Recordar en estos tiempos el nombre de Julio
Medem produce cierta melancolía: su descrédito como cineasta es total. Pero hace dos décadas, su mención provocaba sensaciones diametralmente opuestas: era, en mi opinión, un director de películas de primer nivel. El ejemplo que quiero sacar a colación es Tierra (1996), una inolvidable y poética
evocación del amor a través de un hombre recién salido de un internamiento
psiquiátrico. Yendo al terreno personal, puedo decir que recuerdo nítidamente
cada uno de los tres visionados de este sobresaliente film; en quién pensé, con
quién estaba y a quién hablé del asombro que me había causado en los tres
casos. Sin detallar mucho más, pondré como ejemplo de la honda impresión
recibida que, tras verla por primera vez, fui prestando mi copia del film
durante los meses siguientes a seis amigas distintas, todas ellas mujeres (no
por casualidad).
Más allá de sus, para mí, rotundas cualidades
cinematográficas, Tierra me contagió
de una idea tan poderosa como ingenua: que toda enfermedad mental es superable
a través del amor, que no hay mal interior que no pueda ser vencido por la
felicidad sentimental. A la manera del cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges, en el que una
sociedad secreta elabora una enciclopedia en la que se describe un mundo ideal y,
conforme van saliendo los tomos a la luz, el mundo empieza a imitar esas formas
imaginadas, la idea que evocaba Tierra me parecía tan imbatible, tan perfecta y tan
esperanzadora, que resultó difícil no acudir a ella en cuanto la realidad se
empezaba a parecer un poco a tan hermoso planteamiento.
Una reminiscencia de ello podría haber también en la novela Noches blancas, de Fiódor Dostoyevski y en algunas de sus adaptaciones cinematográficas (la homónima, dirigida por Luchino Visconti en 1957, o Cuatro noches de un soñador, de Robert Bresson, 1971), si no fuese por su desesperanzado final, aunque se le intente revestir del conocido hálito de “mejor haber vivido esta infelicidad que haber seguido en la indiferencia”. Algo cambia en la última de estas adaptaciones, Two lovers (2008) de James Gray, que es capaz de dar la pirueta final y transmitir la misma poderosa idea de Tierra, cuando el protagonista parecía irremediablemente condenado a vagar por una errática existencia de sombras y desamor perpetuo. Quizá no sería aventurado añadir que esa idea sembró con tanta fuerza en el propio Joaquin Phoenix que de ahí vino la semilla de sus dos años dedicado a la locura descabellada (en el mejor sentido de la expresión) de I’m still here (Casey Affleck, 2010).
Pero, por muy fuerte que arraigue una idea y por muy bellamente representada que esté, llega el momento de confrontarla con la realidad. Y, como decía el personaje de Humphrey Bogart en Cayo largo
Cuando tu cabeza dice una cosa y toda tu vida dice otra, nunca triunfa la cabeza.
Sin duda, la idea que extraje de Tierra y Two lovers resultó sonoramente derrotada. No solo por la experiencia, sino también por la literatura. El
triunfo total y absoluto de esa visible oscuridad sobre el amor me llegó
a través de dos autores muy distintos, pero capaces de dar algo de sentido a
una pobre existencia que tanto se despegaba de los finales de las películas de
Medem y Gray. La primera, Belén Gopegui, en su primera novela La escala de los mapas y mucho antes de
encaminar su obra hacia el camino del panfletarismo, captaba en su personaje
de Sergio Prim algo muy alejado del terreno de los mitos y sí muy cercano a la verdad sentimental de hoy en día. Uno de sus monólogos finales, en los
límites de la razón, resulta muy revelador:
Ah, pero hay audaces que afirman que ella jamás existió. Yo tengo pruebas, por supuesto: su aroma impregna, definitivamente, el borde de mis solapas. ¿Pero por qué debo probarlo? Y probándolo, ¿qué conseguiría? ¿Es que se ha determinado ya la diferencia entre las ideas de los sentidos y las ideas de la imaginación? Si es así tengan, por favor, la bondad de decírmelo. Expíquenme cómo saber si el entendimiento entre dos personas -dos almas- existió o fue criatura de la mente nada más. Si es así que lo nieguen todo, de acuerdo. Que nieguen incluso que yo existo. ¿Existo o no existo? ¿Existo o soy una creación de esa mujer de cuello largo, esa que estaba sentada en el sillón de orejas que heredó de sus abuelos cuando todo empezó? ¿Pero qué fue, qué fue lo que empezó?
Y el
segundo, el muy polémico Michel Houellebecq, tan reaccionario como gran escritor,
en su denunciada ante los tribunales franceses (por supuesta incitación al odio
racial) Plataforma, llevaba a su
protagonista a unas certeras conclusiones tras el dramático fin de su vida
sentimental y antes de abandonarse a la muerte:
Del amor me cuesta hablar. Ahora estoy seguro de que Valérie fue una radiante excepción. Se contaba entre esos seres capaces de dedicar su vida a la felicidad de otra persona, de convertir esa felicidad en su objetivo. Es un fenómeno misterioso. Entraña la dicha, la sencillez y la alegría; pero sigo sin saber por qué o cómo se produce. Y si no he entendido el amor, ¿de qué me serviría entender todo lo demás?
Aunque rezume un desalentador pesimismo, y mal que me pese al concluir estas líneas, la única conclusión que puedo sacar de este juego de influencias contradictorias es que la poética verdad cinematográfica perdió frente a la prosaica verdad literaria, sin posibilidad de matices.
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