Con el paso de los años, si hay alguna conclusión que hemos conseguido extraer del visionado de miles de películas es la primacía de la forma sobre el fondo a la hora de valorarlas. Y no solo en lo que al cine se refiere: hay una correspondencia con las demás artes, y con la vida en general. La forma lo determina todo, incluso cuando el contenido resulte tan excéntrico que sobrepase lo aceptable por las mentes más ecuménicas. Por empezar por un ejemplo concreto alejado de la cinematografía: si a alguien (¿es una hipótesis?) profundamente deprimido se le encendiesen todas las alarmas y extendiese su alerta, de forma reiterada y constante, a todas las personas que le rodean, estén cerca o a centenares de kilómetros, probablemente no sería condenable su actitud: ve que su mente se hunde e intenta remediarlo de la forma que sabe, que es pidiendo ayuda. El fondo, pues, es correcto. Ahora bien, la forma de hacerlo es la que cambia las cosas: si se comporta de forma excesivamente victimista, reiterativa, no hace intento alguno por remediar la situación (no solicita ayuda médica, no intenta detectar o ignora el origen del problema, no lo analiza -solo o en compañía de otros- o comprueba si tiene enmienda) y se convierte en una carga para sus amigos o conocidos, es probable que la actitud de los demás sea muy distinta a si lleva la carga de forma discreta, intenta remediar la situación con cierta constancia y lucha, en la medida de sus mermadas fuerzas, por cambiarla. En ambos casos hay un mismo proceso: intentar superar una depresión; lo que cambia son las formas. Otra cosa es que, si uno mismo es el protagonista de la historia, sea capaz de dilucidar si su actitud ha sido la primera o la segunda: cuestión peliaguda, que queda al margen de este texto.
Yéndonos al cine, que es de lo que se trata, hay una sentencia de Jean-Luc Godard que resulta muy pertinente, por su concisión y exactitud a la hora de reflejar lo que queremos decir:
El travelling es una cuestión de moral.Esto es: la forma determina el fondo.
Hay dos cinematografías que no por conocidas y citadas dejan de ejemplificar de lo que estamos hablando. La primera de ellas, la de Alfred Hitchcock, trufada de argumentos inverosímiles y folletinescos, sacados en muchos casos de novelas de espionaje de escaso calado literario y en la que el tema del falso culpable sufre múltiples y hasta exasperantes variaciones. Es el extraordinario manejo de las formas lo que marca las diferencias y la que nos hace recordar su obra con delectación, con pasión, con emoción (un proceso descrito con exactitud en el prólogo de François Truffaut a su conocidísimo libro sobre la obra del británico). Del mismo modo, si juzgáramos argumentalmente las obras de Yasujiro Ozu, nos encontraríamos con un problema: la indiferenciación entre unas y otras, la confusión de títulos, la falta de mordiente, la repetición constante. Y sin embargo, su obra resulta extraordinariamente trascedente, deja un poso como la de ningún otro cineasta, y es la forma, tan coherente, pausada y constante a lo largo de su obra (incluso en plena II Guerra Mundial, con Japón enfervecido de pasión militarista, sigue siendo fiel a su estilo de siempre), la que consigue marcar las diferencias y la que convierte un vacío transcurrir del tiempo en una sobresaliente visión de la vida, la soledad y la paradójica carencia de trascendencia de la vida humana (y decimos paradójica porque su obra, al reflejarla, sí alcanza dicha trascendencia).
Sin necesidad de acudir a nombres tan consagrados, podemos encontrar más ejemplos en obras mucho más recientes y discutidas, cuya recepción estuvo muy relacionada con la tensión entre forma y fondo de la que hablamos. Pensemos en Caníbal, de Manuel Martín Cuenca, de argumento descabellado y obviada en gran parte por ello, pero estéticamente magnífica, desde la impresionante secuencia inicial que trasmuta un trasunto de cuadro de Hopper en un frenético plano subjetivo rodado desde el interior de un coche hasta su sutil manera de evitar cualquier atisbo de carnicería desagradable cuando el protagonista actúa cometiendo las actividades a las que alude su explícito título. Y yéndonos a otras épocas, un autor como Jacques Tourneur, con sus muy heterodoxas historias (recorridas por elementos como el vudú haitiano hasta la presencia de "gentes gato" por causa una maldición balcánica) seguramente estaría enterrado en el panteón de los cineastas olvidables si no fuese por su estilo, sugestivo y ausente de énfasis, que nos da una lección de cómo el mejor terror es el que no muestra lo espantoso, sino que solamente lo insinúa.
¿Ejemplos de lo contrario? Uno de los más obvios es Ken Loach, el conocido cineasta británico, asiduo (inexplicablemente) al festival de Cannes, que a pesar del bienintencionado anticapitalismo que recorre el espíritu de sus películas, su estilo pedestre, el esquematismo de sus personajes y su incoherente manera de colar algún episodio tremendista para dar una leve apariencia de thriller a su cine supuestamente social invalidan cualesquiera bondades que habiten en su fondo, y hacen pensar que muy difícilmente su carrera sobrevivirá a nuestra época.
Ahora bien, con todo, esta regla tiene matices. El fondo no es irrelevante, faltaría más, y muchas obras se pueden y se deben señalar críticamente por sus intenciones de fondo. Puede parecer una contradicción que, leyendo mis entradas en este blog, muchas veces llenas de referencias políticas, ahora dedique este texto a la defensa de la forma por encima de cualquier otra consideración. Pero partimos de la base de que toda consideración política se realiza después de una primera criba en la que son las formas las que marcan la diferencia y las que nos ponen en la parrilla de salida las obras sobre las que merece la pena discutir políticamente. Y a ello intentaremos dedicarnos, mientras la mente responda.
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