del mundo: el sacristán Algot, que se queja a Tomas del “silencio de Dios”.



La nieve aparece (como en Sueño de invierno) y entonces sabemos que un título tan prosaico como Los comulgantes no oscurece el nombre original de la película, Luz de invierno. Y, por fin, vemos la cara B del hombre tan seguro de sí mismo, del protagonista que sentenciaba sin dudar, en voz del organista Blom, que le desvela a Märta:
Ese pastor que te tiene encandilada no vale mucho. Lo sé muy bien, no me lleves la contraria. Eres una solterona y te aferras a lo que puedes. Tú que puedes lárgate enseguida. En Mittsunda y Frostnas reina la muerte. Mírame a mí. ¿Recuerdas cuando organizaba veladas musicales con ese órgano? Di auténticos conciertos. ¡Y lo que hacía Tomas! Venía mucha gente a la iglesia. Pero su mujer acabó con él.

Una realidad tan desidealizada que nos preguntamos cuánta mentira hay en la verdad de Tomas y si su brutal desengaño no será más que un engaño mayor.

Reflexiones, en todo caso, al pie del frío, a oscuras y sin luz alguna que nos ilumine a través de una cristalera.

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